Washington DC—Los ataques israelíes contra el Líbano en persecución de Hezbolá son un error. Apuntan sin darse cuenta contra la mejor esperanza de vida civilizada en el Medio Oriente (fuera del propio Israel) y crearán el tipo de vacío moral e institucional que engendra violencia sectaria.
Cuatro cosas me impactaron durante un viaje por el Líbano, hace dos semanas: la casi milagrosa reconstrucción de Beirut, el librepensamiento cosmopolita de su clase media, el espíritu de coexistencia pacífica entre los diversos grupos religiosos –debido en parte a la mentalidad abierta de un sector de la población sunnita– y el resentimiento contra Hezbolá entre los cristianos (que constituyen más del 35 por ciento de la población) y los musulmanes en casi todas partes excepto en el valle de Bekaa y en el sur.
Comparado con cualquier otro país árabe, eso era lo más parecido al paraíso. Sí, se advertía la imponente presencia de Hezbolá en Baalbek, en el este, y en el trayecto de Tiro a la frontera con Israel, en el sur, es decir en las zonas chiítas. El estandarte amarillo de Hezbolá y las imágenes con el rostro barbado de Hassan Nasrala o el difunto Ayatollah Khomeini no dejaban lugar a dudas con respecto a quien manda en esas zonas. Y escuché a Walid Jumblatt, uno de los dirigentes que ayudó a expulsar a Siria del Líbano y uno de los pilares de la mayoría parlamentaria, expresar frustración por la influencia de Hezbolá en la vida política.
Pero el Líbano progresaba. Su legendario impulso emprendedor había regresado. Incluso con una economía que no se había recuperado plenamente de una guerra civil que redujo el PBI del país a la mitad, se percibía un espíritu optimista. La gente abrigaba toda clase de proyectos personales—signo inequívoco de una sociedad civil en marcha-, se tratase de la apertura de nuevos bares en la calle Monot, en Beirut, o, como acababa de hacerlo Nada, colaboradora en un centro cultural, de persuadir a un editor para que iniciara una colección dedicada a traducir escritores españoles.
Todo este progreso ha sido reducido a escombros. La infraestructura que costó miles de millones de dólares reconstruir ha sido pulverizada. Las instituciones que habían logrado mantener la paz interna están malheridas. La confianza en el mundo exterior ha desaparecido. Y ahora surge un ambiente en la que se encogerá la sociedad civil y proliferarán los extremistas, tal como ocurrió entre 1975 y 1990. El país será ahora rehén de los designios ideológicos y personales de dirigentes hambrientos de poder. (Mientras escribo estas líneas, recibo un correo electrónico de Nada: “Estamos atrapados. … Si ahora los israelíes pararan, Hezbolá seguiría y la eterna amenaza de que ocurra esto otra vez también. Y si siguen, es un precio altísimo … han bombardeado Biblos. …Esto es el infierno … pronto careceremos de fuel …”).
Es cierto que la transición del Líbano arrastraba muchos problemas, como la supervivencia política de dirigentes que habían hecho la guerra, un sistema para compartir el poder basado enteramente en criterios confesionales y, en especial, la incapacidad de las instituciones políticas para desarmar a Hezbolá. Pero las represalias de Israel no corrigen eso: castigan un intento moderadamente exitoso de diversidad religiosa en un clima de coexistencia pacífica y modernización en el mundo árabe.
Hezbolá es en parte hijo de la presencia de Israel en el Líbano entre 1982 y 2000. A diferencia de la sociedad civil que está siendo bombardeada, Hezbolá está entrenado en el combate guerrillero. Y, si las cosas continúan como están, estos terroristas recibirán en bandeja un escenario en el que se convertirán en la única fuerza libanesa operativa.
Pocas cosas pueden ser más legítimas que defenderse contra los ataques de una organización como Hezbolá, cuyos cohetes apuntan cobardemente a aterrorizar a toda la población de la colinas de Galilea en Israel, cuyos aliados son dos de los peores violadores de los derechos humanos en la historia de la humanidad y cuya ideología es sencillamente bárbara. Pero la respuesta de Israel atribuye una culpa colectiva sobre toda una sociedad por las atrocidades de una minoría de la cual la propia sociedad es víctima.
Gideon Levy, comentarista israelí, lo expresó de esta manera en un artículo publicado en Haaretz: “¿Ocho soldados muertos y otros dos secuestrados y llevados al Líbano? Todo el Líbano lo pagará…El ejército ha encajado dos golpes particularmente humillantes y por ellos ha ido a una guerra que busca la recuperación de su dignidad o, como dicen aquí, restauración de su capacidad disuasoria”.
