Mine su propio negocio

5 de September, 2007

Washington, DC—A primera vista, sólo una pareja de locos declararía la guerra a los ambientalistas, presentándolos como esnobs, hipócritas y enemigos de los pobres en una película. Afortunadamente para quienes pensamos que los debates de un solo lado son aburridos, Phelim McAleer y Ann McElhinney están lo suficientemente locos como para cuestionar la campaña de los ambientalistas contra proyectos mineros en países pobres en un documental—“Mine Your Own Business”—que está dando que hablar.

McAleer, periodista irlandés que fue corresponsal del Financial Times en Rumania, y McElhinney, su esposa y productora, estudian tres casos: un prospecto aurífero de Gabriel Resources en Rosia Montana, en la región rumana de Transilvania; la explotación de ilmenita por parte de Rio Tinto en Fort Dauphin, Madagascar, y un vasto proyecto andino realizado por Barrick Gold en el Valle del Huasco, en Chile.

Muchos de los críticos que afirman vivir en las áreas afectadas son cicateros con la verdad. La ambientalista suiza que lidera la oposición a la minería en Rumania vive en realidad en la ciudad a la que muchos de los campesinos de Rosia Montana deseosos de vender sus hogares a la empresa minera aspiran a mudarse.

Los activistas aseguran con un dedo apodíctico que los pobladores locales quieren preservar su ambiente “prístino”. Una ambientalista belga afirma que la gente de Rosia Montana prefiere usar carros y caballos antes que contaminar el aire con automóviles. “Dice esto para hacerse notar”, responde un campesino rumano, pasmado.

A medio mundo de distancia, Gheorghe, un rumano desocupado que acompaña al equipo del documental, encara al principal crítico del proyecto minero, dueño de un lujoso catamarán, con el argumento de que negar a la gente de Fort Dauphin la posibilidad de conseguir empleos los mantendrá pobres. Su interlocutor responde pontificando así: “Puedo llevarlo a ver a una familia de aquí y usted puede contar cuántas veces la gente sonríe…y puedo llevarlo a ver a una familia próspera de Nueva York o Londres y puede usted contar cuántas veces sonríe, y luego usted podrá decirme quién es el rico y quién el pobre”.

Pueden ustedes imaginarse cómo suena a oídos de Gheorghe, un rumano graduado en el Colegio Técnico de Rosia Montana que está desesperado por conseguir un empleo, esta interpretación esotérica de la riqueza. Dos tercios de los vecinos de su pueblo carecen de agua potable y utilizan baños a la intemperie incluso en el helado invierno. Para él, así como para los otros 700 potenciales empleados del proyecto minero de su localidad, la elección es literalmente “entre tener un trabajo y marcharse”.

El equipo de filmación viajó también a los Andes chilenos para averiguar quién estaba encabezando la lucha contra Barrick Gold. Resulta —tal como lo explica un lugareño— que aquellos quienes se oponen a la inversión son principalmente unos ricos terratenientes que quieren evitar que los campesinos que trabajan en sus tierras por una miseria se marchen a trabajar a las minas por el doble de su salario actual.

McAleer nos muestra también que la acusación según la cual el proyecto minero desplazará tres glaciares que permiten irrigar las tierras locales es fabulosa. Los glaciares no sólo no serán afectados, sino que la empresa construirá un reservorio para garantizar que los agricultores locales reciban un buen suministro de agua.

¿Contaminarán el medio ambiente todo este progreso industrial en Rumania, Madagascar o Chile? Pues la alternativa es mucho peor. La minería aurífera de la época comunista, que era tecnológicamente atrasada, burocrática e irresponsable, convirtió el río de Rosia Montana en una mugre nauseabunda. Y en Fort Dauphin, Madagascar, la agricultura de tala y quema —el tipo de agricultura al que los pobres del campo recurren en su afán por sobrevivir— ha destruido el bosque tropical.

Sería ingenuo creer que estas compañías mineras están allí por razones altruistas: es obvio que ansían obtener beneficios. Pero la verdad —la que descubre Gheorghe en este, su primer viaje fuera de Rumania— es que el progreso entraña decisiones difíciles. Las naciones prósperas de la actualidad fueron ellas mismas, alguna vez, ambientes “prístinos” en los que la gente gradualmente abandonó las formas de vida tradicionales para mejorar las condiciones de su existencia. ¿Quiénes somos para negarles a los pobres de hoy que aprovechen una oportunidad de progreso si así lo desean?

Es cierto: pasar de una forma de vida tradicional a otra moderna implica costos. Pero la realidad, como sostiene un profesor británico en Kent University, es esta: “La gente tiene derecho a que confiemos en que puede resolver estas cosas por sí misma ….Los ambientalistas sienten que poseen la autoridad moral de decirles qué hacer”.

No todas las ONG son tan elitistas e injustas con los pobres como las muchas que este film desenmascara. No todos los proyectos mineros son tan respetuosos de las decisiones locales como los descritos en él. Pero esta película dice mucho acerca de la maniquea visión que muchos estadounidenses y europeos bien pensantes tienen del dilema entre tradición y modernidad.

(c) 2007, The Washington Post Writers Group

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