Washington, DC—Birmania nos ha dado la mujer viva más admirable, la Premio Nobel de La Paz Aung San Suu Kyi, y el régimen más repugnante. Hasta el 2 de mayo, el gobierno militar liderado por el jefe del ejército Than Shwe competía por ese título con el tirano racista de Zimbabwe, el autócrata esotérico de Corea del Norte y los delirantes hermanos Castro de Cuba. Pero llegó el ciclón y la junta birmana aprovechó la ocasión para sacarles una nariz de ventaja a sus rivales.
Es difícil decir qué fue peor: haber ocultado a la población la magnitud del ciclón que avanzaba hacia el delta del Irrawaddy y no haber tomado precauciones cuando el servicio meteorológico alertó al gobierno con 48 horas de anticipación; haber mentido groseramente acerca del número de víctimas una vez que fue barrida una vasta franja al sur del país; haber impedido a las agencias de ayuda exterior el ingreso al país y rechazado la colaboración de otros gobiernos durante varios días; haber prohibido a los civiles distribuir la poca ayuda disponible porque esa era responsabilidad exclusiva de los soldados; o haber llevado a cabo el referendo diseñado para contrabandear una Constitución que tardó catorce años en ser redactada y cuyo articulado se resume en tres palabras: gobernaremos para siempre.
Mucha gente, incluidos los generales birmanos, han aludido, a modo de comparación, a la incompetencia del gobierno de los EE.UU. ante la secuela del huracán Katrina en 2005. Boba comparación. El desastre “Katrina” fue el resultado involuntario de un Estado burocrático. La catástrofe birmana es el resultado de una mentalidad política: es decir, de decisiones fríamente dirigidas a preservar al gobierno militar frente a la amenaza de la inestabilidad. Esas decisiones fueron tomadas con la misma racionalidad con la que en 1988 y 2007 se masacró a civiles desarmados, incluidos monjes budistas, culpables de querer elecciones libres.
Los militares han gobernado Birmania desde 1962. El régimen ha atravesado distintas etapas, incluyendo la “vía birmana al socialismo” del General Ne Win, que dejó en la ruina a un país dotado de abundantes recursos naturales, y, más tarde, un sistema con toques “latinoamericanos” en el que los amigos o funcionarios del Estado son dueños de buena parte de la economía. La masiva emigración a Tailandia y la exportación de “commodities” como el petróleo, el gas y el arroz han servido para morigerar la presión social.
En cuatro décadas y media, la junta ha cometido sólo una equivocación: permitir elecciones relativamente libres en 1990. La Liga Nacional para la Democracia de Aung San Suu Ky venció de manera aplastante. La junta desconoció el resultado y, aprendiendo de su error, nunca más permitió vivir en libertad a la hija del héroe de la independencia ni a sus consejeros cercanos. Mientras los vecinos de Birmania —especialmente China, Tailandia y la India— estuvieran contentos con el suministro constante de “commodities” y no hubiese peligro de que el descontento civil desbordara las fronteras, los militares birmanos tenían, por parte del Sudeste asiático, carta blanca para hacer lo suyo.
Eso, precisamente, es lo que llevó a la colosal pérdida de vidas acaecida este mes. Un régimen tan paranoico que trasladó la capital al norte del país hace pocos años porque los videntes dijeron que un gran desastre natural seguido de un descontento civil tendría lugar en Rangún y no podía permitir que la población cayera presa de un temor más grande que el temor de la represión. Cualquier conmoción civil es una amenaza para un régimen que debe todo al uso de la fuerza. De allí que la información cabal le fuera escondida a la población y se impidiera a los civiles organizar directamente tareas de rescate.
Ningún gobierno, democrático o dictatorial, es inmune a un azote de la naturaleza, desafío al que ninguna organización tan vertical y paquidérmica como un Estado puede responder con agilidad. Pero un gobierno que no es responsable ante nadie y no permite que funcionen estructuras descentralizadas por temor a que se conviertan en una sociedad civil embrionaria que debilite al Estado es garantía de holocausto en un caso como éste.
