Tegucigalpa—Las elecciones presidenciales que se celebrarán en Honduras el 29 de noviembre son la manera legítima de resolver la crisis que ha dado a este país una desproporcionada proyección internacional desde que el Presidente Manuel Zelaya fue depuesto en junio.
Esa es mi obvia conclusión tras conversar largamente con el Presidente interino Roberto Micheletti, autoridades judiciales y legislativas, miembros de la oposición, dirigentes empresariales y observadores extranjeros durante una reciente visita. Nadie en el gobierno actual está interesado en un fraude electoral, ni es ello factible dadas ciertas garantías, que incluyen un tribunal electoral y una Corte Suprema que gozan de considerable respeto. Las autoridades parecen muy interesadas en deshacerse de la carga que llevan encima por la censura internacional mantenimiento su promesa de entregar el poder a un Presidente electo.
En estas circunstancias, carece de sentido que la Organización de Estados Americanos (OEA) afirme que no reconocerá al ganador de unos comicios cuyos candidatos fueron nominados cuando Zelaya se encontraba aún en el poder. Las encuestas dan la ventaja a la oposición, y todos los bandos –incluido el Partido Liberal de Zelaya— están celebrando mítines callejeros y saturando las ondas herzianas. La votación no se celebrará ni un minuto más tarde de lo que hubiera correspondido si Micheletti no estuviese en el poder.
Aceptando como hipótesis de trabajo que el derrocamiento de Zelaya fue un golpe militar clásico, es sencillamente absurdo rechazar, como solución para Honduras, la salida que las democracias liberales suelen exigir a gobernantes ilegítimos: que celebren elecciones y entreguen el mando a sus sucesores. Esa era el reclamo que se le hacía Augusto Pinochet de Chile o a la junta militar argentina entre 1976 y 1983.
La OEA confirma su insignificancia negándose a enviar observadores y prestar ayuda al proceso electoral. ¿Cómo puede demostrar que la elección hondureña es fraudulenta si no acepta la invitación del gobierno a ser testigo de las elecciones sin condiciones? Otras entidades, entre ellas el Instituto Nacional Demócrata, están enviando misiones.
Sospecho que son estas consideraciones, y no sólo el “congelamiento” de la confirmación del nuevo Subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental por parte del opositor senador republicano Jim DeMint, las que explican por qué la Administración Obama anunció, finalmente, que reconocerá al ganador de los comicios hondureños. El Subsecretario saliente, Tom Shannon, me aseguró, hace unas semanas, que las elecciones eran la solución. El riesgo de quedar aislado ante gobiernos latinoamericanos que exigían el restablecimiento de Zelaya empujó, más tarde, a Estados Unidos a cuestionar la convocatoria electoral. Esa postura, rechazada por dos tercios de los hondureños –convencidos de que Zelaya había violado en reiteradas ocasiones la ley e intentado subvertir el sistema democrático vigente desde 1982— se volvió impracticable con el paso de los días.
Ahora también Canadá y varios gobiernos latinoamericanos indican que ellos también reconocerán al ganador, mientras que regímenes autocráticos como Venezuela y Bolivia mantienen su veto, con el apoyo de Brasil y, con creciente incomodidad, España. El Banco Mundial ha reanudado discretamente sus relaciones con Honduras; por ahora el Banco Interamericano de Desarrollo está del lado de Chávez y compañía pero sospecho que el error no durará mucho.
Mientras tanto, Zelaya, cuyo partido está participando en las elecciones que él no acepta, trata de exacerbar las tensiones. Han sido arrojados artefactos explosivos contra edificios que almacenan las boletas electorales. A policía señala a grupos de partidarios de Zelaya.
Hace un par de semanas, Micheletti y Zelaya suscribieron el Acuerdo Tegucigalpa/San José. El texto deja en manos de la Asamblea Nacional la decisión de reponer o no en el cargo a este último hasta la entrega del poder. El ritmo de cámara lenta adoptado por la Asamblea obedece en parte a motivaciones políticas, pero se ajusta al acuerdo, que prevé consultas judiciales y no establece plazo fijo.
El escritor cubano Carlos Alberto Montaner, el consultor guatemalteco Julio Ligorría, un grupo de líderes cívicos centroamericanos y un servidor comprobamos con alivio, durante nuestro recorrido, la firmeza con la que los actores de este drama expresaron su lealtad al Estado de Derecho. Algunos entendieron el grave error cometido originalmente al expulsar a Zelaya del país; todos ellos se mostraron orgullosos de haber resistido las presiones externas y de responder al escepticismo internacional con unas elecciones legítimas.
Esperemos que los hondureños no sucumban a la tentación, ahora que sienten que han conseguido una especie de victoria a lo “David contra Goliat”, de continuar solos en el futuro. Honduras necesita a gritos acoplarse diplomática y económicamente al resto del mundo a fin de resolver su misión más importante: enrumbarse hacia la prosperidad. Será menester tragar un poco de orgullo.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
Es hora de apoyar las elecciones en Honduras
Tegucigalpa—Las elecciones presidenciales que se celebrarán en Honduras el 29 de noviembre son la manera legítima de resolver la crisis que ha dado a este país una desproporcionada proyección internacional desde que el Presidente Manuel Zelaya fue depuesto en junio.
