Es una buena noticia que dos tercios de los votantes chilenos hayan rechazado la nueva constitución propuesta por una convención integrada mayoritariamente por chiflados. Ese resultado parece haber dado esperanzas a algunos que habían comenzado a dar por perdida a América Latina, una región que ha encumbrado a la extrema izquierda populista en numerosos gobiernos (sin contar las dictaduras absolutas de Cuba, Venezuela y Nicaragua).
Me permito discrepar. La región tendrá que padecer bastante más bajo su actual liderazgo antes de alcanzar el tipo de crisis que, cada algunas décadas, abre la oportunidad de un cambio real hacia el desarrollo socioeconómico.
En los años 80, la democracia volvió a América Latina, pero la antigua mentalidad del nacionalismo económico y el dirigismo produjo la denominada "década perdida". La crisis dio paso entonces a la oportunidad, y en la década de 1990 se produjeron algunas reformas de libre mercado. Esas reformas y el auge de las materias primas que se inició en 2003 desencadenaron cierto crecimiento económico y generaron una amplia clase media, cuando 90 millones de personas salieron de la pobreza. Pero políticamente, la región sufrió un grave retroceso con la aparición de gobiernos autoritarios y corruptos. El progreso económico tenía también unos cimientos frágiles dado que no se debía a una mejora en la productividad, que en los últimos 25 años no ha aumentado, sino al capital que seguía ingresando y a la expansión de la fuerza laboral, ambos dependientes del elevado precio de las exportaciones.
Políticamente, los años de bonanza produjeron resultados contradictorios. Surgieron dos paradigmas. El bloque comercial de la Alianza del Pacífico (México, Chile, Perú y Colombia) defendía la democracia liberal, los mercados abiertos, la empresa privada y el libre comercio. El resto, incluidos dictadores de izquierda como el venezolano Hugo Chávez, demócratas intervencionistas corruptos como el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, y presidentes y vicepresidentes semiautocráticos como el matrimonio Kirchner de Argentina, siguieron el modelo político opuesto.
Una vez que el auge de las materias primas se disipó en 2013-2014, la mayoría de los gobiernos sufrieron una reacción severa. Tras el cese de las reformas de mercado a finales de la década de 1990, se hizo evidente que años de autocomplacencia y populismo, clientelismo y asistencialismo basados en los ingresos generados por las exportaciones primarias habían mantenido el modelo socioeconómico de América Latina sin preparación para afrontar con seriedad tiempos difíciles. Entre 2014 y 2019, muchos países vieron cómo una clase media desesperada que temía volver a la pobreza salía a las calles y dirigía su ira contra la clase política. Los grupos antisistema y la izquierda dura tradicional se beneficiaron del malestar social y lograron imponer parte de su agenda en algunos países. Un buen ejemplo de ello fue el mexicano Andrés Manuel López Obrador. Como reacción, la derecha adoptó un discurso y una agenda nacionalista-populista, cuyo epítome fue el brasileño Jair Bolsonaro. Los moderados liberales del libre comercio y la izquierda socialdemócrata quedaron marginados.
Y entonces llegó el COVID-19. En 2020, la economía de la región se contrajo al doble de la tasa mundial; en 2021, ni un solo país había retornado a su nivel de producción prepandémico. Las fuerzas antiliberales se reforzaron en muchas partes de América Latina. Chile (donde grupos violentos secuestraron la conversación nacional y acabaron por conducir a la convención constitucional extremista), Bolivia (donde un partido que había gobernado dictatorialmente volvió al poder), Perú (donde se eligió a un candidato que representaba a un partido comunista) y Colombia (donde un antiguo líder guerrillero está ahora en el poder) son ejemplos de este fenómeno.
Las perspectivas son nefastas. La inversión extranjera directa como porcentaje de la economía es ahora aproximadamente la mitad de lo que era en la década de 1990, y varios factores van en contra del nivel de la inversión privada necesaria para lograr la prosperidad: las políticas antimercado de varios gobiernos; la estanflación que ahora afecta a los Estados Unidos y Europa; y el hecho de que China, el principal socio comercial de Sudamérica y una importante fuente de inversión, crecerá este año a un modesto ritmo del 3%.
Si alguien piensa que el aumento de los ingresos debido al nuevo ciclo de las materias primas compensará la mediocre inversión privada, piénselo de nuevo. La posición fiscal de América Latina es precaria, y la deuda pública medida como porcentaje del producto bruto interno ha aumentado en unos 15 puntos en los últimos dos años. El gasto fiscal de la región está orientado en su inmensa mayoría a sostener la burocracia y los programas sociales, no a la inversión.
Muchos países han salido de circunstancias que parecían desesperadas. Para ello, se requieren dos condiciones. La primera es que el modelo socioeconómico imperante llegue a una crisis, y la segunda es que los líderes sensatos alcancen una masa crítica de personas dispuestas a una revisión del sistema. América Latina está hoy muy lejos de eso.
Traducido por Gabriel Gasave
¿Está América Latina fuera de toda esperanza?
