Washington, DC—Moises Naím, director de “Foreign Policy”, escribió hace poco que lo que hoy se dice de Brasil —por la percepción de su despegue definitivo— se decía, en los años 90, de México, nación que hoy está estancada. Naím ya había afirmado lo mismo en una mesa redonda que compartimos en la Cámara de Comercio de Estados Unidos. Concuerdo con él en que este asunto merece extremada atención: el salto atrás de México contiene lecciones para otros países además del propio México.
Las reformas mexicanas se agotaron debido en parte al peso muerto del PRI, que gobernó durante décadas, y a la subsistencia de una izquierda antediluviana, pero también a que el PAN, que trajo la democracia y gobierna desde entonces, ha carecido de la imaginación y el celo implacable que tuvieron otros reformadores para guiar a sus pueblos hacia la modernidad. ¿La consecuencia? Entre 2000 y 2007, la economía de Brasil creció 150 por ciento mientras que la de México lo hizo tres veces menos. Nada expresa mejor este desempeño decadente que la industria energética mexicana, aherrojada por restricciones nacionalistas que impiden las inversiones de capital y la innovación: la producción petrolera ha caído 30 por ciento en cuatro años y las reservas actuales sólo durarán otros nueve. Finalmente, el descenso del país en la guerra contra las drogas ha reemplazado las expectativas de un luminoso destino para México en el siglo 21 por el temor a su balcanización.
Los observadores angustiados por cuestiones del desarrollo se ocupan de los países que prosperaron. Estados Unidos, en el siglo, 19 es el caso más impresionante de la historia; China podría lograr algo similar en este siglo. También estudian, con mucha menor intensidad, a quienes alcanzaron la prosperidad y luego la desperdiciaron. Dos casos fascinantes son el de Argentina y Uruguay: lograron niveles «europeos» de desarrollo en el siglo 19 e iniciaron la cuesta abajo hacia 1930. Pero se presta poca atención a países que parecían estar encaminados a convertirse en naciones «VIP» y se detuvieron a medio camino. México es el caso más sorprendente de este joven siglo.
Preguntarse qué sucedió no es un ejercicio académico. Naciones como China, India, Brasil, Turquía y Sudáfrica deberían estar sacando conclusiones de la vuelta en “U” dada por México. Algunas me vienen a la mente.
Primera: jamás hay que subestimar los vestigios culturales e institucionales del antiguo régimen, y por ende su capacidad política para socavar al nuevo régimen. Algo similar —pero peor—ha acontecido en Rusia, donde el retorno de la autocracia y el Estado mercantilista ha revertido muchos logros de la caída de la URSS, la hazaña mesmerizante de 1991. Segunda: nunca hay que dormirse en los laureles. Chile, país exitoso que ha caído varias posiciones relacionadas con la eficiencia económica en los rankings internacionales, debería tomar esto muy a pecho.
En tercer lugar, un país no debe nunca atar su destino a una nación en particular. La dependencia de México con respecto a Estados Unidos ha reducido su flexibilidad en el ancho mundo. Australia, no obstante ser un país desarrollado, debe cuidarse de su creciente dependencia de China. La mitad de los clientes del National Australia Bank, uno de sus gigantes financieros, vive del mercado chino. Y, en Austria, hemos visto la catástrofe sufrida por la banca, que prestó el equivalente al 75 por ciento del PIB austriaco a empresas y personas de países centroeuropeos de su «patio trasero» que entraron luego en suspensión pagos.
Por último, los países deben elegir bien sus batallas. Tengo mucha simpatía por el Presidente mexicano, Felipe Calderón. Pero cometió lo que muchos mexicanos que lo admiran creen que fue un error colosal al dedicar a la guerra contra las drogas la energía y recursos que debió haber destinado a completar las reformas truncas. Los cárteles de la droga están sencillamente trasladando algunas de sus operaciones a América Central sin dejar de corromper a las instituciones mexicanas y chupar la sangre de una Administración consumida por la lucha contra el enemigo elegido.
