Free is beautiful
El Centro Diego de Covarrubias, del que ya les he hablado en estos comentarios, presentó un nuevo libro el pasado mes de septiembre con este título, que traducido al español queda: Libre es bello. Y un subtítulo más provocativo: Por qué los católicos deberían ser liberales, que nos recuerda otras obras de cariz parecido de autores como Thomas E. Wood o Samuel Gregg (de los que también hemos escrito aquí). Su autor es Randy England, un abogado norteamericano; y ha sido traducido por Juan Francisco Otero, miembro del CDC.
En sus palabras de bienvenida, Vicente Boceta, Presidente del Centro, explicaba lo bien que “encaja” esta obra con los objetivos de ese pequeño Think Tank: rebatir una opinión muy extendida sobre la supuesta incompatibilidad entre el cristianismo y la economía de mercado. Al contrario, lo que persigue el CDC es demostrar la enorme cercanía que une estas dos realidades a lo largo de su historia; señalando que el aparente desencuentro se produce solo cuando la actividad económica y empresarial olvida los fundamentos morales que deberían informarla.
A continuación, Juan Francisco Otero describió el contenido del libro que se articula en dos partes: unos principios generales y una exposición temática. De la primera, destacaba algunos elementos del liberalismo en su relación con el pensamiento cristiano: como esa aparente cercanía con el utilitarismo (¿el fin justifica los medios?) que el autor desmonta citando a san Pablo (“¿O debemos hacer el mal para que resulte el bien, como algunos calumniadores nos hacen decir? ¡Estos sí merecen ser condenados! Romanos 3:8), añadiendo que no es liberal justificar que buenas intenciones produzcan actuaciones dañinas. El ejemplo del libro, aplicado a la población reclusa estadounidense, es sin embargo un poco confuso… Ya que en realidad lo que se critica es el utilitarismo del Estado como práctica no liberal. Así lo hacía notar en una pregunta final José Ramón Ferrandis, al que menciono aquí porque acaba de ser nombrado Director Ejecutivo del Centro Covarrubias.
Otros elementos, en relación al poder político, son la exigencia de poner límites al gobierno: algo en lo que liberalismo y cristianismo deberían estar de acuerdo (se cita para ello al cardenal Bellarmino: “depende del consentimiento del pueblo”. Frase que nos resulta muy cercana a los lectores de Francisco Suárez o Juan de Mariana). Junto al peligro estatista de la subsidiariedad: no se trata de avasallar al individuo con la excusa de la ayuda o la beneficencia. La defensa de la persona y de las sociedades intermedias, con una cita de Pío XI, creo que también es un principio compartido por ambas posturas.
En cuanto a los temas específicamente económicos, tenemos la más conocida discusión sobre los límites de la propiedad privada (liberal) frente a una concepción ética que defiende el bien común (cristianismo). No es fácil resolver aquí esa compleja distinción entre la obligación moral de compartir solidariamente un destino universal de las cosas creadas, y una más eficiente gestión de aquellos bienes realizada por la iniciativa individual; que requiere, por lo tanto, una distribución privada que el autor justifica citando a León XIII (Rerum Novarum), John Locke (Ensayo sobre el gobierno civil), Tomás de Aquino (Summa Theologica) o Pío X (Motu propio, 1903). Una completa exposición de este asunto la pueden encontrar en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, capítulo IV: “El destino universal de los bienes”. En ese mismo capítulo hay una interesante referencia a esa conocida “tragedia de los comunes” o un apartado sobre los precios y los salarios “justos”.
Siguiendo en este campo de la economía, ya en la segunda parte, encontramos unas referencias al tema de la regulación económica, donde se vuelve a hablar de los controles de precios y del “salario mínimo”, de las licencias profesionales (aquí Juan Francisco Otero las comparaba con el sistema de gremios medievales; recordando el actual debate sobre las compañías privadas de taxis), o de la leyes anti-especulación (Randy England opina que “parecen emerger de la envidia o del odio”).
Otro entorno, bien conocido por el autor debido a su experiencia profesional, es el campo del derecho penal: crimen, delitos, castigos, tribunales y -en general- la administración pública. Otero nos explicaba a este propósito la rompedora propuesta de Gustave Molinari (un pensador liberal de comienzos del siglo XX) que defendía la privatización de la seguridad nacional. Y en un sentido más cercano a nuestro debate cristianismo/liberalismo, destacaré una llamativa pregunta de Tomás de Aquino: “¿deben ser delito todos los vicios?”. La interpretación de England es que el dominico “nunca apoya y se opone firmemente a la criminalización de los vicios, más allá de los que dañen al prójimo”. Interesante reflexión, que ofrece un respeto a la libertad individual sin caer en un falso relativismo moral: no se defiende, por poner un ejemplo que sale en el libro, que el consumo de drogas sea una cosa buena; pero “es sencillo comprobar que los enormes perjuicios generados [por el narcotráfico] no vienen de su uso, sino de su prohibición”. Por otra parte, señalaba J.F. Otero, también conviene tener en cuenta que el Estado tiende a inmiscuirse en la definición de lo que sea bueno o malo, vicio o virtud… llegando a manipular nuestras conductas.
Termino con un capítulo del libro, que seguramente interese a los lectores de esta web: se trata de la correspondencia entre el economista libertario Murray Rothbard y el jesuita James Sadowsky en una disputa sobre el aborto. Aunque dicho de forma muy resumida, para England queda patente que en este caso la postura más liberal sería la que defiende el derecho a la vida del no nacido.
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