Washington, DC—La semana pasada, la CIA desclasificó casi 700 páginas de documentos relacionados con actividades ilegales llevadas a cabo por ella misma en las décadas de 1960 y 1970: las llamadas “joyas de la familia”. Muchos latinoamericanos esperaban que este acto de transparencia ayudase a restablecer cierta confianza en el gobierno estadounidense al sur del Río Grande, donde la CIA estuvo involucrada a fondo en aquella época. Desafortunadamente, es improbable que esto ocurra.
Los documentos contienen pocas revelaciones en conexión con América Latina, excepto los nombres de los mafiosos contactados por la CIA para asesinar a Fidel Castro. Esto se explica en parte porque las “joyas de la familia” se refieren a las actividades “ilegales” de la CIA, es decir a sus actos de espionaje interno. Gran parte de la participación de la CIA en Cuba, República Dominicana, Argentina y Chile en los años 60 y 70 —por mencionar cuatro países— se ajustó al mandato de la organización porque tuvo lugar fuera del territorio de los Estados Unidos. Otra razón de la probable decepción latinoamericana frente a los documentos revelados es que ciertos pasajes han sido censurados. Hay espacios en blanco, por ejemplo, en la sección que se refiere a los asaltos que tuvieron lugar en la embajada de Chile y otros edificios diplomáticos chilenos en los EE.UU. poco antes del ingreso ilegal al edificio “Watergate”—asaltos que pudieron o no haber sido organizados por la CIA.
Hay insinuaciones sin mayor desarrollo que pondrán en marcha la imaginación de los afiebrados: mala cosa para las relaciones entre estadounidenses y latinoamericanos, que tienden a suscitar tantas teorías conspirativas. En un memorando dirigido a William Colby, que entonces ocupaba un alto cargo en la CIA, alguien emplea un signo de interrogación junto al párrafo relacionado con la irrupción en la embajada chilena como preguntando si ese episodio cae o no bajo la categoría de actividades ilegales de la agencia. Queda flotando la impresión de que había personas dentro de la agencia que pensaban que la CIA tuvo algo que ver.
Si tuvo algo que ver, sería la primera vez que un documento da crédito a la hipótesis de que la CIA utilizó a la embajada chilena como un campo de entrenamiento para el equipo que más tarde ingresaría en secreto al complejo “Watergate”. Otra interpretación podría ser que la gente de la CIA buscaba papeles que documentaran los contactos entre Chile y Cuba, o las actividades de la filial chilena de la firma International Telephone and Telegraph (ITT), enemiga acérrima de Salvador Allende. La información incompleta que se nos ofrece no permite confirmar o desmentir esta hipótesis, sólo estirar la imaginación de los que creen saber la respuesta.
La conclusión de muchos latinoamericanos será, probablemente, que la CIA sigue ocultando información acerca de las actividades que realizó en Chile en los años 70». Esto no ayudará a ganar amigos al otro lado de la frontera, especialmente si, como lo afirmó la semana pasada el Director de la CIA, Michael Haydn, su agencia “tiene la responsabilidad de ser tan abierta como resulte posible”.
¿Podría la CIA ser más transparente con América Latina? Claro que podría. Según una orden ejecutiva firmada por el Presidente Clinton y aplicada por George W. Bush, los documentos oficiales serán desclasificados de forma automática después de 25 años, con ocho tipos de excepción. La CIA hace un uso perverso de esas excepciones. Peter Kornbluh, el jefe del “Proyecto de Documentación sobre Chile” en el National Security Archive me dice que ha solicitado en reiteradas ocasiones al gobierno norteamericano que desclasifique los documentos referidos a las reuniones entre Manuel Contreras, el ex jefe de la policía secreta de Chile, y la CIA. También ha pedido ver la información sobre Pinochet contenida en el “archivo 201”, un mítico archivo que contiene información detallada sobre líderes extranjeros. “Han transcurrido más de 30 años y aún se niegan a revelar la información”, afirma Kornbluh.
Nada envenena más la percepción que tiene un ciudadano acerca del gobierno que la sospecha de que para las autoridades la verdad está subordinada a brumosos objetivos superiores. Dada la significativa injerencia del gobierno estadounidense en países en los que no fue elegido, puede argumentarse que la obligación moral que tienen las autoridades de ese país de confesar la verdad sobre las actividades oficiales del pasado se extiende más allá de las fronteras estadounidenses.
Muchos países latinoamericanos —de Argentina a Guatemala y de Chile a Perú— han realizado dolorosos esfuerzos en los últimos años por conocer la verdad acerca de su horrendo pasado a través de organismos de investigación conocidos como “comisiones de la verdad”. El país que construyó una república en base a la noción de los derechos humanos debería ser sensible a la necesidad de los ciudadanos extranjeros de conocer ciertas verdades que sólo el gobierno de los Estados Unidos, y particularmente la CIA, están en condiciones de revelar.
