Recuerde, Europa
Por César González Muñoz
Portafolio
Hay 80 millones de pobres en el territorio de la Unión Europea. De ellos, unos 20 millones son niños. Estas cifras no incluyen los solicitantes de asilo ni los inmigrantes sin papeles. La mayoría de los europeos pobres vive en las naciones ‘marginales’ de la Unión.
El promedio de la población pobre en Europa es el 15 por ciento del total de sus habitantes. En España, este porcentaje es el 20 por ciento. Solo Grecia y Portugal registran número más altos.
Son cifras sorprendentes y paradójicas. Pero es necesario tener cuidado. La medición de la pobreza en Europa es bien diferente a la que se usa en los países pobres. El consenso en la Unión Europea es que un individuo es pobre cuando recibe menos del 50 por ciento del promedio de ingreso personal disponible en el territorio considerado. Así, las estadísticas de pobreza en Europa tienen que ver más bien con la distribución del ingreso, con la ‘pobreza relativa’, que con la posición absoluta de insuficiencia de ingresos. Con los números que maneja la burocracia de la Unión, todo lo que sé es que en España, Grecia y Portugal, más del 20 por ciento de la gente recibe menos de la mitad del ingreso promedio, y que 80 millones de personas sufren allí de ‘pobreza relativa’.
En todo caso, hay grandes comunidades en situación de dureza y de privación en Europa. Si a ellas les sumamos los inmigrantes ilegales, el cuadro es color hormiga. Así y todo, la vida es más llevadera en la vieja Europa que en el mundo pobre.
Ni los problemas de desigualdad, de pobreza relativa y absoluta, ni las tremendas cargas fiscales en algunos países por cuenta de la seguridad social, ni el impacto del ciclo económico y la amenaza del desempleo, ni los conflictos culturales y el natural miedo al otro, alcanzan para justificar en el terreno moral la xenofobia de las élites europeas, que hoy son mayoría en la eurocámara y los órganos ejecutivos de la Unión. Esta xenofobia desciende bastante en la escala social: muchas comunidades de trabajadores están afectadas por la violencia racial y por el rechazo a los sin papeles.
Es difícil pensar en una Europa capaz de liderar la búsqueda de los caminos correctos hacia el futuro global, si uno de los signos de su unión es el de levantar barreras tan odiosas como la ‘Directiva del Retorno’ aprobada en junio por el Parlamento Europeo, para ser puesta en marcha en el 2010. Hoy, el continente está menos dividido que nunca y, a trancas y a mochas, sigue siendo el paradigma de la integración. Pero su actitud frente a los inmigrantes lo reduce, le quita valor moral, desconoce e irrespeta su propia historia.
Winston Churchill escribió en 1945, después de su derrota electoral al fin de la Segunda Guerra Mundial: “¿Qué es Europa? Una montaña de basura, una morgue, un vivero de pestilencia y odio”. Sesenta y tres años después, Europa es un lugar próspero al que hasta los ibéricos, empujados por la moral de la sociedad del consumo, quieren echarle cerrojo por miedo y por ignorancia.
En el siglo XIX los europeos buscaron, por millones y millones, mejores Lares, incluyendo varios países de América Latina. Las guerras del XX, lo devastaron y expulsaron mucha gente hacia otras regiones. En la inmediata segunda post-guerra, muchísimos europeos fueron llevados por oleadas de un sitio al otro del continente como refugiados, como deportados, como fugitivos de regímenes genocidas. Deben recordar.
En medio de su relativa abundancia material, Europa debe recordar su historia. Y ello no puede ser solo poniendo flores frescas en los monumentos a los héroes y a los soldados caídos.
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