Las peores hambrunas del siglo 20 no fueron causadas por los elementos—o por la falta de ellos. Fueron causadas por los gobiernos de la Unión Soviética, China, Vietnam, Corea del Norte, Nigeria y otros países. La conducta del gobierno birmano en las últimas semanas va camino de lograr una de las peores tragedias de que se tenga memoria causadas por personas obsesionadas con el poder.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
Birmania: el otro ciclón
Washington, DC—Birmania nos ha dado la mujer viva más admirable, la Premio Nobel de La Paz Aung San Suu Kyi, y el régimen más repugnante. Hasta el 2 de mayo, el gobierno militar liderado por el jefe del ejército Than Shwe competía por ese título con el tirano racista de Zimbabwe, el autócrata esotérico de Corea del Norte y los delirantes hermanos Castro de Cuba. Pero llegó el ciclón y la junta birmana aprovechó la ocasión para sacarles una nariz de ventaja a sus rivales.
Es difícil decir qué fue peor: haber ocultado a la población la magnitud del ciclón que avanzaba hacia el delta del Irrawaddy y no haber tomado precauciones cuando el servicio meteorológico alertó al gobierno con 48 horas de anticipación; haber mentido groseramente acerca del número de víctimas una vez que fue barrida una vasta franja al sur del país; haber impedido a las agencias de ayuda exterior el ingreso al país y rechazado la colaboración de otros gobiernos durante varios días; haber prohibido a los civiles distribuir la poca ayuda disponible porque esa era responsabilidad exclusiva de los soldados; o haber llevado a cabo el referendo diseñado para contrabandear una Constitución que tardó catorce años en ser redactada y cuyo articulado se resume en tres palabras: gobernaremos para siempre.
Mucha gente, incluidos los generales birmanos, han aludido, a modo de comparación, a la incompetencia del gobierno de los EE.UU. ante la secuela del huracán Katrina en 2005. Boba comparación. El desastre “Katrina” fue el resultado involuntario de un Estado burocrático. La catástrofe birmana es el resultado de una mentalidad política: es decir, de decisiones fríamente dirigidas a preservar al gobierno militar frente a la amenaza de la inestabilidad. Esas decisiones fueron tomadas con la misma racionalidad con la que en 1988 y 2007 se masacró a civiles desarmados, incluidos monjes budistas, culpables de querer elecciones libres.
Los militares han gobernado Birmania desde 1962. El régimen ha atravesado distintas etapas, incluyendo la “vía birmana al socialismo” del General Ne Win, que dejó en la ruina a un país dotado de abundantes recursos naturales, y, más tarde, un sistema con toques “latinoamericanos” en el que los amigos o funcionarios del Estado son dueños de buena parte de la economía. La masiva emigración a Tailandia y la exportación de “commodities” como el petróleo, el gas y el arroz han servido para morigerar la presión social.
En cuatro décadas y media, la junta ha cometido sólo una equivocación: permitir elecciones relativamente libres en 1990. La Liga Nacional para la Democracia de Aung San Suu Ky venció de manera aplastante. La junta desconoció el resultado y, aprendiendo de su error, nunca más permitió vivir en libertad a la hija del héroe de la independencia ni a sus consejeros cercanos. Mientras los vecinos de Birmania —especialmente China, Tailandia y la India— estuvieran contentos con el suministro constante de “commodities” y no hubiese peligro de que el descontento civil desbordara las fronteras, los militares birmanos tenían, por parte del Sudeste asiático, carta blanca para hacer lo suyo.
Eso, precisamente, es lo que llevó a la colosal pérdida de vidas acaecida este mes. Un régimen tan paranoico que trasladó la capital al norte del país hace pocos años porque los videntes dijeron que un gran desastre natural seguido de un descontento civil tendría lugar en Rangún y no podía permitir que la población cayera presa de un temor más grande que el temor de la represión. Cualquier conmoción civil es una amenaza para un régimen que debe todo al uso de la fuerza. De allí que la información cabal le fuera escondida a la población y se impidiera a los civiles organizar directamente tareas de rescate.
Ningún gobierno, democrático o dictatorial, es inmune a un azote de la naturaleza, desafío al que ninguna organización tan vertical y paquidérmica como un Estado puede responder con agilidad. Pero un gobierno que no es responsable ante nadie y no permite que funcionen estructuras descentralizadas por temor a que se conviertan en una sociedad civil embrionaria que debilite al Estado es garantía de holocausto en un caso como éste.
Las peores hambrunas del siglo 20 no fueron causadas por los elementos—o por la falta de ellos. Fueron causadas por los gobiernos de la Unión Soviética, China, Vietnam, Corea del Norte, Nigeria y otros países. La conducta del gobierno birmano en las últimas semanas va camino de lograr una de las peores tragedias de que se tenga memoria causadas por personas obsesionadas con el poder.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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