Capitalismo, trabajo y riqueza: verdades incómodas
El Capitalismo representó un salto de productividad inédito con respecto a los modos de producción anteriores, a saber: Esclavismo y Feudalismo. Ya desde el siglo XII, con el ascenso de las ciudades (burgos) con respecto al feudo, se comienza a vislumbrar el retorno del comercio, sustituyendo la lógica autárquica de “economía natural” del feudo. Pero no es esta su mayor innovación. En la antigüedad, el comercio había mostrado su capacidad de generar riqueza, al ser el vehículo de expansión de la división social del trabajo: cada cual se especializa en lo que sabe hacer mejor (para beneficio de todos, en última instancia) si sabe que va a poder obtener a cambio aquello que necesita y en lo cual no está especializado. Esa garantía la ofrece el comercio.
El Capitalismo fue más allá. A la libre circulación de mercancías sumó, por primera vez, la libre circulación de mano de obra. Es este su mayor aporte. El hombre, que ya no esclavo, como en la antigüedad, ni siervo de la gleba, como en el medioevo, puede libremente elegir a quién ofrecer su fuerza de trabajo, siguiendo las mismas reglas de oferta y demanda que cualquier mercancía. Donde antes decidían unos pocos esclavistas o señores feudales, ahora entran a jugar millones de decisores en interacciones libres.
Las repúblicas italianas son un claro ejemplo del potencial liberado por aquel Capitalismo temprano. Venecia, la “Serenísima República de San Marcos”, rivalizó nada más y nada menos que con el Imperio Otomano, la superpotencia de la época, por el control del Mediterráneo. Eso solo era posible con un diferencial muy grande de productividad.
A fines del siglo XVIII y principios del XIX a esta sociedad (Europa Occidental) ya organizada de una manera cada vez más eficientemente (menos feudal y más capitalista) le llega la Revolución Industrial, que permitió que también otro pequeño país (Inglaterra) terminara dominando el mundo durante más de un siglo, justamente gracias a su tremendo salto en productividad que lo puso muy por delante (y eventualmente al resto de Europa con ella) del resto del mundo.
La libertad del individuo es pues, inherente al Capitalismo. Para funcionar, el hecho de que el hombre es sujeto (que ya no objeto o “menor de edad”) es imprescindible. No hay, en este Modo de Producción, un esclavista que pueda comprar y vender al hombre, torturarlo o matarlo, tampoco un señor feudal de “horca y cuchillo” a quien se le deba vasallaje, pero tampoco hay “relación de dependencia”, tampoco el individuo (trabajador) es más responsabilidad de quien lo emplea. No debe vestirlo, calzarlo, cuidarlo o protegerlo. Es el fin de la “minoría de edad”. La relación se reduce a una transacción, a la compraventa de una mercancía: la fuerza de trabajo. La libertad va en los dos sentidos: es la responsabilidad individual, es el desierto, es la adultez.
En resumen, fueron la liberalización del comercio y sobre todo, del mercado laboral, las que cimentaron la explosiva riqueza de la que ha gozado la humanidad desde el siglo XIX hasta la fecha.
La caricatura del Capitalismo
Todo cambio trascendental genera convulsión, la Revolución Industrial, a fines del siglo XVIII y principios del XIX hizo que cientos de miles de personas salieran de los campos buscando trabajo en las industrias, como forma de mejorar su paupérrima situación. Esto generó una oferta de mano de obra que superaba con creces la demanda, provocando un estancamiento de los salarios (precio de la mano de obra), que no crecían, a pesar de que la productividad era cada vez mayor. A este periodo, que duró hasta entrada la segunda mitad del siglo XIX, se le denomina comúnmente como la “Pausa de Engels”. En esta etapa, de la mano de las ideas de Marx y otros contemporáneos, se creó la caricatura del empleador (“capitalista”, “burgués”) explotador y el empleado (“proletario”) explotado. Nótese que cuando se habla de unos y otros, son estas representaciones industriales las que aparecen en nuestra mente: el trabajador raquítico lleno de hollín y el burgués de traje, sombrero de copa y monóculo. No importa que la organización actual de la economía sea totalmente diferente a la de aquellos tiempos, que el crecimiento económico haya permitido el aumento sostenido de la calidad de vida y de la oferta de empleo, que la mayoría de los empleadores sean ahora dueños de PYMES con unos pocos empleados (que algunas veces ganan más que el propio dueño), que sean escasos esos “grandes empresarios” y que nada tengan que ver con los “industriales” del siglo XIX, el estereotipo subsiste. El problema de esta disociación es que termina validando discursos, comportamientos y eventualmente normas, para una realidad que no existe.
