Los feudos en la Argentina, impermeables al cambio de la historia
Todavía hay feudos en la Argentina. Extravagante, ¿verdad? Feudalismo, capitalismo, socialismo; de la oscuridad primitiva a la luz de la tierra prometida: esas eran las etapas del progreso, según la vulgata marxista aprendida en la juventud. Pero no; en sectores del interior argentino hay más feudalismo que nunca, impermeable al cambio de la historia, indiferente a la sucesión de las épocas, intolerante a la modificación de las mentalidades. ¿Qué son estos feudos? ¿Por qué resisten? ¿Cómo se pueden cambiar? Muchas preguntas, todas dignas de respuesta.
La primera es la más sencilla: ¿de qué se trata? ¿Es “feudo” la palabra correcta? Yo diría que sí; suena anacrónica, pero en el fondo es adecuada. El feudo es un territorio que pertenece a un rey o un señor, es su patrimonio con todo lo que contiene: hombres y cosas, casas y animales. Por eso se dice que el feudalismo es “patrimonialista”. Es así porque el rey gobierna en nombre de Dios, a quien pertenecen todos los seres y todos los bienes. En el feudo no hay propiedad privada distinta de la propiedad personal del soberano, no hay autoridad política distinta de la autoridad divina, no hay gobierno de la ley, sino ley del gobierno. El feudo suele ser una hacienda rural, pero puede adquirir vastas dimensiones, como, pongamos, Formosa o Santiago del Estero, o incluso como los imperios Romanov o Habsburgo.
Eso no es todo. Falta la parte más importante. El feudo es una comunidad cerrada, no una sociedad abierta. En el feudo no hay individuo, sino pueblo; no hay pluralidad, sino unanimidad; no hay dinamismo, sino estatismo. En español, la misma palabra sirve para definir tanto el lugar como a quienes lo habitan: “pueblo”. La lengua es cultura y la cultura importa; ¿acaso la herencia feudal dejó una huella profunda en el mundo hispánico?
Pero prosigamos: ¿cómo es este feudo? Sencillo: un rey, un pueblo, una fe. Un “colectivo armonioso” reunido bajo el príncipe y el pope, decía de la Rusia zarista la brillante pluma de Orlando Figes. Una comunidad donde en el nacimiento está todo el destino: a cada uno su papel, a cada uno su función, generación tras generación: “semper idem”, siempre igual, recitaba el escudo de un célebre cardenal.
El orden civil fundido con el religioso, los ciudadanos con los fieles, el Estado con la Iglesia: Dios, patria y pueblo.
Extremo oriente y extremo occidente de la civilización europea nacida sobre las ruinas del feudalismo, Rusia y la Argentina son gemelos diferentes. Frente al desafío de la sociedad abierta, los nacionalismos eslavo e hispano se aferran al pasado feudal idealizándolo, mitificándolo, buscando en él las raíces eternas del “ser nacional” y la “cultura popular”. Volvamos a Figes: para los populistas rusos, la comunidad feudal exuda superioridad moral, es inmune al egoísmo, “vive en armonía con el mundo”. ¡Cuántas Pachamama en el pasado europeo!
Son los mismos, idénticos mitos de los populismos latinoamericanos: había una vez un pueblo puro, la modernidad lo ha corrompido, que venga el redentor a redimirlo, a llevarlo, de nuevo, a la tierra prometida. Es un disco rayado, un refrain sordo a los hechos. La comunidad feudal gotea, en realidad, como cualquier otra comunidad, intrigas y venganzas, codicias y mezquindades; peor aún, dada su asfixia endogámica. ¡Cuántos populistas traumatizados al darse cuenta! ¡Cuántos nuevos populistas dispuestos a creérselo, a reinventar la rueda!
¿Qué tiene que ver esto con el feudalismo del interior argentino? Más de lo que se cree. De ahí la segunda pregunta: ¿por qué se resiste tanto? Porque, en primer lugar, este es el universo ideal del que beben los Insfrán, los Rodríguez Saá, los Kirchner; este es el orden social que nutre a las dinastías feudales que salpican su historia. El gobernador es rey y dios, padre y amo, árbitro y jugador. Su pueblo es “todo el pueblo”, las minorías son herejes condenados al ostracismo, excluidos del Estado y expulsados del mercado. Y una es la fe: donde la secularización es tabú, el peronismo sigue siendo lo que fue, un “catolicismo de sustitución”, lo llamaban en Guardia de Hierro.
Dudo de que haya discípulos de Platón entre ellos, aunque Menem se jactara de haber “leído” a Sócrates. Sin embargo, siguen con destreza la enseñanza de la República: si la historia es corrupción de la pureza original, el mejor orden es el que inhibe el cambio, el que frena la historia. Semper idem, otra vez. Eso es lo que pretenden el autoritarismo y el paternalismo, las riendas patrimonialistas y las redes clientelares, el culto a la autarquía y el abuso del empleo público: mantener en eterno el statu quo, reproducir el intercambio feudal de protección con sujeción, concesión con lealtad, dependencia con obediencia. Dificultar la evolución del pueblo en ciudadanos. Donde el ciudadano de la sociedad abierta evalúa y elige, el “pueblo uno” de la comunidad feudal plebiscita. Las ideas y los votos se cambian, ¡los reyes y la fe no! En el fondo, señaló una vez Tulio Halperin Donghi, esos caudillos ocupan en el orden republicano el papel que en el orden feudal pertenecía al rey, son la cabeza del organismo, soberanos y sacerdotes.
¿Qué hacer, entonces, es la tercera pregunta? Obvio: hay que desquiciar la caja, quitar los candados, abrir las ventanas, dejar que el aire circule. O sea: renovar las elites, impedir que el escaño se convierta en trono, que la cancha electoral se incline, que la puerta de la alternancia política se trabe. La Corte Suprema dio el buen ejemplo: se acabaron los “monarcas llamados gobernadores”, la Constitución habla claro. Pero no basta: habrá que fomentar la educación, la movilidad social y territorial, la competencia, la legalidad, la separación de poderes, la iniciativa privada, la meritocracia, el control del gasto público, la limitación del gasto político. Cuanto más se fragmente el feudo, más crecerá la autonomía individual, más rápido madurará la cultura ciudadana. ¡Vaya programa!
Fácil de decir, pero muy difícil de hacer. El “pensamiento nacional”, expresión fascista con la que el nacionalismo denomina sus ideas para negar derecho de ciudadanía a las ideas de los demás, celebra en la cultura feudal la identidad nacional y popular. En la sociedad abierta, apunta en cambio al caballo de Troya de la “colonización ideológica”. Como en la Rusia de Putin. Mientras sea así, mientras una parte del país considere “extranjera” la democracia y “nacional” el feudalismo, habrá una Argentina feudal.
El autor es ensayista y profesor de Historia de la Universidad de Bolonia.
- 28 de diciembre, 2009
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