Esa es mi obvia conclusión tras conversar largamente con el Presidente interino Roberto Micheletti, autoridades judiciales y legislativas, miembros de la oposición, dirigentes empresariales y observadores extranjeros durante una reciente visita. Nadie en el gobierno actual está interesado en un fraude electoral, ni es ello factible dadas ciertas garantías, que incluyen un tribunal electoral y una Corte Suprema que gozan de considerable respeto. Las autoridades parecen muy interesadas en deshacerse de la carga que llevan encima por la censura internacional mantenimiento su promesa de entregar el poder a un Presidente electo.
En estas circunstancias, carece de sentido que la Organización de Estados Americanos (OEA) afirme que no reconocerá al ganador de unos comicios cuyos candidatos fueron nominados cuando Zelaya se encontraba aún en el poder. Las encuestas dan la ventaja a la oposición, y todos los bandos –incluido el Partido Liberal de Zelaya— están celebrando mítines callejeros y saturando las ondas herzianas. La votación no se celebrará ni un minuto más tarde de lo que hubiera correspondido si Micheletti no estuviese en el poder.
Aceptando como hipótesis de trabajo que el derrocamiento de Zelaya fue un golpe militar clásico, es sencillamente absurdo rechazar, como solución para Honduras, la salida que las democracias liberales suelen exigir a gobernantes ilegítimos: que celebren elecciones y entreguen el mando a sus sucesores. Esa era el reclamo que se le hacía Augusto Pinochet de Chile o a la junta militar argentina entre 1976 y 1983.
La OEA confirma su insignificancia negándose a enviar observadores y prestar ayuda al proceso electoral. ¿Cómo puede demostrar que la elección hondureña es fraudulenta si no acepta la invitación del gobierno a ser testigo de las elecciones sin condiciones? Otras entidades, entre ellas el Instituto Nacional Demócrata, están enviando misiones.
Sospecho que son estas consideraciones, y no sólo el “congelamiento” de la confirmación del nuevo Subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental por parte del opositor senador republicano Jim DeMint, las que explican por qué la Administración Obama anunció, finalmente, que reconocerá al ganador de los comicios hondureños. El Subsecretario saliente, Tom Shannon, me aseguró, hace unas semanas, que las elecciones eran la solución. El riesgo de quedar aislado ante gobiernos latinoamericanos que exigían el restablecimiento de Zelaya empujó, más tarde, a Estados Unidos a cuestionar la convocatoria electoral. Esa postura, rechazada por dos tercios de los hondureños –convencidos de que Zelaya había violado en reiteradas ocasiones la ley e intentado subvertir el sistema democrático vigente desde 1982— se volvió impracticable con el paso de los días.
Ahora también Canadá y varios gobiernos latinoamericanos indican que ellos también reconocerán al ganador, mientras que regímenes autocráticos como Venezuela y Bolivia mantienen su veto, con el apoyo de Brasil y, con creciente incomodidad, España. El Banco Mundial ha reanudado discretamente sus relaciones con Honduras; por ahora el Banco Interamericano de Desarrollo está del lado de Chávez y compañía pero sospecho que el error no durará mucho.
Mientras tanto, Zelaya, cuyo partido está participando en las elecciones que él no acepta, trata de exacerbar las tensiones. Han sido arrojados artefactos explosivos contra edificios que almacenan las boletas electorales. A policía señala a grupos de partidarios de Zelaya.
Hace un par de semanas, Micheletti y Zelaya suscribieron el Acuerdo Tegucigalpa/San José. El texto deja en manos de la Asamblea Nacional la decisión de reponer o no en el cargo a este último hasta la entrega del poder. El ritmo de cámara lenta adoptado por la Asamblea obedece en parte a motivaciones políticas, pero se ajusta al acuerdo, que prevé consultas judiciales y no establece plazo fijo.
El escritor cubano Carlos Alberto Montaner, el consultor guatemalteco Julio Ligorría, un grupo de líderes cívicos centroamericanos y un servidor comprobamos con alivio, durante nuestro recorrido, la firmeza con la que los actores de este drama expresaron su lealtad al Estado de Derecho. Algunos entendieron el grave error cometido originalmente al expulsar a Zelaya del país; todos ellos se mostraron orgullosos de haber resistido las presiones externas y de responder al escepticismo internacional con unas elecciones legítimas.
Esperemos que los hondureños no sucumban a la tentación, ahora que sienten que han conseguido una especie de victoria a lo “David contra Goliat”, de continuar solos en el futuro. Honduras necesita a gritos acoplarse diplomática y económicamente al resto del mundo a fin de resolver su misión más importante: enrumbarse hacia la prosperidad. Será menester tragar un poco de orgullo.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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