WASHINGTON— El diario francés “Le Figaro”, símbolo conservador, se refirió al cotejo entre Francia y Togo en la reciente Copa del Mundo como el único partido jugado entre dos equipos africanos. Se refería a la enorme presencia de jugadores de raza negra en la selección francesa.
Al mundo no le sorprende que la Secretaria de Estado de los Estados Unidos sea negra ni que, hasta hace poco, el presentador estrella de la televisión británica fuese negro. La gente ha asumido que la diversidad es un rasgo distintivo de estas dos sociedades, especialmente la estadounidense. En cambio, los observadores—incluidos los franceses—se han desconcertado con la composición racial del equipo galo. El asunto ha sido objeto de constante atención durante las últimas semanas.
Un pequeño puñado de simpatizantes españoles hicieron gestos simiescos antes de que su equipo se enfrentara a Francia en los cuartos de final (la ironía es que hasta hace no mucho tiempo algunos franceses veían a España como una prolongación del Norte de África). Esto ilustra lo lenta que es la adaptación de algunos europeos a los cambios del mundo de hoy.
La diversidad étnica en el fútbol francés no es del todo nueva. Cuando ganaron la Copa del Mundo en 1998, se popularizó el eslogan “black, blanc et beur” (“negro, blanco y magrebí”), que era un juego de palabras con la tricolor. Sin embargo, en aquel equipo sólo tres de los once jugadores titulares eran negros, contra los siete de la actualidad (a los que hay que añadir a Zinédine Zidane, hijo de padres argelinos).
El origen de los jugadores cubre el mapa del antiguo imperio francés, excepto Indochina: las Antillas (Martinica, Guadalupe, Guyana), África del Norte (Argelia), África Occidental (Malí, Senegal), y África Ecuatorial (Congo.) Tres de los jugadores nacieron en el África, incluidos los célebres Claude Makelele y Patrick Vieira.
Los analistas denuncian que esto no refleja fielmente lo que ocurre en la sociedad francesa (o europea). Y están en lo cierto. Hace apenas ocho meses, Francia padeció violentos disturbios en las “banlieues” que rodean Paris y otras ciudades. Los hijos de inmigrantes árabes y africanos en suburbios como Seine-Saint-Denis siguen simbolizando la incapacidad del republicanismo francés para absorber a los inmigrantes.
Pap N»Diaye, un estudioso de la historia de la raza negra, considera que “la celebridad del jugador tiende a suspender los estereotipos más negativos respecto de los negros. Uno puede por tanto ser un hincha de Henry, Vieira y Thuram, y al mismo tiempo tener un comportamiento racista”. Tiene razón. Como la tienen quienes piensan que Francia tolera la diversidad en un equipo deportivo pero no en la política (solamente once de los 577 miembros de la Asamblea Nacional pertenecen a minorías étnicas) o en las grandes empresas (sólo un equipo de fútbol tiene un presidente negro: el Olympique de Marsella).
Mi opinión, sin embargo, es más positiva. Por algún lado hay que empezar. Si el deporte es el canal más inmediato para la expresión de la diversidad, pues que lo sea. El hecho de que todos—excepto el extremista francés Jean-Marie Le Pen—señalen el contraste entre la diversidad del equipo y el sistema rígido y poco representativo que prevalece en la sociedad francesa es un buen paso. Ningún cambio se ha suscitado en la civilización occidental sin el ejercicio de la crítica. La discusión sobre la composición de la selección gala—especialmente si tenemos en cuenta que en Europa, como en Latinoamérica, el fútbol es mucho más que un deporte—puede agitar conciencias. Los símbolos pueden ayudar a modificar, al menos inicialmente, la mentalidad prevaleciente.
La razón por la que ha habido menos integración en Francia que—por ejemplo—en los Estados Unidos es un sistema republicano que ha definido la identidad de manera estrecha y un sistema socioeconómico que no ha facilitado la creación permanente de riqueza y la movilidad social. Los guetos que se formaron en los alrededores de las grandes ciudades incubaron a su vez el resentimiento social. El resultado ha sido la desconfianza mutua.
Quizás la creciente aceptación de la diversidad mediante símbolos como la selección nacional de fútbol contribuya a la larga a generar un sistema político y económico poroso que esté a la altura del vertiginoso mundo de hoy y permita disipar la tensión social mediante la difusión de las oportunidades.
Los miles de franceses que inundaron los Champs Elysées estas últimas cuatro semanas identificándose con rostros como el de Makelele (Zaire) y Vieira (Senegal) constituyen una imagen lo bastante impactante como para merecer reconocimiento.
