Obama y la herencia militar
Uno de los principales desafíos del Presidente Barack Obama en materia de política internacional es de carácter interno: el control de las Fuerzas Armadas y la revisión del lugar del poder bélico en la política exterior de Estados Unidos.
Uno de los peores legados de la administración de George W. Bush ha sido el desequilibrio en la relación cívico-militar doméstica a favor de una creciente autonomía castrense, y el desbalance entre diplomacia y fuerza en el campo externo a favor del músculo militar. Distintos indicadores demuestran la magnitud de este desafío.
Mientras que a mediados de los ochenta el gasto militar de Estados Unidos no alcanzaba al 30% de los gastos militares mundiales, hoy es casi el 50%: el presupuesto de defensa de Washington equivale, en la actualidad, a la suma del resto de los 191 países miembros de Naciones Unidas.
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos se preparó para una eventual mayor confrontación con la Unión Soviética; con el gobierno de Bill Clinton se adiestró para dos potenciales grandes contingencias coetáneas, y bajo el mandato de Bush buscó disponerse para cuatro hipotéticos conflictos simultáneos. Hay aproximadamente 440.000 efectivos militares estadounidenses en el mundo -casi la mitad involucrados en situaciones de combate-.
De acuerdo a la Commission on Review of Overseas Military Facility Structure of the United States de 2005, Estados Unidos tiene 826 instalaciones militares en el mundo (15 grandes, 19 medias y 826 pequeñas); algo que ninguna gran potencia aspirante o conjunto de potencias tiene. A los cuatro comandos funcionales y cinco geográficos se agregó, en 2007, el US African Command, al tiempo que, en 2008, se reactivó, para el área de América latina, la IV Flota, desactivada en 1950. Además, según el trabajo reciente de Carl Conetta ( Forceful Engagement: The Role of Military Power in Global Policy ) las Fuerzas Armadas emprendieron más guerras e intervenciones militares directas después de 1990 que en el período 1975-89: nueve frente a seis.
El presupuesto de Defensa es 15 veces más grande que el destinado a los asuntos internacionales; el Pentágono dispone de 200 veces la cantidad de personal del Departamento de Estado, al tiempo que los militares supervisan ya el 22% (en 1998 era de 3.5%) de la asistencia externa dedicada a fondos para el desarrollo y disponen de 200 millones de dólares para financiar centros de investigación y think tanks que, en general, promueven sus perspectivas y posturas.
En lo que respecta a la región, la tentación de exagerar los peligros y elevar el perfil militar para su abordaje no se limita a ejemplos como Colombia y Haití, que han contado con un fuerte despliegue de las Fuerzas Armadas estadounidenses. En el último informe del US Joint Forces Command ( Joint Operating Environment: Challenges and Implications for the Future Joint Force ), de noviembre de 2008, sobre los retos y las amenazas que enfrentará en el futuro Estados Unidos se subraya el caso de México. Así, se describe un país en vías de un eventual colapso (al igual que Pakistán) y, por ello, un "México inestable puede representar un problema de seguridad nacional de enormes proporciones para Estados Unidos". En ese sentido, el Plan Mérida para México -émulo del Plan Colombia para el país andino- es la corroboración de que se profundizará la fallida "guerra contra las drogas" en la frontera estadounidense.
La militarización externa de la política internacional estadounidense ha sido ascendente en los últimos años. Ese impulso, cada vez más excesivo, quizás explique el hecho de que en un reciente estudio de noviembre de 2008 ( Known Unknowns: Unconventional Strategic Schocks in Defense Strategy Development ) del Instituto de Estudios Estratégicos del US Army War College, el teniente coronel retirado Nathan Frier, haya propuesto la participación directa de los militares en cuestiones de seguridad interna. Planteó una reorientación "in extremis para defender el orden doméstico básico": ello podría ocurrir en el evento de un colapso económico, de una grave emergencia sanitaria, de una catástrofe natural, de una amenaza interna violenta o de una resistencia civil con propósitos determinados.
En ese contexto es que deben ser evaluados los primeros gestos de Obama en este frente. En su discurso inaugural, su mensaje fue mesurado. Afirmó -como lo hacen los sectores más duros- que la "Nación está en guerra", en tal situación el instrumento militar es esencial. Sin embargo, también subrayó que "nuestro poder es mayor cuanto más prudente es" y que "nuestra seguridad emana de lo justo de nuestra causa, de la fuerza de nuestro ejemplo y de las cualidades de la humildad y la moderación". Prometió asimismo una participación activa de Estados Unidos en "una nueva era de paz"; lo cual exige más diálogo, consulta, negociación y diplomacia.
Sin embargo, en el ámbito burocrático, Obama confirmó al frente del Departamento de Defensa a Robert Gates, quien fue el segundo y último secretario de Defensa de Bush y designó a William Lynn como subsecretario. Lynn es un conocido lobista de la firma Raytheon, una de las cinco empresas de defensa más grandes de Estados Unidos y envuelta en casos de corrupción -uno de ellos, vinculado a un contrato de más de 1000 millones de dólares en Brasil y relacionado al sistema de vigilancia del Amazonas-. Asimismo, según informes de prensa, la nueva administración demócrata no parece interesada en modificar sustancialmente el presupuesto de Defensa para 2010, continuando con los altos niveles de gasto del predecesor gobierno republicano.
Por otro lado, en las medidas específicas, el nuevo presidente avaló la continuidad de ataques en Paquistán: en el primer ataque autorizado después de su posesión del cargo, un avión teledirigido, operado por la CIA, lanzó dos misiles, produciendo la muerte de 15 personas. Islamabad le solicitó a Washington que frene ese tipo de ataques; habrá que ver cómo evoluciona la política estadounidense en Asia Central en general, y hacia Pakistán en particular.
La envergadura de los retos que enfrenta Obama es enorme. Si desea forjar una nueva gran estrategia para su país deberá abandonar las premisas desmedidas y agresivas de la estrategia de primacía. Si procura recuperar la credibilidad y reputación en política exterior deberá reequilibrar el balance entre diplomacia y fuerza a favor del Departamento de Estado y del manejo político de los asuntos más espinosos. Si busca regenerar una coalición sociopolítica interna más progresista deberá recuperar el control civil sobre el estamento militar y sus sectores de apoyo, que tienen fuertes intereses creados en la persistencia de un clima de "guerra perpetua" afuera y mayor poder adentro.
Si aspira a gestar un ordenamiento internacional más pacífico y plural deberá recalibrar significativamente el lugar de los asuntos de Defensa en la política global de Washington. En todo caso, el lenguaje de su elección -reforzado ya en funciones- está dirigido a fortalecer las bases de la democracia en Estados Unidos y los pilares de la paz en el mundo. Su mensaje es antagónico con la disolución del Estado de Derecho y la exaltación de la tentación imperial promovidos por el gobierno que acaba de culminar.
El autor es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de San Andrés.
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