Resulta difícil ver como una nación que representa la rectitud moral y la civilización puede ganar adeptos para su lucha por la seguridad mediante el empleo de medios que empañan ese mismo objetivo.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
El bombardeo del Líbano
Washington DC—Los ataques israelíes contra el Líbano en persecución de Hezbolá son un error. Apuntan sin darse cuenta contra la mejor esperanza de vida civilizada en el Medio Oriente (fuera del propio Israel) y crearán el tipo de vacío moral e institucional que engendra violencia sectaria.
Cuatro cosas me impactaron durante un viaje por el Líbano, hace dos semanas: la casi milagrosa reconstrucción de Beirut, el librepensamiento cosmopolita de su clase media, el espíritu de coexistencia pacífica entre los diversos grupos religiosos –debido en parte a la mentalidad abierta de un sector de la población sunnita– y el resentimiento contra Hezbolá entre los cristianos (que constituyen más del 35 por ciento de la población) y los musulmanes en casi todas partes excepto en el valle de Bekaa y en el sur.
Comparado con cualquier otro país árabe, eso era lo más parecido al paraíso. Sí, se advertía la imponente presencia de Hezbolá en Baalbek, en el este, y en el trayecto de Tiro a la frontera con Israel, en el sur, es decir en las zonas chiítas. El estandarte amarillo de Hezbolá y las imágenes con el rostro barbado de Hassan Nasrala o el difunto Ayatollah Khomeini no dejaban lugar a dudas con respecto a quien manda en esas zonas. Y escuché a Walid Jumblatt, uno de los dirigentes que ayudó a expulsar a Siria del Líbano y uno de los pilares de la mayoría parlamentaria, expresar frustración por la influencia de Hezbolá en la vida política.
Pero el Líbano progresaba. Su legendario impulso emprendedor había regresado. Incluso con una economía que no se había recuperado plenamente de una guerra civil que redujo el PBI del país a la mitad, se percibía un espíritu optimista. La gente abrigaba toda clase de proyectos personales—signo inequívoco de una sociedad civil en marcha-, se tratase de la apertura de nuevos bares en la calle Monot, en Beirut, o, como acababa de hacerlo Nada, colaboradora en un centro cultural, de persuadir a un editor para que iniciara una colección dedicada a traducir escritores españoles.
Todo este progreso ha sido reducido a escombros. La infraestructura que costó miles de millones de dólares reconstruir ha sido pulverizada. Las instituciones que habían logrado mantener la paz interna están malheridas. La confianza en el mundo exterior ha desaparecido. Y ahora surge un ambiente en la que se encogerá la sociedad civil y proliferarán los extremistas, tal como ocurrió entre 1975 y 1990. El país será ahora rehén de los designios ideológicos y personales de dirigentes hambrientos de poder. (Mientras escribo estas líneas, recibo un correo electrónico de Nada: “Estamos atrapados. … Si ahora los israelíes pararan, Hezbolá seguiría y la eterna amenaza de que ocurra esto otra vez también. Y si siguen, es un precio altísimo … han bombardeado Biblos. …Esto es el infierno … pronto careceremos de fuel …”).
Es cierto que la transición del Líbano arrastraba muchos problemas, como la supervivencia política de dirigentes que habían hecho la guerra, un sistema para compartir el poder basado enteramente en criterios confesionales y, en especial, la incapacidad de las instituciones políticas para desarmar a Hezbolá. Pero las represalias de Israel no corrigen eso: castigan un intento moderadamente exitoso de diversidad religiosa en un clima de coexistencia pacífica y modernización en el mundo árabe.
Hezbolá es en parte hijo de la presencia de Israel en el Líbano entre 1982 y 2000. A diferencia de la sociedad civil que está siendo bombardeada, Hezbolá está entrenado en el combate guerrillero. Y, si las cosas continúan como están, estos terroristas recibirán en bandeja un escenario en el que se convertirán en la única fuerza libanesa operativa.
Pocas cosas pueden ser más legítimas que defenderse contra los ataques de una organización como Hezbolá, cuyos cohetes apuntan cobardemente a aterrorizar a toda la población de la colinas de Galilea en Israel, cuyos aliados son dos de los peores violadores de los derechos humanos en la historia de la humanidad y cuya ideología es sencillamente bárbara. Pero la respuesta de Israel atribuye una culpa colectiva sobre toda una sociedad por las atrocidades de una minoría de la cual la propia sociedad es víctima.
Gideon Levy, comentarista israelí, lo expresó de esta manera en un artículo publicado en Haaretz: “¿Ocho soldados muertos y otros dos secuestrados y llevados al Líbano? Todo el Líbano lo pagará…El ejército ha encajado dos golpes particularmente humillantes y por ellos ha ido a una guerra que busca la recuperación de su dignidad o, como dicen aquí, restauración de su capacidad disuasoria”.
Resulta difícil ver como una nación que representa la rectitud moral y la civilización puede ganar adeptos para su lucha por la seguridad mediante el empleo de medios que empañan ese mismo objetivo.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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