Desmitificando las relaciones laborales
Un empleador no es más que un comprador de una mercancía. Como cualquiera, trata de conseguir la mejor calidad al menor precio. No hay nada inmoral en ello. Es lo mismo que hacemos todos en nuestras decisiones diarias. Cuando elegimos, compramos, lo mejor al menor precio, estamos “votando” por la eficiencia, estamos mandando el mensaje a todo el sistema, de que sea más eficiente (menor costo posible). Nadie se siente “inmoral” por comprar el mejor tomate el menor precio disponible, aunque detrás de esa acción haya despidos o menores sueldos. Es esa eficiencia en millones de decisiones la que permite una mejor asignación de recursos y a fin de cuentas, la prosperidad de la que gozamos.
Lo lindo del libre mercado (Capitalismo) es que si un trabajador no logra lo que quiere de un empleador, se puede ir a buscar otro. Lo mismo un empleador con respecto a su empleado. Si lo que pide el empleado está fuera de mercado, entonces no conseguirá nadie que se lo pague y deberá bajar sus expectativas. ¿Cuántas veces escuchamos la expresión: “mi trabajo vale más”? El valor/precio no es “auto percibido”, necesita ser validado por un comprador. Si vale más, es porque alguien está dispuesto a pagarlo. Si nadie está dispuesto a pagarlo, entonces no vale más.
Si lo que ofrece el empleador no atrae a ningún empleado, entonces deberá aumentar el salario ofrecido. Esto lo vemos a diario. Si el empleador no es rentable con el costo de mercado de la mano de obra, no le quedará otra que cerrar: “destrucción creativa”, diría Schumpeter.
El trabajo es una mercancía y se comporta como tal, su precio real está dado por el punto de equilibro entre la oferta y la demanda. Un sindicato, o un empleador monopólico, o un gremio de empleadores que se coordinen para imponer condiciones, o un Estado que hace lo mismo (para un lado o para el otro), simplemente interfiere en el precio real (óptimo) del trabajo, generando acuerdos subóptimos que terminan impactando inevitablemente la oferta o la demanda, es decir: destruyendo empleo o evitando que se cree.
El mercado laboral uruguayo ¿Capitalista?
En el caso uruguayo, el marco normativo laboral precondiciona fuertemente la relación entre empleado y empleador, dejando pocos grados a la libertad, y por tanto, productividad capitalista.
Uruguay es 138 de 141 en prácticas de contratación y despido, 138 de 141 en relaciones de cooperación entre empleado y empleador, 141 de 141 en flexibilidad para fijar sueldos, 121 en 141 en relación entre pago y productividad, según el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial, en su edición 2019.
La lógica de relación de “dependencia” establece una suerte de “paternidad” del empleador sobre el empleado. El propio término “dependencia” ya es de por sí anticapitalista, negando el supuesto de libertad e igualdad de las partes.
Son tantas las garantías que se pretenden dar, que terminan “intoxicando” la relación, y convirtiendo a un empleado en una “contingencia” (riesgo) en lugar de un colaborador y por tanto desalentando la generación de empleo. No es casual que el Uruguay padezca un alto desempleo crónico, que, aún disimulado con empleo público, ronda el 10% de la población económicamente activa, muy lejos del 3% que se considera como “pleno empleo”.
