El Presidente Bush se encuentra actualmente alertando en contra de una tendencia hacia el «aislacionismo» y ha empezado a recomendar una participación internacional. Esto de parte de un hombre que transformó a una promesa de campaña de adoptar una «política exterior más humilde» en la virtualmente invasión unilateral de Irak-otra nación soberana que planteaba una amenaza pequeña para los Estados Unidos. Durante los últimos seis años, el presidente ha experimentado una interesante metamorfosis: del «aislacionismo» al unilateralismo muscular a defender el compromiso internacional.
La raíz del cambio de parecer del presidente ha sido una reacción defensiva ante la debacle en Irak. Primero, tomado por sorpresa incluso después de ser advertido respecto de una posible insurgencia post-invasión, ha tenido que sustituir a la edificación de naciones de los republicanos por la edificación de naciones democráticas de la administración Clinton, a la que tanto despreciaba por considerarla un trabajo social armado. Segundo, su nueva pose «internacionalista» le permite difamar a los críticos que defienden un retiro de Irak como «aislacionistas». Pero esta táctica no es nueva.
A comienzos del siglo pasado, Alfred Thayer Mahan, un estratega naval que estaba presionando en favor de contar con una gran fuerza naval estadounidense para dominar al globo, acuñó la espantosa palabra que empieza con “i” para desacreditar a aquellos que apoyaban una política tradicional y más restringida exterior, al que fuera originalmente instituida por los fundadores de la nación. Desde entonces, los intervencionistas han tratado de aplicarle esta etiqueta general a los críticos de cualquier aventura militar en ultramar. El insulto se torna especialmente intenso cuando los intervencionistas se encuentran atrapados en una fallida guerra, tal como la de Irak. Los críticos que observan la inscripción sobre la pared y desean reducir las perdidas estadounidenses son acusados de «detenerse y salir corriendo» o de «ayudar al enemigo». Estas acusaciones de cobardía y casi traición están diseñadas para desviar los interrogantes que los críticos plantean respecto de la política intervencionista: por qué la mal aconsejada acción militar fue emprendida en primer lugar y cómo los Estados Unidos ayudaron a futuros enemigos al mostrarles cómo combatir contra los Estados Unidos—empleando tácticas guerrilleras—y al proporcionar una guarida y un campo de entrenamiento para terroristas en Irak.
Por su puesto, el empleo del rótulo de “aislacionista” para describir a los críticos de la guerra es inexacto y dice más acerca del acusador que del acusado. La mayor parte de los críticos de la guerra no desean separar a los Estados Unidos del mundo; simplemente desean que las fuerzas armadas estadounidenses se retiren de Irak. Que los intervencionistas describan a este punto de vista como “aislacionista” es meramente un indicio de cuán militarizada se ha vuelto la política exterior de los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. El Departamento de Defensa y sus comandantes militares regionales alrededor del mundo poseen recursos que empequeñecen a aquellos de los demás departamentos estadounidenses con participación en el exterior—por ejemplo, el Departamento de Estado. Y el hecho de poseer unas fuerzas armadas tan grandes y capaces—los gastos de seguridad de los EE.UU. exceden el gasto combinado en materia de defensa de todas las otras potencias mundiales—ha tentado de manera creciente a los presidentes estadounidenses a emplearlas para resolver los problemas del mundo.
El Presidente George W. Bush no es el primero de los presidentes recientes en utilizar el poderío militar para intervenir en los asuntos de otros países, pero probablemente ha sido el más temerario e incompetente. En términos de números de intervenciones militares inútiles, Bill Clinton fue el campeón de nuestros días—interviniendo o amenazando con intervenir en Somalia, Haití, Bosnia, y Kosovo—pero fue lo suficientemente astuto como para haber evitado una gran invasión terrestre que hubiese conducido a un atolladero. Incluso los presidentes Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon—quienes enviaron grandes fuerzas terrestres a esel bebé de alquitrán que fue Vietnam y persistieron en esa guerra fútil, respectivamente—no tenían el potencial para inflamar a los terroristas radicales anti-estadounidenses por todo el mundo mediante sus acciones.
