Israel, judío entre las naciones
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Aunque no es una definición original, se la debería tener en cuenta. Israel ahora condensa el milenario odio hacia los judíos y es tratado con el mismo consciente o inconsciente prejuicio. Siempre es el culpable. Haga lo que haga, siempre está mal, excepto cuando contribuye a su autodestrucción. Se desconocen sus virtudes, se exageran sus defectos.
El odio a los judíos empezó hace más de 2000 años, antes aún de Cristo. Prevalecen las teorías que lo atribuyen a la tenacidad con la que se aferraban a un Dios único y abstracto que, además, era ético. Gracias a Pablo, el apóstol de los gentiles, se expandió con fuerza el cristianismo que, durante sus primeros veinte años, no se alejaba de las sinagogas. Siglos más adelante, por la excepcional inspiración de Mahoma -articulada a los textos del viejo Israel-, nació el islam. Pero ambos descendientes tendieron al parricidio.
Para los cristianos, la llegada de Jesús significaba el fin de la función «placentaria» de Israel: después de Cristo su supervivencia era vista como impugnadora, anormal. Para los musulmanes, al no aceptar los judíos a Mahoma como el último de los profetas, revelaban haber modificado sus propios textos, donde habría sido anunciado; una redonda e imperdonable perversidad.
No obstante, tanto unos como otros fueron ambivalentes. Para los cristianos, Dios no quiere la desaparición de los judíos, porque terminarán convirtiéndose a la nueva religión y serán la corona del plan celestial. Para los musulmanes son el Pueblo del Libro, junto con los cristianos, y merecen un status superior al de los politeístas. Por eso en ambas jurisdicciones hubo períodos de fértil convivencia y períodos de sanguinaria persecución.
Los judíos conforman la comunidad humana que ha padecido el maltrato más obstinado de la historia. Fueron convertidos en el chivo expiatorio de todos los males, por absurdas que fueran las acusaciones. Por ejemplo, durante la «peste negra» que asoló Europa, se les atribuyó haber envenenado los pozos de agua y las turbas se dedicaron a incrementar el número de muertos judíos. Tuvo que intervenir el Papa para frenar tamaña locura. Siglos antes se había inventado el baldón del «crimen ritual»: los judíos extraían la sangre de niños cristianos para amasar el pan de su Pascua (¡!).
Este vampirismo (no olvidar el ejemplo de Shylock; y que hasta el Concilio Vaticano II los judíos eran «deicidas», peor imposible), permaneció ajeno a la tradición musulmana. Ahora el mundo musulmán ha sido colonizado por la vasta producción antisemita occidental, incluido el «crimen ritual» que genera terror.
En Egipto, país que ha firmado la paz con Israel y debería contribuir a desalentar el odio, tuvo gran éxito una serie de TV donde se mostraba cómo los judíos degüellan niños árabes sobre una palangana para llenarla con su sangre y luego amasar el pan de la Pascua. No hubo condena de ningún organismo internacional a tamaña usina de odio. La dolida queja de Israel fue contestada con esta frase: «En Egipto hay libertad de expresión».
Predicadores, políticos e intelectuales tienden ahora, como en la década de 1930, a incentivar el antisemitismo «demostrando» que el sufrimiento de los judíos, en vez de provocarnos solidaridad, debería hacernos comprender su maldad incurable. Son auténticos verdugos, criminales. Ya no queda bien calificarlos de «raza inferior», por supuesto. Los racistas son ahora los judíos. Racistas, nazis, asesinos de niños, lo peor. En la Carta del Hamás, por ejemplo, se los identifica según el libelo fraguado por la policía zarista en Los protocolos de los sabios de Sión : provocaron todos los males del mundo para dominarlo, incluida la Revolución Francesa, la Primera y Segunda Guerraa Mundial, la Revolución Rusa y otras calamidades por el estilo.
Recordemos que las grandes matanzas comenzaron por una intensa descalificación. Luego resulta fácil avanzar. El Holocausto no hubiera sido posible sin las centurias previas, donde el judío era asociado con ratas y cucarachas. Las «leyes raciales» que lanzó Hitler durante años deshumanizaron a los judíos hasta que en muchas partes del mundo se considerara su eliminación como un acto de higiene.
El Estado de Israel es descalificado de la misma forma. Se lo acusa con una tirria que no se aplica a otras naciones. En especial sobresale la izquierda fascista, que ha traicionado sus ideales de origen y ahora se asocia con dictaduras y teocracias. Si Irán, junto con las organizaciones terroristas que apoya, lograse su objetivo de borrar a Israel del mapa, no se derramarán muchas lágrimas, porque el mundo se está convenciendo de su malignidad innata. Terminado el Holocausto, tampoco se derramaron demasiadas lágrimas: los puertos del mundo se cerraron para los supervivientes, incluso los de América latina y los Estados Unidos. Un año después de terminada la guerra hubo otro progrom en Polonia.
