La igualdad hacia abajo
Por José María Sanguinetti
El País, Montevideo
Cuando el aluvión inmigratorio -en la segunda mitad del siglo XIX- modificó sustancialmente el número y origen de la población uruguaya, el Estado asumió una función integradora que resultó fundamental en la configuración del Estado moderno. Nuestro viejo censo de 1860, mostró que este país casi despoblado había visto crecer su población en los últimos 8 años a una tasa espectacular del 6.8% anual, para continuar a un 4.3% en la década siguiente, un 3% anual entre 1870 y 1880, un 4% en los 10 años siguientes y preservar todavía un 2% anual entre 1920 y 1930, cuando ya los viejos inmigrantes se habían reproducido en uruguayitos, que en la escuela vareliana y los liceos departamentales de Batlle y Ordóñez configuraban una vasta sociedad de clases medias.
Desde entonces, nadie dudó que este era un país de clases medias. Los sociólogos discutían su porcentaje (entre un 50% y un 75%) , pero considerándose que la clase alta no pasaba de un 5% de la población y que los más pobres eran alrededor de un 20%, todo el resto eran clases medias, dicho así en plural, porque si algo caracteriza desde siempre a este segmento es la heterogeneidad de sus actividades. Así como la clase baja se reclutó siempre entre peones rurales, trabajadores industriales y comerciantes sin calificación y un conjunto de desocupados, hoy marginales, cuentapropistas que viven de actividades sin asiento fijo (cuya exteriorización rotunda la vive Montevideo con sus 10 mil «carritos»), todo el resto configura esa gran mayoría de clase media. Ella se define más por valores y aspiraciones que por su economía, como lo explicó Don Antonio Grompone hace muchos años en su ensayo pionero sobre el tema.
Esas clases medias, cuya base sustantiva fue aquella inmigración, miraron siempre hacia arriba. Trataron de superarse, de imitar los hábitos de la gente de elevada condición, no necesariamente más rica pero sí más cultivada. Florencio Sánchez la definió magníficamente en «M`hijo el dotor», culminación del sueño del inmigrante que veía a su hijo incorporarse a la sociedad con destaque. No era el dinero, o sólo el dinero. Era la cultura, el respeto, la demostración del éxito, la reconfortante sensación de haber «llegado». Como escribía Maggi hace años en «El Uruguay y su gente»: «cada sociedad crea un tipo humano que es a la vez el retrato mejorado de sus mayores y el ideal a que los jóvenes aspiran. Cada sociedad le propone a quienes nacen en ella una manera de ser, que es la más considerada en ese medio».
España se propuso el hidalgo. Inglaterra el gentleman. EE.UU. el emprendedor individual. Uruguay «el dotor», un personaje respetado por su saber, capaz de hacer el bien, un profesional que ha acreditado esfuerzo y capacitación, alguien en quien confiar, un buen ciudadano de una democracia de gente razonable que, sin ambiciones desmedidas, aspiraba a un buen pasar. El ideal de «la casa propia» lo sintetizó como nadie y por esa razón casi el 65% de la población vive en un patrimonio familiar. Si no hubiera otro método más complejo para identificar clases medias, la condición de propietario bastaría para aproximarse a una definición. Ese es el país que hizo que gente como nuestro Presidente pudiera ser médico y empleado del Estado, saliendo de un típico hogar de trabajadores. Ese es el país que desprecia el actual gobierno, cuando el Ministerio de Viviendas, que no ha entregado una en tres años, anuncia que no se construirá más y que tratarán de que la gente alquile porque no es bueno que compre !!! (Ver el reportaje al ministro Colacce en la última Búsqueda).
El hecho es que de a poco, paso a paso, aquella sociedad fue cambiando. Antes de la dictadura, durante ella y luego. Y hoy nos encontramos con un país en que el gobierno institucionaliza esa visión diferente que venía creciendo: ya no se trata de mirar hacia arriba sino apuntar hacia abajo; quien acredita esfuerzo no merece respeto. El Estado está, como se proclama, sólo para atender a los más necesitados, lo que podría ser loable si se les ofreciera mejor educación y no las dádivas de planes de emergencia que congelan la pobreza y estimulan la vagancia.
Andar mal vestido pretende ser un símbolo de honestidad, hablar diciendo palabrotas parece ser una expresión de franqueza. El que se sacrifica, usualmente con modestia, para vestirse correctamente y hablar como se debe, es un afectado o un arrogante. Mientras tanto, el IRPF pega implacablemente en quienes tienen ingresos razonables, a los cuales se les impone -por encima- un plan de salud que, bajo el rótulo de mejorar a los que están peor, simplemente castiga a los que estaban mejor. Como pasa con los funcionarios de las empresas del Estado o los bancarios, por ejemplo.
El centenar de escuelas de tiempo completo que dejamos no ha crecido, cuando ese es el único mecanismo para romper de verdad -sin demagogia- el círculo vicioso de la pobreza. Sólo tomando más horas a ese niño de un hogar frágil económica y socialmente, dándole de comer, asistiéndolo para que pueda estudiar, podrá superarse. Nunca con planes que en vez de ofrecer trabajo exhiben el peor rostro del clientelismo, que es el dar dinero, lucrando con la pobreza para comprar votos.
El oficialismo no se explica por qué la emigración sigue pese a la formidable bonanza internacional que remunera nuestras exportaciones como nunca. Basta poner el oído sobre la gente para saber que esa muchachada se va en busca de oportunidades mejores, cansada de que si emprende una pequeña empresa de servicios la torturan con gravámenes, en los que casi cinco meses de cada año se trabaja para el Estado, aburrida de pagar más por trabajar más, viendo a su lado que se premia el menor esfuerzo o el informalismo parásito. Y esto también llega a muchos trabajadores, a los que el Ministerio de Trabajo no ampara, porque sólo las corporaciones sindicales merecen respeto y a los independientes, no agremiados, ni se les atiende.
Los jerarcas del gobierno dicen que no saben bien qué es la clase media. Todavía no se enteraron que son los jubilados, los granjeros, los pequeños comerciantes, los titulares de Pymes que hacen de todo, los profesionales, los tamberos, los empleados públicos o privados, los pequeños ganaderos, la gente de oficio, los docentes a los que ahora el gobierno no recibe… Son una masa bastante heterogénea, no conectada entre sí pero en la que todavía alientan aquellos valores que hicieron grande el país. Y que hoy, agredidos, comienzan silenciosamente a rebelarse. Ya lo verán.
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