La Habana e Hiroshima, residuos radioactivos
Como es habitual en estas fechas circulan profusamente esas espeluznantes fotos de Hiroshima y Nagasaki aniquiladas tras bombardeos atómicos en agosto de 1945. El contraste con el skyline actual de ambas urbes es brutal. Imposible no admirar la mentalidad de futuro y el espíritu industrioso de los japoneses para recuperarse de esa manera. Se concluye que tal transformación obedece a ambas facetas idiosincráticas, pero también, y de manera muy importante, a los incentivos económicos puestos de manera adecuada.
La convergencia de todo aquello hizo posible un milagro verdaderamente excepcional. Mezcla de capitalismo y resiliencia a toda prueba. Sin embargo, más allá de la constatación, emerge la duda acerca de qué ocurre cuando falta alguno de aquellos componentes. La respuesta se divisa en Miami.
Esa ciudad es el símbolo de los aproximadamente tres millones de cubanos que han huido del régimen de Castro. Alberga a poco más de un millón de ellos. Son personas de diversos estratos sociales que, a su vez, se han esparcido por todos los segmentos de la sociedad estadounidense. Hoy en día, nadie podría cuestionar su alta participación en la prosperidad de Miami. ¿Cómo es posible entonces que las mismas personas tengan un comportamiento económico y un compromiso cívico tan disímil, si la distancia entre Miami y La Habana es de tan sólo 360 kilómetros? Algo así como la de Santiago a Linares.
Aún cuando asumamos -subjetivamente, por cierto- que en las Antillas podría ser difícil encontrar personas tan industriosas como los japoneses, la evidencia apunta a que el desastre de la economía cubana, y la disgregación societal, se explican en una economía centralizada, estatizada, e inmersa en una atmósfera -eso que los economistas llaman ecosistema- enemigo de la iniciativa privada.
La que fuera perla del Caribe se encuentra reducida literalmente a escombros. Es como si ahí hubiesen caído “Little boy” y “Fat man”, y no en Hiroshima y Nagasaki.
Lo impactante de todo esto es la frecuencia y el desparpajo con que los líderes cubanos -y los de otros experimentos similares- explican el asunto. Siempre son factores externos. Habría una fiera enemiga al acecho, presta a engullir su arcadia colectivista.
Esa responsabilidad externa tiene en el caso cubano una denominación muy clara, “bloqueo imperialista”. Se trata de un recurso retórico que ha formado parte del pathos de la revolución. Se trata, desde luego, de una gran curiosidad argumentativa.
Cualquier interesado en esta problemática comprende que la principal justificación histórica de la revolución tiene tres supuestos: un leitmotiv anti-estadounidense, el deseo de crear un ambiente externo alejado del capitalismo, and last but not least, el odio a los criterios del mercado. Su inspiración es obviamente aquel famoso apotegma de Marx, “a cada quien según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades” (Crítica al Programa de Gotha).
En tal sentido basta recordar, tanto los mesiánicos discursos de Fidel ante masas enardecidas durante los años 60 y 70, como el slogan revolucionario, “Cuba, territorio libre de América”. Si no fuera por el capitalismo, la arcadia leninista brillaría en el firmamento.
Tal retórica podría ser parafraseada, como escribía Kundera, con la idea que la isla estuvo secuestrada por el imperialismo hasta el advenimiento de la revolución. Un secuestro muy cómico, por cierto, especialmente cuando se escuchan los lamentos por no poseer dólares ni artículos de consumo de fabricación estadounidense debido a ese maldito “bloqueo”.
Se puede sostener que el pathos revolucionario es una incongruencia total. Y también una actitud demagógica. Es de Perogrullo entender que cada país comercia con quien desee y que a nadie se le puede obligar a comerciar con este o aquel. La demagogia es traccionada por un particular olvido. El embargo exceptúa equipos médicos, alimentos y varios otros rubros.
Pero aparte de esas dos consideraciones, el pathos reposa sobre un equívoco mayúsculo, toda vez que México, Canadá y España, (¿será éste también un país imperialista?) figuran desde hace años entre los principales socios económicos de La Habana. Los tres han ayudado al régimen con una generosidad algo desconocida.
México, por ejemplo, nunca rompió relaciones diplomáticas. Desde el Presidente Adolfo López Mateos en adelante, y sin pedir a cambio nada relevante. Objetivamente, el pujante México de los años 50 y 60 no necesitaba a Cuba para nada.
Por su lado, la España de Franco comerció intensamente con la isla, pese a que la intrahistoria de esa relación también se mantiene en un cuidadoso silencio. El generalísimo decía socarronamente que entre gallegos se entendían. Cuando murió, Fidel Castro hubo un muy discreto reconocimiento. Se declaró tres días de duelo nacional. Ese episodio es mantenido en reserva por el mundo castro-fílico.
Por otro lado, los números no mienten. En 2020, el país de dónde Cuba importó más alimentos fue Brasil, US$ 157 millones. Y el segundo fue EE.UU., con casi US$ 157 millones. De Francia (probablemente, otro país imperialista) importó US$ 64 millones. Y de Argentina US$ 22 millones.
Además, vale la pena recordar que con Obama proliferaron los vuelos, cruceros y una cierta liberalización para invertir. Se abrió la posibilidad de hacer envíos masivos de remesas familiares. Hace pocos días, una empresa del multifacético empresario cubano-estadounidense, Hugo Cancio, recibió una licencia para exportar a la isla camiones, buses, motos y equipos de construcción. Ergo, coyunturas propicias para dar señales y mejorar la atmósfera no han faltado.
¿Qué ha ocurrido entonces?. Para entender el desplome económico del régimen debe asumirse que en toda la trayectoria del “bloqueo” no se observan acontecimientos aleatorios. La aplicación del Decreto Presidencial del embargo, fue ordenada por Kennedy y obedeció a la nacionalización de bienes estadounidenses, especialmente refinerías petroleras. Además, se suele olvidar un asunto muy crucial. Luego, Clinton buscó generar un canal discreto (back channel) con La Habana para acercar posturas y encontrar fórmulas humanitarias en pos de una flexibilización.
Sin embargo, el esfuerzo se esfumó por dos asuntos bastante graves. El grupo cubano-estadounidense “Hermanos al Rescate” lanzó proclamas anti-castristas sobre La Habana usando avionetas. Raúl Castro se indignó y dos de estas aeronaves fueron derribadas por las fuerza aérea cubana. Corría febrero de 1996.
Ante tal deterioro del clima bilateral, Clinton se vio obligado a firmar la llamada Ley Helms Burton, elevando así el rango del embargo. De ser un asunto del Ejecutivo, se convirtió en uno de tipo legislativo, cuyo levantamiento ahora se ve prácticamente imposible. Cabe preguntarse si quien dio la orden de derribar las avionetas estaba o no en condiciones cognitivas para hacer estimaciones sobre el efecto que eso tendría sobre algo tan crucial.
Las fotos de La Habana de hoy, al lado de las ciudades japonesas bombardeadas en 1945, son demasiado fuertes. Pese a todo, hay espacio para una pizca de optimismo. El desafío de sacar los residuos radioactivos, tanto los ideológicos como los atómicos, es posible. El instrumento, sin embargo, cuesta ser digerido. Debe ser decididamente de naturaleza capitalista.
El autor es académico de la Universidad Central e investigador de la ANEPE.
- 28 de diciembre, 2009
- 5 de diciembre, 2024
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- 17 de octubre, 2018
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