Washington, DC — Cinco años después de que el Presidente Alvaro Uribe se declarase en guerra contra ellas, las narcoguerrillas colombianas se han apuntado una victoria contra la democracia. Se ha revelado que una significativa porción del “establishment»» político tenía lazos turbios con el grupo paramilitar de derechas conocido como las “Autodefensas Unidas de Colombia” (AUC). La Canciller María Consuelo Araújo dimitió la semana pasada, después de que su hermano, un prominente congresista, fue arrestado por su supuesta conexión con el escándalo.
¿Por qué todo esto constituye una victoria para el narcoterrorismo marxista? Las revelaciones afianzan en el imaginario de muchos la visión maniquea, sostenida por organizaciones influyentes, según la cual el conflicto de ese país opone a dos males equivalentes: una fuerza guerrillera mal encaminada por un puñado de líderes corruptos que comercializan drogas y un Estado fascista orgánicamente ligado al narcotráfico y dispuesto a preservar a sangre y fuego a la oligarquía. Aun cuando las recientes revelaciones confirman que muchas figuras públicas actuaban en connivencia con las AUC, se omite un aspecto esencial: casi todas esas revelaciones fueron desencadenadas por el propio gobierno de Uribe, que presionó con éxito a las AUC para desmovilizarse y las condujo a que confesaran sus crímenes y corrieran el velo que ocultó durante años sus lazos con el “establishment”.
La verdad de esta saga es que durante décadas el Estado fue incapaz de proporcionar seguridad al pueblo colombiano ante la ofensiva de dos organizaciones marxistas que asesinaron, mutilaron y secuestraron a incontables ciudadanos. Uno de estos grupos, el de las FARC, se convirtió en un imperio económico gracias al narcotráfico. En los años 90, las AUC empezaron a actuar como coordinadoras de los esfuerzos más bien modestos realizados hasta entonces por ganaderos desesperados por protegerse contra las exacciones de los marxistas. Como suele ocurrir cuando el colapso del orden público reduce a chiste la pretensión del Estado de constituir el monopolio de la fuerza, el grupo paramilitar decidió obtener financiamiento a través de las drogas y la extorsión. Así, las FARC, desde su bastión en el sur, y las AUC, basadas mayormente en la costa caribe, pasaron a ser los enemigos de la sociedad civil colombiana bajo la mirada impotente de las instituciones políticas.
Desde 2002, el liderazgo de Uribe movilizó a la sociedad civil en contra de esos dos enemigos. En el caso de las FARC, las narcoguerrillas se vieron forzadas a retroceder a sus zonas del interior. En el de las AUC, el grupo se desmovilizó a cambio de condenas reducidas y condicionadas a que lo confesara todo: el tipo de proceso éticamente controversial pero acaso inevitable por el que otras sociedades, desde Sudáfrica hasta El Salvador, han atravesado en nombre de la reconciliación. Desafortunadamente, las equivocaciones de Uribe, especialmente su tendencia a rodearse de algunos personajes cercanos a las AUC y su impaciencia frente a ciertos grupos de derechos humanos de izquierdas, hacen ahora difícil rescatar una verdad esencial en medio del escándalo conocido en Colombia como la “para-política”»: que fue el éxito del Presidente Uribe a la hora de hacer retroceder a las FARC y desmovilizar a las AUC lo que posibilitó que saliera a flote la verdad acerca de los vínculos de estas últimas con prominentes políticos.
“La política de Seguridad Democrática»», me dice el Presidente Alvaro Uribe, “es la que confiscó la computadora que pertenecía a ‘Jorge 40» y que constituye parte de la prueba en que se basan las investigaciones”. Se refiere, por supuesto, a Rodrigo Tovar Pupo, uno de los dirigentes paramilitares desmovilizados.
Esto, desde luego, no es excusa para que una parte importante del “establishment” de Colombia se haya involucrado en el tipo de actividades que los $4.700 millones donados por los Estados Unidos en años recientes debían combatir. Ni es la lucha contra el terrorismo una justificación para formas alternativas de terrorismo. Pero es necesario recordar que la guerra de Colombia no la libran dos males equivalentes, sino una sociedad civil ansiosa por sobrevivir y preservar su democracia liberal contra dos formas del mal distintas y rivales ayudadas en su momento por un Estado inservible.
Como alguien que ha sostenido a menudo que los grupos marxistas totalitarios de América Latina no justifican las dictaduras militares ni las democracias autoritarias, soy consciente de las implicancias de la “para-política”. Pero seamos justos con las instituciones civiles de Colombia. El proceso de catarsis que hoy vive ese país nunca hubiese sido posible bajo el general Videla (Argentina), el general Pinochet (Chile), o Alberto Fujimori (Perú), para mencionar a tres autócratas que utilizaron al terrorismo marxista como excusa para mantenerse en el poder. No sabemos aún si el “establishment”» de Colombia aprenderá la lección. Pero hasta ahora el sistema judicial ha dado pasos audaces sin interferencia política. Esa es una buena noticia.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
Colombia y la «Parapolítica»
Washington, DC — Cinco años después de que el Presidente Alvaro Uribe se declarase en guerra contra ellas, las narcoguerrillas colombianas se han apuntado una victoria contra la democracia. Se ha revelado que una significativa porción del “establishment»» político tenía lazos turbios con el grupo paramilitar de derechas conocido como las “Autodefensas Unidas de Colombia” (AUC). La Canciller María Consuelo Araújo dimitió la semana pasada, después de que su hermano, un prominente congresista, fue arrestado por su supuesta conexión con el escándalo.
