Profecía de Huntington, decepción de progres
La profecía de Huntington tiene su antecedente en un artículo de 1990, Las raíces de la furia musulmana, de Bernard Lewis. Por aquel entonces, sin embargo, el éxito de Fukuyama, cuya intuición de 1989 se convertiría en libro en 1992, lo eclipsaba casi todo. Su afirmación del final de la historia como fin de la evolución ideológica de la humanidad y la consiguiente universalización de la democracia liberal era lo que se llevaba.
Enterrada la ideología, Samuel Huntington le encontraba sustitución. Publicaba en 1993 en Foreign Affairs su ensayo ¿El choque de las civilizaciones? que aparecería como libro sin la fórmula interrogativa en 1996. El resto de la historia es vagamente conocido. Numerosas críticas por su exceso de consideración de antiguallas tales como la religión, la cultura y la historia; por su falta de atención a las “sinergias” de la globalización económica, por su escaso rigor a la hora de evaluar las estadísticas y modelos numéricos que abonaban la tesis de la unidad del mundo en su diversidad, etc., hasta que 19 musulmanes fanáticos se estrellaron al mando de dos aviones comerciales en las Torres Gemelas de Nueva York.
¿Se había acabado la historia como decía Fukuyama? ¿Las fuerzas materiales movían el mundo hacia el progreso sobre los escombros de las ideológicas y espirituales? ¿O había que hacer caso a esas dos reliquias universitarias de Lewis y Huntington, empeñados en no escatimar el pensamiento para abordar los problemas políticos?
Lewis sostenía que el resentimiento musulmán contra Occidente sería difícilmente aplacado. Las humillaciones políticas y las derrotas militares que limitaron la expansión del Islam en los últimos tres siglos eran algunas de las explicaciones de un retorno a los orígenes. Resurgía la distinción entre una civilización, el Islam, y las demás. O, en otros términos: entre la Casa del Islam y la Casa de los Descreídos o la Casa de la Guerra.
La actitud crítica a Occidente escondía la fascinación o seducción – imagen preferida de Satán entre los mahometanos – que suscitaba. Esta era la alternativa a las vías de la religión en su sentido más puro, o en la interpretación que de esta daban los grupos dominantes.
Lewis introduce entonces el choque de las civilizaciones, identificado aquí con el Islam, porque este nunca estuvo preparado ni en la teoría ni en la práctica para proporcionar plena igualdad a aquellos que tenían otras creencias y practicaban otras formas de culto.
Si la primera reacción del mundo musulmán al dominio occidental estuvo en la emulación, la segunda estaba basada en el rencor. Las dificultades para implantar medidas de reforma en una cultura ajena habían desembocado en un sentimiento de rechazo a las innovaciones paganas y un retorno al Camino Verdadero que Dios había prescrito para su pueblo.
Lewis concluye:
Esto es nada menos que un choque de civilizaciones: la quizá irracional pero seguramente histórica reacción de un antiguo rival contra la herencia judeo-cristiana, su presente secular, y la expansión mundial de ambos.
Inspirándose en ello, Huntington bebió en las fuentes de la tradición anglosajona hasta encontrar en el famoso libro de Arnold Toynbee, A study of History, un fundamento más general para sus especulaciones. Las ideologías podían haber encontrado sus límites al caer el Muro de Berlín, pero las civilizaciones no habían sido derogadas ni por la incipiente globalización económica, ni por la superficial adopción de mecanismos más o menos democráticos o liberales en el gobierno de las naciones.
El siguiente modelo de conflicto, por tanto, yacía en circunstancias tan ajenas al materialismo como la conjunción de la historia, la religión, las costumbres o la cultura. Ajenas sobre todo a las que el hombre de Davos, el que pontifica con esquemas prefabricados urbi et orbi dando soluciones válidas para Qatar, la India o Bielorusia, pretendía como resultado natural al mundo de los 90.
Es mi hipótesis que la fuente fundamental de conflicto en este nuevo mundo no será primariamente ideológica, ni primariamente económica. Las grandes divisiones entre la humanidad y la fuente dominante de conflicto será cultural. Los estados nación seguirán siendo los actores más poderosos en los asuntos mundiales, pero los principales conflictos de la política global ocurrirán entre naciones y grupos de diferentes civilizaciones. El choque de civilizaciones dominará la política global. (…) Las líneas tectónicas entre civilizaciones están reemplazando las fronteras políticas e ideológicas de la guerra fría como los puntos anunciantes de crisis y derramamiento de sangre.
Por tanto, la razón principal para construir alianzas y coaliciones no vendría de coincidencias ideológicas ni del equilibrio de poder, sino de la pertenencia a una u otra civilización. El dominio político de Occidente, al menos en el modo en que es percibido por las demás civilizaciones, abonaba el campo para una confrontación entre Occidente y el resto.
Pone de manifiesto que las diferencias entre civilizaciones son reales e importantes; que la conciencia de pertenecer a una civilización es creciente; y que el conflicto entre civilizaciones suplantará los ideológicos y otras formas de conflicto, como la forma dominante de conflicto:
(…)En el futuro que cuenta no habrá una civilización universal, sino en su lugar un mundo de diferentes civilizaciones, cada una de las cuales tendrá que aprender a coexistir con las demás.
Pero el libro probablemente más apasionado de Huntington es el que publicó hace cuatro años preguntándose ¿Quiénes somos? Teniendo en cuenta que es una gran bandera de barras y estrellas la que ilustra la portada, el somos se refiere a quiénes somos – son – los americanos. Surgía la obra de su preocupación como patriota por la unidad y fuerza de su país como sociedad basada en la libertad, la igualdad, la ley y los derechos individuales. Que nadie piense en la enésima crítica a la América de Bush. Se trataba de reflexionar sobre la pérdida de identidad de las elites, su declinante vinculación a la tradición anglosajona protestante, al inglés como idioma, al cristianismo, al estado de derecho, a la responsabilidad de los gobernantes y los derechos individuales. Su inquietud era que:
mientras la bandera estrellada está a media asta, otras banderas pudieran estar más arriba en el mástil de las identidades americanas.
Como dice su colega Fouad Ajami, de la universidad Johns Hopkins, Huntington capturó el zeitgeist, el espíritu del momento, al afirmar que:
El conflicto del siglo XX entre la democracia liberal y el marxismo leninismo es un fenómeno pasajero y superficial en comparación con la relación continuamente conflictiva entre el Islam y el Cristianismo.
Un Demócrata de toda la vida, poco amigo de aventuras de expansión democrática como la guerra de Irak, respecto de la que seguramente, por su aversión al cosmopolitismo, estaba más cerca de aquellos que forjaron el lema “sea bueno con nosotros, o le llevaremos la democracia”, decepcionó sin embargo al “progresismo” por su insistencia en pensar por sí mismo de acuerdo con criterios académicos y resistirse a ser catalogado. Y sobre todo, por confirmar las palabras del historiador francés Paul Hazard:
Al estudiar el nacimiento de las ideas, o al menos sus metamorfosis; al seguirlas a lo largo de su camino, en el modo que tienen de afirmarse y fortalecerse, en su progreso, en sus victorias sucesivas, y en su triunfo final, se llega a esta convicción profunda, que son las fuerzas intelectuales y morales, no las materiales, las que dirigen y controlan la vida.
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