Son tres los principales problemas que limitan el funcionamiento del mercado laboral uruguayo:
- La falta libertad de negociación: Las necesidades de cada empleado y empleador son sumamente diversas. Los acuerdos que podrían darse entre las partes, ajustándose a lo mejor para ambos (tal como sucede en cualquier transacción no laboral) se ven limitados, primero por las restricciones concretas que el marco legal establece y en segundo lugar, por la negociación colectiva forzosa, que hace que Sindicatos y Cámaras empresariales terminen dictando términos de relacionamiento para ramas completas, homogeneizando soluciones para una gran diversidad de situaciones.
- La distorsión del sistema de precios: los empleados en Uruguay “cuestan mucho y cobran poco”. Generalmente el empleador paga más del doble de lo que efectivamente recibe el empleado. Aportes personales a la seguridad social, FONASA, IRPF, fondo de reconversión laboral, aportes patronales, seguro de accidentes laborales (BSE) prácticamente igualan el sueldo líquido del trabajador. A ello hay que sumar cuota parte de aguinaldo, licencia y salario vacacional, que el trabajador muchas veces no percibe como parte de su sueldo. Finalmente hay que agregar una contingencia: la indemnización por despido que se genera con cada año de antigüedad de la relación laboral y que el empleado percibe como un derecho generado, de forma tal que cuando quiere abandonar un empleo muchas veces busca la forma de ser despedido.
Esta brecha entre lo que se paga (y se está dispuesto a pagar) y lo que efectivamente recibe el trabajador, genera una profunda distorsión en el mercado laboral, tanto oferente (empleado) como comprador (empleador) están insatisfechos, el primero porque “cobra poco”, el segundo porque “paga mucho”. En el medio, el gran socio “ausente”, el gran distorsionador: el Estado. - El desincentivo al cambio: El mercado laboral uruguayo tiende a la baja movilidad y por tanto, es ineficiente en la asignación de sus recursos humanos. La indemnización por despido obligatoria hace que muchas veces los empleadores no despidan a empleados de menor desempeño, al no poder asumir el costo de la desvinculación. Esto impide que el puesto sea ocupado por empleados de mejor rendimiento o que la empresa pueda adaptarse a alguna circunstancia compleja. La falta de dinamismo económico y por tanto de oferta laboral, la “inamovilidad” (entre otros privilegios) del empleado público, las barreras de entrada y salida, creadas por corporaciones (sindicatos, colegios) en algunos sectores, son solo algunos de los factores que impiden la libre asignación del más importante de los factores productivos: el hombre.
De esta forma, eliminar la obligatoriedad de la indemnización por despido, eliminar el rol de las empresas como agentes de retención, establecer que los acuerdos entre partes sean ley (salvo que afecten a terceras partes) con preeminencia sobre negociaciones colectivas, son algunas de las medidas que podrían llevar el mercado laboral uruguayo a un mejor funcionamiento, por tanto, una mejor asignación de los recursos humanos, ergo productividad, ergo riqueza.
Las sociedades que han entendido esto y asumen la lógica capitalista (de la libre asignación de recursos), disfrutan de los mayores estándares de crecimiento y calidad de vida, tasas de desempleo inferiores al 3% (pleno empleo) y reducción masiva de la pobreza.
El problema más grande de la humanidad con el Capitalismo, parafraseando a Antonio Escohotado, es justamente su vértigo, su desapego por lo estable y el abrazo del cambio. Lo que no funciona desaparece, porque si se le preserva es siempre a costa de que otras cosas mejores vengan. Ese “descampado”, esa exposición, ese “hacerse cargo”, espanta multitudes. Por esta razón, abundan los movimientos anticapitalistas, que lejos de revolucionarios, son retrógrados y nostálgicos de la “estabilidad” feudal.
Probablemente sea esta, la de las relaciones laborales, la reforma más dura que tenga que enfrentar el Uruguay, pues lidiará con un siglo de tabúes y demagogos abundantes para sacar provecho de estos. En cualquier caso, el precio de mantener rezagos productivos pre capitalistas es demasiado alto y (más allá de los discursos de buenas intenciones) lo pagan, con pobreza, cientos de miles de uruguayos cada día.
- 7 de noviembre, 2024
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