¿Por qué todo esto constituye una victoria para el narcoterrorismo marxista? Las revelaciones afianzan en el imaginario de muchos la visión maniquea, sostenida por organizaciones influyentes, según la cual el conflicto de ese país opone a dos males equivalentes: una fuerza guerrillera mal encaminada por un puñado de líderes corruptos que comercializan drogas y un Estado fascista orgánicamente ligado al narcotráfico y dispuesto a preservar a sangre y fuego a la oligarquía. Aun cuando las recientes revelaciones confirman que muchas figuras públicas actuaban en connivencia con las AUC, se omite un aspecto esencial: casi todas esas revelaciones fueron desencadenadas por el propio gobierno de Uribe, que presionó con éxito a las AUC para desmovilizarse y las condujo a que confesaran sus crímenes y corrieran el velo que ocultó durante años sus lazos con el “establishment”.
La verdad de esta saga es que durante décadas el Estado fue incapaz de proporcionar seguridad al pueblo colombiano ante la ofensiva de dos organizaciones marxistas que asesinaron, mutilaron y secuestraron a incontables ciudadanos. Uno de estos grupos, el de las FARC, se convirtió en un imperio económico gracias al narcotráfico. En los años 90, las AUC empezaron a actuar como coordinadoras de los esfuerzos más bien modestos realizados hasta entonces por ganaderos desesperados por protegerse contra las exacciones de los marxistas. Como suele ocurrir cuando el colapso del orden público reduce a chiste la pretensión del Estado de constituir el monopolio de la fuerza, el grupo paramilitar decidió obtener financiamiento a través de las drogas y la extorsión. Así, las FARC, desde su bastión en el sur, y las AUC, basadas mayormente en la costa caribe, pasaron a ser los enemigos de la sociedad civil colombiana bajo la mirada impotente de las instituciones políticas.
Desde 2002, el liderazgo de Uribe movilizó a la sociedad civil en contra de esos dos enemigos. En el caso de las FARC, las narcoguerrillas se vieron forzadas a retroceder a sus zonas del interior. En el de las AUC, el grupo se desmovilizó a cambio de condenas reducidas y condicionadas a que lo confesara todo: el tipo de proceso éticamente controversial pero acaso inevitable por el que otras sociedades, desde Sudáfrica hasta El Salvador, han atravesado en nombre de la reconciliación. Desafortunadamente, las equivocaciones de Uribe, especialmente su tendencia a rodearse de algunos personajes cercanos a las AUC y su impaciencia frente a ciertos grupos de derechos humanos de izquierdas, hacen ahora difícil rescatar una verdad esencial en medio del escándalo conocido en Colombia como la “para-política”»: que fue el éxito del Presidente Uribe a la hora de hacer retroceder a las FARC y desmovilizar a las AUC lo que posibilitó que saliera a flote la verdad acerca de los vínculos de estas últimas con prominentes políticos.
“La política de Seguridad Democrática»», me dice el Presidente Alvaro Uribe, “es la que confiscó la computadora que pertenecía a ‘Jorge 40» y que constituye parte de la prueba en que se basan las investigaciones”. Se refiere, por supuesto, a Rodrigo Tovar Pupo, uno de los dirigentes paramilitares desmovilizados.
Esto, desde luego, no es excusa para que una parte importante del “establishment” de Colombia se haya involucrado en el tipo de actividades que los $4.700 millones donados por los Estados Unidos en años recientes debían combatir. Ni es la lucha contra el terrorismo una justificación para formas alternativas de terrorismo. Pero es necesario recordar que la guerra de Colombia no la libran dos males equivalentes, sino una sociedad civil ansiosa por sobrevivir y preservar su democracia liberal contra dos formas del mal distintas y rivales ayudadas en su momento por un Estado inservible.
Como alguien que ha sostenido a menudo que los grupos marxistas totalitarios de América Latina no justifican las dictaduras militares ni las democracias autoritarias, soy consciente de las implicancias de la “para-política”. Pero seamos justos con las instituciones civiles de Colombia. El proceso de catarsis que hoy vive ese país nunca hubiese sido posible bajo el general Videla (Argentina), el general Pinochet (Chile), o Alberto Fujimori (Perú), para mencionar a tres autócratas que utilizaron al terrorismo marxista como excusa para mantenerse en el poder. No sabemos aún si el “establishment”» de Colombia aprenderá la lección. Pero hasta ahora el sistema judicial ha dado pasos audaces sin interferencia política. Esa es una buena noticia.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
América LatinaAmérica LatinaDefensa y política exteriorDerecho y libertadEconomía y desarrollo internacionalesGuerra contra las drogas
Artículos relacionados
Irak: Política exterior negligente
Cambio de régimen—la frase suena tan fresca y antiséptica. Pero antes de que...
Las mentiras que nos dicen sobre Irak
La confrontación de la administración Bush con Irak es tanto una competencia de...
El alto precio de planificar el uso de la tierra
La mayoría de la gente sabe que el Bay Area de San Francisco...
Cuídese de los carnívoros
Durante los últimos años, los países latinoamericanos, desde Brasil hasta Bolivia y Costa...
Artículos de tendencia
Blogs de tendencia