Cuba: El andén vacío
La pequeña estación de trenes bulle de vida desde bien temprano. Los estudiantes pasan con los uniformes ajustadísimos y un vendedor de periódicos anuncia el aburrido Granma de cada día.
Hay cucuruchos de maní, dependientes que ofrecen refrescos y varias
personas que han dormido toda la madrugada sobre cartones en el suelo.
El lugar –a pesar de su insignificante arquitectura– podría ser una
terminal de ferrocarril en cualquier ciudad del mundo. Solo que
algo falta en la escena, algo brilla por su ausencia: no se ve ni un
solo tren. Los rieles están vacíos y no se divisa ninguna locomotora, ni
siquiera se oye su silbato en la distancia. A media mañana
llegará renqueante un solitario coche motor que aún tiene pintadas en el
costado las siglas DB (Deutsche Bahn). Los pasajeros lo abordarán con
desgano, aunque alguno que otro niño todavía saludará sonriente desde la
ventanilla.
Cuba tuvo el primer ferrocarril de Iberoamérica, que se inauguró justamente en un noviembre como este, pero de hace 175 años.
El tramo La Habana-Bejucal se creó una década antes de que España –la
entonces metrópoli– pusiera a funcionar los trenes en su propio
territorio. Pero no es solamente cuestión de fechas, sino que en esta
isla las líneas férreas vinieron a encajar en la geografía nacional como
una espina dorsal de la que partían infinitos ramales. La vida
de muchos pueblitos empezó a medirse temporalmente entre la llegada de
un vagón y otro, entre los arribos y las partidas que aparecían en la
pizarra de cada estación. La cotidianidad olía a ese “aroma”
que surge de la fricción entre el metal de las ruedas y el de los
rieles. Pero de aquel protagonismo ferroviario poco queda hoy. Un día
dijimos adiós desde el andén al último tren donde nos sentimos a gusto y
a partir de ese momento subirnos en otro fue una experiencia incómoda,
difícil, angustiosa.
Aunque en el último año se han llevado a cabo
labores de reparaciones de vías y aumentó en más del doble la mercancía
trasladada a través de ellas, el daño sufrido por el ferrocarril cubano
es de una gravedad que no se puede cuantificar en números. El problema
principal no es la falta de puntualidad en las salidas, los vagones
deteriorados, ni los baños tan sucios que ya ni siquiera se pueden
llamar servicios sanitarios. Tampoco el robo sistemático a las
pertenencias de los viajeros, el maltrato de muchos empleados a los
clientes, la cancelación constante de salidas o la alarmante falta de
seguridad vial que se expresa en frecuentes accidentes. El deterioro
mayor ha ocurrido en la mentalidad de los cubanos, para quienes el
ferrocarril ha dejado de ser el transporte interprovincial por
excelencia. Esos millones de personas que ya no miden el ritmo de su
vida por el silbato de una locomotora, que ya no saludan con orgullo
desde la ventanilla de un vagón. A la manida escena del beso de
despedida en un andén, del pañuelo batiendo desde el apeadero, le falta
desde hace décadas el protagonista principal: un tren a punto de partir,
una larga serpiente de hierro dispuesta a recorrer la espina dorsal de
esta isla.
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