El Estado de Israel no fue un regalo por causa del Holocausto, sino que consiguió su independencia luchando contra la más poderosa potencia colonial de entonces, que era Gran Bretaña. Los foros internacionales sólo le fueron favorables en noviembre de 1947, cuando las Naciones Unidas votaron por más de dos tercios la partición de Palestina en un Estado árabe y otro judío. Al Estado judío no se le otorgaba casi ningún sitio bíblico de significación, ni siquiera Jerusalén, cuya mayoría de habitantes era judía. Para «compensar», le adjudicaron el vasto desierto del Neguev. Los judíos aceptaron felices. Los estados árabes, en cambio, juraron violar esa resolución y arrojarlos al mar. Ni mencionaron independizar un Estado palestino. Tampoco lo crearon durante los 19 años en que ocuparon la Franja de Gaza y toda Cisjordania.
En 1967, Egipto bloqueó el Canal de Suez para el comercio con Israel y le cerró su salida por el golfo de Akaba. Manifestó que anhelaba borrarlo del mapa (como ahora Irán) y exigió el retiro del colchón de la ONU para terminar con la «entidad sionista». ¿Qué hicieron las Naciones Unidas? Retiraron el colchón, por supuesto, y dieron luz verde al exterminio. Pero el resultado no fue el que se esperaba.
Terminada la Guerra de los Seis Días, Israel ofreció la paz a cambio de la devolución de territorios conquistados. La Liga Arabe se reunió entonces en Khartun y emitió los famosos «Tres No»: no negociar con Israel, no reconocer a Israel, no firmar la paz con Israel. ¿Hubo una indignada reacción a semejante hostilidad? Ninguna.
Sólo después de la Guerra de Iom Kipur el presidente Anwar El Sadat entendió que era imposible destruirlo y manifestó su propósito de acabar con la guerra. Entonces, el más duro de los israelíes, que era Menajem Beguin, le devolvió hasta el último grano de arena del Sinaí, territorio tres veces más extenso que todo Israel. No sólo eso: le entregó pozos de petróleo, aeropuertos, carreteras y hasta los centros turísticos más sofisticados que ahora posee Egipto, construidos por el mismo Israel. Como añadido, evacuó la ciudad de Yamit, al sudoeste de Gaza que, de haber existido aún, hubiese dificultado el contrabando de millares de misiles en los que gastaron ríos de dinero los actuales señores de esa Franja.
Después de ceder el Sinaí, Israel siguió siendo acusado de «expansionista». Es el judío, el maligno. Tampoco ayudó a la paz que evacuase por completo la Franja de Gaza sin pedir nada a cambio. Y la esperanza de que cesara el lanzamiento de misiles contra las poblaciones del sur. La Franja se convirtió en un territorio Judenrein. ¿Qué hicieron los líderes de Hamás con las 20 colonias paradisíacas que les dejaban los pioneros israelíes, llenas de flores, árboles, invernaderos, centros sanitarios, granjas, escuelas y hasta fábricas? ¡Las destruyeron, quemaron y convirtieron en escombros! ¿Fue condenada esa depredación irracional? No.
¿Se mencionan otros responsables, además de Israel, por los sufrimientos del pueblo palestino? El ejército jordano asesinó millares en el Septiembre Negro de 1971. Siria mató más palestinos que Israel, según dijo el mismo Yasser Arafat. Hamás ejecutó 370 palestinos cuando se adueñó de la Franja de Gaza y luego impidió la peregrinación a La Meca de los musulmanes que no respondían a sus mandatos.
Cierro con pena. Los terroristas están ganando la campaña que enciende el odio en vez de conducir a la moderación, el diálogo y la paz. Para ellos es mejor que muera un palestino a que muera un israelí, por eso los usan de escudos humanos. Cuando muere un israelí la prensa calla. Cuando muere un palestino brota lava ardiente. Mientras más palestinos sufran y mueran, más grande será la lástima. Pero esa lástima no aporta paz ni progreso.
Israel, judío entre las naciones, imperfecto como toda construcción humana, deberá seguir tolerando la doble vara con que se miden sus acciones. Es ineluctable. Pese a ello, sólo le queda reforzar lo que fortifica una buena relación con los sectores pacifistas y racionales del mundo árabe. Ya ha realizado mucho y bueno en varios campos, aunque de eso no se habla. Tiene que hacer más. Allí reside su condena o su gloria.
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