Biblioteca del Congreso Nacional de Chile / Wikimedia Commons
Es una buena noticia que dos tercios de los votantes chilenos hayan rechazado la nueva constitución propuesta por una convención integrada mayoritariamente por chiflados. Ese resultado parece haber dado esperanzas a algunos que habían comenzado a dar por perdida a América Latina, una región que ha encumbrado a la extrema izquierda populista en numerosos gobiernos (sin contar las dictaduras absolutas de Cuba, Venezuela y Nicaragua).
Me permito discrepar. La región tendrá que padecer bastante más bajo su actual liderazgo antes de alcanzar el tipo de crisis que, cada algunas décadas, abre la oportunidad de un cambio real hacia el desarrollo socioeconómico.
En los años 80, la democracia volvió a América Latina, pero la antigua mentalidad del nacionalismo económico y el dirigismo produjo la denominada "década perdida". La crisis dio paso entonces a la oportunidad, y en la década de 1990 se produjeron algunas reformas de libre mercado. Esas reformas y el auge de las materias primas que se inició en 2003 desencadenaron cierto crecimiento económico y generaron una amplia clase media, cuando 90 millones de personas salieron de la pobreza. Pero políticamente, la región sufrió un grave retroceso con la aparición de gobiernos autoritarios y corruptos. El progreso económico tenía también unos cimientos frágiles dado que no se debía a una mejora en la productividad, que en los últimos 25 años no ha aumentado, sino al capital que seguía ingresando y a la expansión de la fuerza laboral, ambos dependientes del elevado precio de las exportaciones.
Políticamente, los años de bonanza produjeron resultados contradictorios. Surgieron dos paradigmas. El bloque comercial de la Alianza del Pacífico (México, Chile, Perú y Colombia) defendía la democracia liberal, los mercados abiertos, la empresa privada y el libre comercio. El resto, incluidos dictadores de izquierda como el venezolano Hugo Chávez, demócratas intervencionistas corruptos como el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, y presidentes y vicepresidentes semiautocráticos como el matrimonio Kirchner de Argentina, siguieron el modelo político opuesto.
Una vez que el auge de las materias primas se disipó en 2013-2014, la mayoría de los gobiernos sufrieron una reacción severa. Tras el cese de las reformas de mercado a finales de la década de 1990, se hizo evidente que años de autocomplacencia y populismo, clientelismo y asistencialismo basados en los ingresos generados por las exportaciones primarias habían mantenido el modelo socioeconómico de América Latina sin preparación para afrontar con seriedad tiempos difíciles. Entre 2014 y 2019, muchos países vieron cómo una clase media desesperada que temía volver a la pobreza salía a las calles y dirigía su ira contra la clase política. Los grupos antisistema y la izquierda dura tradicional se beneficiaron del malestar social y lograron imponer parte de su agenda en algunos países. Un buen ejemplo de ello fue el mexicano Andrés Manuel López Obrador. Como reacción, la derecha adoptó un discurso y una agenda nacionalista-populista, cuyo epítome fue el brasileño Jair Bolsonaro. Los moderados liberales del libre comercio y la izquierda socialdemócrata quedaron marginados.
Y entonces llegó el COVID-19. En 2020, la economía de la región se contrajo al doble de la tasa mundial; en 2021, ni un solo país había retornado a su nivel de producción prepandémico. Las fuerzas antiliberales se reforzaron en muchas partes de América Latina. Chile (donde grupos violentos secuestraron la conversación nacional y acabaron por conducir a la convención constitucional extremista), Bolivia (donde un partido que había gobernado dictatorialmente volvió al poder), Perú (donde se eligió a un candidato que representaba a un partido comunista) y Colombia (donde un antiguo líder guerrillero está ahora en el poder) son ejemplos de este fenómeno.
Las perspectivas son nefastas. La inversión extranjera directa como porcentaje de la economía es ahora aproximadamente la mitad de lo que era en la década de 1990, y varios factores van en contra del nivel de la inversión privada necesaria para lograr la prosperidad: las políticas antimercado de varios gobiernos; la estanflación que ahora afecta a los Estados Unidos y Europa; y el hecho de que China, el principal socio comercial de Sudamérica y una importante fuente de inversión, crecerá este año a un modesto ritmo del 3%.
Si alguien piensa que el aumento de los ingresos debido al nuevo ciclo de las materias primas compensará la mediocre inversión privada, piénselo de nuevo. La posición fiscal de América Latina es precaria, y la deuda pública medida como porcentaje del producto bruto interno ha aumentado en unos 15 puntos en los últimos dos años. El gasto fiscal de la región está orientado en su inmensa mayoría a sostener la burocracia y los programas sociales, no a la inversión.
Muchos países han salido de circunstancias que parecían desesperadas. Para ello, se requieren dos condiciones. La primera es que el modelo socioeconómico imperante llegue a una crisis, y la segunda es que los líderes sensatos alcancen una masa crítica de personas dispuestas a una revisión del sistema. América Latina está hoy muy lejos de eso.
Traducido por Gabriel Gasave
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