Revelar acontecimientos que tuvieron lugar hace décadas no lesionará los intereses de la seguridad nacional estadounidense. Sólo perjudicará a aquellos que fingiendo temer al enemigo le temen más a la verdad.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group>/b>
Las joyas de la familia
Washington, DC—La semana pasada, la CIA desclasificó casi 700 páginas de documentos relacionados con actividades ilegales llevadas a cabo por ella misma en las décadas de 1960 y 1970: las llamadas “joyas de la familia”. Muchos latinoamericanos esperaban que este acto de transparencia ayudase a restablecer cierta confianza en el gobierno estadounidense al sur del Río Grande, donde la CIA estuvo involucrada a fondo en aquella época. Desafortunadamente, es improbable que esto ocurra.
Los documentos contienen pocas revelaciones en conexión con América Latina, excepto los nombres de los mafiosos contactados por la CIA para asesinar a Fidel Castro. Esto se explica en parte porque las “joyas de la familia” se refieren a las actividades “ilegales” de la CIA, es decir a sus actos de espionaje interno. Gran parte de la participación de la CIA en Cuba, República Dominicana, Argentina y Chile en los años 60 y 70 —por mencionar cuatro países— se ajustó al mandato de la organización porque tuvo lugar fuera del territorio de los Estados Unidos. Otra razón de la probable decepción latinoamericana frente a los documentos revelados es que ciertos pasajes han sido censurados. Hay espacios en blanco, por ejemplo, en la sección que se refiere a los asaltos que tuvieron lugar en la embajada de Chile y otros edificios diplomáticos chilenos en los EE.UU. poco antes del ingreso ilegal al edificio “Watergate”—asaltos que pudieron o no haber sido organizados por la CIA.
Hay insinuaciones sin mayor desarrollo que pondrán en marcha la imaginación de los afiebrados: mala cosa para las relaciones entre estadounidenses y latinoamericanos, que tienden a suscitar tantas teorías conspirativas. En un memorando dirigido a William Colby, que entonces ocupaba un alto cargo en la CIA, alguien emplea un signo de interrogación junto al párrafo relacionado con la irrupción en la embajada chilena como preguntando si ese episodio cae o no bajo la categoría de actividades ilegales de la agencia. Queda flotando la impresión de que había personas dentro de la agencia que pensaban que la CIA tuvo algo que ver.
Si tuvo algo que ver, sería la primera vez que un documento da crédito a la hipótesis de que la CIA utilizó a la embajada chilena como un campo de entrenamiento para el equipo que más tarde ingresaría en secreto al complejo “Watergate”. Otra interpretación podría ser que la gente de la CIA buscaba papeles que documentaran los contactos entre Chile y Cuba, o las actividades de la filial chilena de la firma International Telephone and Telegraph (ITT), enemiga acérrima de Salvador Allende. La información incompleta que se nos ofrece no permite confirmar o desmentir esta hipótesis, sólo estirar la imaginación de los que creen saber la respuesta.
La conclusión de muchos latinoamericanos será, probablemente, que la CIA sigue ocultando información acerca de las actividades que realizó en Chile en los años 70». Esto no ayudará a ganar amigos al otro lado de la frontera, especialmente si, como lo afirmó la semana pasada el Director de la CIA, Michael Haydn, su agencia “tiene la responsabilidad de ser tan abierta como resulte posible”.
¿Podría la CIA ser más transparente con América Latina? Claro que podría. Según una orden ejecutiva firmada por el Presidente Clinton y aplicada por George W. Bush, los documentos oficiales serán desclasificados de forma automática después de 25 años, con ocho tipos de excepción. La CIA hace un uso perverso de esas excepciones. Peter Kornbluh, el jefe del “Proyecto de Documentación sobre Chile” en el National Security Archive me dice que ha solicitado en reiteradas ocasiones al gobierno norteamericano que desclasifique los documentos referidos a las reuniones entre Manuel Contreras, el ex jefe de la policía secreta de Chile, y la CIA. También ha pedido ver la información sobre Pinochet contenida en el “archivo 201”, un mítico archivo que contiene información detallada sobre líderes extranjeros. “Han transcurrido más de 30 años y aún se niegan a revelar la información”, afirma Kornbluh.
Nada envenena más la percepción que tiene un ciudadano acerca del gobierno que la sospecha de que para las autoridades la verdad está subordinada a brumosos objetivos superiores. Dada la significativa injerencia del gobierno estadounidense en países en los que no fue elegido, puede argumentarse que la obligación moral que tienen las autoridades de ese país de confesar la verdad sobre las actividades oficiales del pasado se extiende más allá de las fronteras estadounidenses.
Muchos países latinoamericanos —de Argentina a Guatemala y de Chile a Perú— han realizado dolorosos esfuerzos en los últimos años por conocer la verdad acerca de su horrendo pasado a través de organismos de investigación conocidos como “comisiones de la verdad”. El país que construyó una república en base a la noción de los derechos humanos debería ser sensible a la necesidad de los ciudadanos extranjeros de conocer ciertas verdades que sólo el gobierno de los Estados Unidos, y particularmente la CIA, están en condiciones de revelar.
Revelar acontecimientos que tuvieron lugar hace décadas no lesionará los intereses de la seguridad nacional estadounidense. Sólo perjudicará a aquellos que fingiendo temer al enemigo le temen más a la verdad.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group>/b>
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