Reflexiones sobre las elecciones municipales en Chile
Todo pasa tan
rápido en Chile, que supongo que el tema de las elecciones municipales ya
pertenece a la prehistoria. Por lo tanto, seamos prehistóricos. Fue la primera
elección, según me han informado, en que hubo inscripción obligatoria,
automática, y votación libre.
El resultado
inmediato fue la cifra de abstención más alta de las últimas décadas. El
fenómeno ha provocado reacciones fuertes, críticas, de intensidad poco usual.
Por mi parte, no tengo las ideas tan claras. Habrá abstenciones para una
elección municipal, no bien explicada, anodina, y participación en una elección
parlamentaria y presidencial. Es decir, la gente se quedará en su casa cuando
sienta que el tema no la toca, que no le interesa, y saldrá a votar cuando sus
intereses personales estén comprometidos.
En principio,
como expresión de una conciencia y de una actitud ciudadana, no me parece tan
malo. Todo lo que sea libertad del voto, y de la acción cívica, me gusta. Y la
inscripción automática, que no sé cómo funciona en la práctica, elimina un
trámite, unas colas engorrosas. En un país que se ha transformado, no sé como,
en el país de los trámites, de los dedos colocados en máquinas que a menudo no
funcionan, que fueron mal fabricadas. Para todo necesitamos un papel y un
timbre. Todo es burocracia. Y no digamos en las embajadas. La mitad del trabajo
de las embajadas se traduce en conseguir que las embajadas puedan seguir
existiendo. De lo contrario, caen los úkases temibles de la administración: los
sumarios, las anotaciones, la suspensión de los cheques.
En mi opinión
personal y particular, aparte del tema de la participación ciudadana, las
municipales tuvieron un sentido de fondo, relacionado con la modernización del
país, con la eliminación de rémoras del pasado. No creo que sea un fenómeno
esencialmente ideológico. El país quería renovarse en algún sentido, y en algún
sentido lo hizo. La derecha, o la centroderecha, suele ser sectaria y obsesiva.
La izquierda también. Hay librerías que no colocan mis memorias en las vitrinas
"porque voté por Piñera". Sería bueno que estudien la historia de
José Stalin. Deberían entender que esa actitud es una forma de censura. Y que
no produce, a la larga, el mejor resultado positivo para las teorías de ellos.
Nada le hace mejor a un libro que los intentos de censura, como me consta por
experiencia.
La crítica del
estalinismo ha hecho camino en Chile, pero no ha llegado hasta la última etapa.
Nuestro Partido Comunista les manda condolencias a los tiranuelos dinásticos de
Corea del Norte. En las elecciones municipales la izquierda moderada tuvo
buenos resultados. Pero los resultados globales, estadísticos, fueron más bien
los mismos. La derecha, entretanto, no progresó y creo que no retrocedió en sus
porcentajes globales. Ahora bien, no había ningún motivo sólido, transmisible y
comunicable, para que progresara en el voto. La esencia de la jornada
consistió, pues, en que algunas figuras anacrónicas, identificadas con el
pasado, fueron barridas.
A mí me gustó
la reacción que tuvo Zalaquett, el alcalde de Santiago, como perdedor, y me
pareció lamentable la de Cristián Labbé. Labbé habló de una confrontación entre
los eficientes, los ordenados, correctos, del lado suyo, y las dueñas de casa.
¿Qué tendrá Labbé contra las dueñas de casa? Escucho arengas de esa especie
primaria, machista, anticuada, y me dispongo a votar por la facción simpática
de las dueñas de casa. No me cabe duda de que administrarán mejor que muchos
otros. Su tarea es administrativa por definición. Y ya me imagino a los de
Labbé mascullando que soy un comunista. Un gran intelectual francés, ya no recuerdo
si André Gide, decía que uno siempre es el comunista de alguien y el
reaccionario, el momio, de algún otro. Güelfo para los gibelinos, decía
Montaigne, y gibelino para los güelfos. Sospecho que muchos chilenos de ahora
no entenderán de qué estoy hablando.
Ahora me
preparo para viajar a Santiago, en un viaje largo, exhaustivo, y para
intervenir en la Feria del Libro. La Feria del Libro, que no es un lugar amable
para los escritores, me adelanta en una hora, a último minuto, el espacio
precario de mi intervención. Pues bien, soy uno de los fundadores de la Feria
del Libro de nuestra ciudad, que no sabe cuidar de nuestras tradiciones, que es
una feria de vendedores de pomadas.
En el Parque
Forestal, a fines de 1961, si no recuerdo mal, me invitó José Santos González a
participar en la mesa en que él, Manuel Rojas y otros vendían sus obras. Era un
contacto directo con el público y un llamado a la lectura. Don José Santos
vendió libros como rosquillas, Manuel Rojas también, el director de la revista
Babel, Espinosa, no lo hizo mal, y yo firmé más de doscientos ejemplares de
Gente de la ciudad, mi segundo libro de cuentos. Ahora tengo que llegar
corriendo, a una hora en que ni los perros salen a la calle, hablar a toda
carrera y tomar después mis cosas para irme.
Los
organizadores de hoy son personas delicadas, como ven ustedes, grandes héroes
de la literatura. ¿O de la antiliteratura? Tengo serias dificultades para
entender estas cosas. Tampoco tengo la menor intención de guardar silencio. Las
ferias literarias a la antigua usanza, con don José Santos en una mesa de palo,
con Pablo Neruda en la mesa de al lado, se acabaron, quizá para siempre. Y las
editoriales de la literatura también, por triste que sea decirlo.
El autor es analista de la agencia The Associated
Press.
- 23 de julio, 2015
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