Esperemos que ella no se disipe en la mente de franceses y europeos en los meses y años venideros.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
El otro rostro de Europa
WASHINGTON— El diario francés “Le Figaro”, símbolo conservador, se refirió al cotejo entre Francia y Togo en la reciente Copa del Mundo como el único partido jugado entre dos equipos africanos. Se refería a la enorme presencia de jugadores de raza negra en la selección francesa.
Al mundo no le sorprende que la Secretaria de Estado de los Estados Unidos sea negra ni que, hasta hace poco, el presentador estrella de la televisión británica fuese negro. La gente ha asumido que la diversidad es un rasgo distintivo de estas dos sociedades, especialmente la estadounidense. En cambio, los observadores—incluidos los franceses—se han desconcertado con la composición racial del equipo galo. El asunto ha sido objeto de constante atención durante las últimas semanas.
Un pequeño puñado de simpatizantes españoles hicieron gestos simiescos antes de que su equipo se enfrentara a Francia en los cuartos de final (la ironía es que hasta hace no mucho tiempo algunos franceses veían a España como una prolongación del Norte de África). Esto ilustra lo lenta que es la adaptación de algunos europeos a los cambios del mundo de hoy.
La diversidad étnica en el fútbol francés no es del todo nueva. Cuando ganaron la Copa del Mundo en 1998, se popularizó el eslogan “black, blanc et beur” (“negro, blanco y magrebí”), que era un juego de palabras con la tricolor. Sin embargo, en aquel equipo sólo tres de los once jugadores titulares eran negros, contra los siete de la actualidad (a los que hay que añadir a Zinédine Zidane, hijo de padres argelinos).
El origen de los jugadores cubre el mapa del antiguo imperio francés, excepto Indochina: las Antillas (Martinica, Guadalupe, Guyana), África del Norte (Argelia), África Occidental (Malí, Senegal), y África Ecuatorial (Congo.) Tres de los jugadores nacieron en el África, incluidos los célebres Claude Makelele y Patrick Vieira.
Los analistas denuncian que esto no refleja fielmente lo que ocurre en la sociedad francesa (o europea). Y están en lo cierto. Hace apenas ocho meses, Francia padeció violentos disturbios en las “banlieues” que rodean Paris y otras ciudades. Los hijos de inmigrantes árabes y africanos en suburbios como Seine-Saint-Denis siguen simbolizando la incapacidad del republicanismo francés para absorber a los inmigrantes.
Pap N»Diaye, un estudioso de la historia de la raza negra, considera que “la celebridad del jugador tiende a suspender los estereotipos más negativos respecto de los negros. Uno puede por tanto ser un hincha de Henry, Vieira y Thuram, y al mismo tiempo tener un comportamiento racista”. Tiene razón. Como la tienen quienes piensan que Francia tolera la diversidad en un equipo deportivo pero no en la política (solamente once de los 577 miembros de la Asamblea Nacional pertenecen a minorías étnicas) o en las grandes empresas (sólo un equipo de fútbol tiene un presidente negro: el Olympique de Marsella).
Mi opinión, sin embargo, es más positiva. Por algún lado hay que empezar. Si el deporte es el canal más inmediato para la expresión de la diversidad, pues que lo sea. El hecho de que todos—excepto el extremista francés Jean-Marie Le Pen—señalen el contraste entre la diversidad del equipo y el sistema rígido y poco representativo que prevalece en la sociedad francesa es un buen paso. Ningún cambio se ha suscitado en la civilización occidental sin el ejercicio de la crítica. La discusión sobre la composición de la selección gala—especialmente si tenemos en cuenta que en Europa, como en Latinoamérica, el fútbol es mucho más que un deporte—puede agitar conciencias. Los símbolos pueden ayudar a modificar, al menos inicialmente, la mentalidad prevaleciente.
La razón por la que ha habido menos integración en Francia que—por ejemplo—en los Estados Unidos es un sistema republicano que ha definido la identidad de manera estrecha y un sistema socioeconómico que no ha facilitado la creación permanente de riqueza y la movilidad social. Los guetos que se formaron en los alrededores de las grandes ciudades incubaron a su vez el resentimiento social. El resultado ha sido la desconfianza mutua.
Quizás la creciente aceptación de la diversidad mediante símbolos como la selección nacional de fútbol contribuya a la larga a generar un sistema político y económico poroso que esté a la altura del vertiginoso mundo de hoy y permita disipar la tensión social mediante la difusión de las oportunidades.
Los miles de franceses que inundaron los Champs Elysées estas últimas cuatro semanas identificándose con rostros como el de Makelele (Zaire) y Vieira (Senegal) constituyen una imagen lo bastante impactante como para merecer reconocimiento.
Esperemos que ella no se disipe en la mente de franceses y europeos en los meses y años venideros.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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