Nada de esto es fatal. México puede dar la vuelta una vez más. No será fácil, por cierto: para absorber a 1,2 millones de jóvenes mexicanos que buscan empleo cada año, la economía debe crecer al menos 5,5 por ciento anualmente, cifra que ha eludido a México en años recientes y que no alcanzará en los inmediatos. Pero la primera condición es reconocer la gravedad del problema. No muchos dirigentes mexicanos parecen estar haciéndolo.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
El declive mexicano: Lecciones universales
Washington, DC—Moises Naím, director de “Foreign Policy”, escribió hace poco que lo que hoy se dice de Brasil —por la percepción de su despegue definitivo— se decía, en los años 90, de México, nación que hoy está estancada. Naím ya había afirmado lo mismo en una mesa redonda que compartimos en la Cámara de Comercio de Estados Unidos. Concuerdo con él en que este asunto merece extremada atención: el salto atrás de México contiene lecciones para otros países además del propio México.
Las reformas mexicanas se agotaron debido en parte al peso muerto del PRI, que gobernó durante décadas, y a la subsistencia de una izquierda antediluviana, pero también a que el PAN, que trajo la democracia y gobierna desde entonces, ha carecido de la imaginación y el celo implacable que tuvieron otros reformadores para guiar a sus pueblos hacia la modernidad. ¿La consecuencia? Entre 2000 y 2007, la economía de Brasil creció 150 por ciento mientras que la de México lo hizo tres veces menos. Nada expresa mejor este desempeño decadente que la industria energética mexicana, aherrojada por restricciones nacionalistas que impiden las inversiones de capital y la innovación: la producción petrolera ha caído 30 por ciento en cuatro años y las reservas actuales sólo durarán otros nueve. Finalmente, el descenso del país en la guerra contra las drogas ha reemplazado las expectativas de un luminoso destino para México en el siglo 21 por el temor a su balcanización.
Los observadores angustiados por cuestiones del desarrollo se ocupan de los países que prosperaron. Estados Unidos, en el siglo, 19 es el caso más impresionante de la historia; China podría lograr algo similar en este siglo. También estudian, con mucha menor intensidad, a quienes alcanzaron la prosperidad y luego la desperdiciaron. Dos casos fascinantes son el de Argentina y Uruguay: lograron niveles «europeos» de desarrollo en el siglo 19 e iniciaron la cuesta abajo hacia 1930. Pero se presta poca atención a países que parecían estar encaminados a convertirse en naciones «VIP» y se detuvieron a medio camino. México es el caso más sorprendente de este joven siglo.
Preguntarse qué sucedió no es un ejercicio académico. Naciones como China, India, Brasil, Turquía y Sudáfrica deberían estar sacando conclusiones de la vuelta en “U” dada por México. Algunas me vienen a la mente.
Primera: jamás hay que subestimar los vestigios culturales e institucionales del antiguo régimen, y por ende su capacidad política para socavar al nuevo régimen. Algo similar —pero peor—ha acontecido en Rusia, donde el retorno de la autocracia y el Estado mercantilista ha revertido muchos logros de la caída de la URSS, la hazaña mesmerizante de 1991. Segunda: nunca hay que dormirse en los laureles. Chile, país exitoso que ha caído varias posiciones relacionadas con la eficiencia económica en los rankings internacionales, debería tomar esto muy a pecho.
En tercer lugar, un país no debe nunca atar su destino a una nación en particular. La dependencia de México con respecto a Estados Unidos ha reducido su flexibilidad en el ancho mundo. Australia, no obstante ser un país desarrollado, debe cuidarse de su creciente dependencia de China. La mitad de los clientes del National Australia Bank, uno de sus gigantes financieros, vive del mercado chino. Y, en Austria, hemos visto la catástrofe sufrida por la banca, que prestó el equivalente al 75 por ciento del PIB austriaco a empresas y personas de países centroeuropeos de su «patio trasero» que entraron luego en suspensión pagos.
Por último, los países deben elegir bien sus batallas. Tengo mucha simpatía por el Presidente mexicano, Felipe Calderón. Pero cometió lo que muchos mexicanos que lo admiran creen que fue un error colosal al dedicar a la guerra contra las drogas la energía y recursos que debió haber destinado a completar las reformas truncas. Los cárteles de la droga están sencillamente trasladando algunas de sus operaciones a América Central sin dejar de corromper a las instituciones mexicanas y chupar la sangre de una Administración consumida por la lucha contra el enemigo elegido.
Nada de esto es fatal. México puede dar la vuelta una vez más. No será fácil, por cierto: para absorber a 1,2 millones de jóvenes mexicanos que buscan empleo cada año, la economía debe crecer al menos 5,5 por ciento anualmente, cifra que ha eludido a México en años recientes y que no alcanzará en los inmediatos. Pero la primera condición es reconocer la gravedad del problema. No muchos dirigentes mexicanos parecen estar haciéndolo.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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