La chispa que desató incendios
El Heraldo, Tegucigalpa
El alzamiento popular recién ocurrido en Túnez y que concluyó con la salida del poder -y su huida a Arabia Saudita- de Zine el-Abidine Ben Alí, quien a su vez había depuesto al padre de la independencia tunecina, Habib Bourguiba, en 1987, y regido de manera autocrática los destinos de su país hasta enero de este año, ha repercutido e inspirado a otras naciones árabes, donde también una combinación de males: corrupción oficial, impunidad, violación sistemática de los derechos humanos, incluyendo el rutinario uso de la tortura por parte de las fuerzas de seguridad, desempleo, pobreza, estancamiento económico, crecientes disparidades entre minorías acomodadas y mayorías paupérrimas, han finalmente estallado en protestas masivas que si bien varían en la radicalización de sus demandas, poseen como común denominador el implantamiento de la libertad y la democracia.
Están participando representantes de diversas clases sociales, dirigidos por juventudes menores de treinta años, sin que ningún partido político pueda reclamar el monopolio en el liderazgo, ya que son movimientos de masas despojados de consideraciones religiosas y pretensiones hegemónicas.
La reacción oficial, en Egipto, Yemen y Jordania se fundamenta en la represión, con saldo elevado de muertos y arrestados y, en el mejor de los casos, concesiones cosméticas que llegan demasiado tarde y que no abordan la raíz del descontento colectivo. El viejo orden autocrático y excluyente se tambalea y otro, aún inédito, está empezando a emerger.
Estados Unidos, que ha apoyado diplomática, económica y militarmente a estos regímenes autoritarios, por considerarlos estratégicos para sus políticas en la volátil región del Medio Oriente, está empezando a reconsiderar si debe seguir respaldando a regímenes que se tambalean y que incluso pueden estar a punto de colapsar, particularmente si los poderosos ejércitos de esas naciones concluyen que no pueden atacar a sus connacionales, so pena de perder prestigio y respeto entre sus compatriotas.
En Egipto, Hosni Mubarak lleva treinta años en el poder y ha declarado que se mantendrá en el hasta su muerte, corriendo el rumor que pretende heredarlo a su hijo. En Yemen, el presidente Ali Abdullah Saleh, quien cuenta con el pleno respaldo de Washington para combatir a los grupos armados simpatizantes de Al Qaeda, ha permanecido en el mando por treinta y dos años. En Siria, Hafez al-Assad gobernó hasta su fallecimiento, traspasando el poder a su hijo Bashar.
Argelia ha vivido una brutal guerra civil desde 1990, cuando las elecciones legislativas fueron ganadas por la oposición, el Frente Islámico de Salvación, lo que motivó al régimen a anularlas y reprimir a la oposición. Somalia se desangra en luchas fratricidas igual que Sudán, donde el norte musulmán se enfrenta al sur cristiano y animista, y todo indica que la única solución será la partición en dos repúblicas.
Líbano, tradicionalmente fragmentado por consideraciones religiosas y políticas, ha vivido periódicamente guerras intestinas, agravadas por los ataques israelitas, y ahora que Hezbollah, el grupo armado respaldado por Irán y Siria, ha colocado a uno de los suyos como nuevo primer ministro, no puede descartarse un nuevo ciclo de enfrentamientos entre cristianos contra musulmanes, y entre chiitas y sunitas, todos en disputa por el control del poder.
Tampoco la extensa familia real saudita las tiene todas consigo, ya que pese a haber invertido parte de las enormes ganancias petroleras en la modernización del reino, sus estilos de vida reminiscentes de "Las mil y una noches" ofenden el sentimiento piadoso de los gobernados. No debe olvidarse que buena parte de los combatientes que lucharon en Afganistán durante la guerra santa contra la ocupación soviética procedían de Arabia, ni tampoco que casi todos los integrantes del comando suicida que atacó Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 eran súbditos sauditas.
Los acontecimientos se están sucediendo de manera vertiginosa y no se puede aún predecir cuál será el resultado final de las luchas por desterrar el statu quo hoy en fase terminal. Lo que sí se puede afirmar es que se están viviendo días de sangre y dolor, que anuncian el nacimiento de un nuevo orden, con implicaciones no solo internas sino también externas que incidirán en las relaciones internacionales, en lo económico, político y diplomático.
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