En lugar de neutralizar por completo a al Qaeda después del 11/09, la ignorancia y la falta de comprensión del Islam del Presidente Bush han acrecentado la amenaza de parte de los islamistas radicales contra los Estados Unidos. En el Islam, incluso los musulmanes moderados consideran que cuando las tierras islámicas son invadidas por quienes no son musulmanes, todo musulmán debe hacer lo que pueda a fin de resistir. La feroz respuesta islamista a los Soviéticos en Afganistán, a los rusos en Chechenia, y a los israelíes en Palestina debería haber hecho preocupar a la administración Bush acerca de cómo sería recibido en Irak un invasor extranjero. Agravando esta dificultad, no se le ocurrió a la administración Bush que Irak era un país artificial que siempre había permanecido unido mediante la fuerza bruta y que cuando esa fuerza fuese removida, descendería a la anarquía y la guerra civil. Tampoco se le ocurrió a la administración que el caos crearía un refugio y un campo de entrenamiento para los jihadistas radicales, quienes podrían lanzar futuros ataques contra los Estados Unidos.
Si George W. Bush hubiese sido presidente cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor y Adolfo Hitler declaraba la guerra contra los Estados Unidos, habría atacado a Rusia, haciendo mucho peor al problema.
Si el presidente hubiese honrado su promesa de campaña de llevar a cabo “una política exterior más humilde”—o de “aislacionismo” como ahora la rotula peyorativamente—la nación no padecería una hemorragia de sangre y tesoros en un pantano extranjero que está socavando la seguridad de los Estados Unidos.
La metamorfosis en la política exterior del Presidente Bush
El Presidente Bush se encuentra actualmente alertando en contra de una tendencia hacia el «aislacionismo» y ha empezado a recomendar una participación internacional. Esto de parte de un hombre que transformó a una promesa de campaña de adoptar una «política exterior más humilde» en la virtualmente invasión unilateral de Irak-otra nación soberana que planteaba una amenaza pequeña para los Estados Unidos. Durante los últimos seis años, el presidente ha experimentado una interesante metamorfosis: del «aislacionismo» al unilateralismo muscular a defender el compromiso internacional.
La raíz del cambio de parecer del presidente ha sido una reacción defensiva ante la debacle en Irak. Primero, tomado por sorpresa incluso después de ser advertido respecto de una posible insurgencia post-invasión, ha tenido que sustituir a la edificación de naciones de los republicanos por la edificación de naciones democráticas de la administración Clinton, a la que tanto despreciaba por considerarla un trabajo social armado. Segundo, su nueva pose «internacionalista» le permite difamar a los críticos que defienden un retiro de Irak como «aislacionistas». Pero esta táctica no es nueva.
A comienzos del siglo pasado, Alfred Thayer Mahan, un estratega naval que estaba presionando en favor de contar con una gran fuerza naval estadounidense para dominar al globo, acuñó la espantosa palabra que empieza con “i” para desacreditar a aquellos que apoyaban una política tradicional y más restringida exterior, al que fuera originalmente instituida por los fundadores de la nación. Desde entonces, los intervencionistas han tratado de aplicarle esta etiqueta general a los críticos de cualquier aventura militar en ultramar. El insulto se torna especialmente intenso cuando los intervencionistas se encuentran atrapados en una fallida guerra, tal como la de Irak. Los críticos que observan la inscripción sobre la pared y desean reducir las perdidas estadounidenses son acusados de «detenerse y salir corriendo» o de «ayudar al enemigo». Estas acusaciones de cobardía y casi traición están diseñadas para desviar los interrogantes que los críticos plantean respecto de la política intervencionista: por qué la mal aconsejada acción militar fue emprendida en primer lugar y cómo los Estados Unidos ayudaron a futuros enemigos al mostrarles cómo combatir contra los Estados Unidos—empleando tácticas guerrilleras—y al proporcionar una guarida y un campo de entrenamiento para terroristas en Irak.
El Presidente George W. Bush no es el primero de los presidentes recientes en utilizar el poderío militar para intervenir en los asuntos de otros países, pero probablemente ha sido el más temerario e incompetente. En términos de números de intervenciones militares inútiles, Bill Clinton fue el campeón de nuestros días—interviniendo o amenazando con intervenir en Somalia, Haití, Bosnia, y Kosovo—pero fue lo suficientemente astuto como para haber evitado una gran invasión terrestre que hubiese conducido a un atolladero. Incluso los presidentes Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon—quienes enviaron grandes fuerzas terrestres a esel bebé de alquitrán que fue Vietnam y persistieron en esa guerra fútil, respectivamente—no tenían el potencial para inflamar a los terroristas radicales anti-estadounidenses por todo el mundo mediante sus acciones.
En lugar de neutralizar por completo a al Qaeda después del 11/09, la ignorancia y la falta de comprensión del Islam del Presidente Bush han acrecentado la amenaza de parte de los islamistas radicales contra los Estados Unidos. En el Islam, incluso los musulmanes moderados consideran que cuando las tierras islámicas son invadidas por quienes no son musulmanes, todo musulmán debe hacer lo que pueda a fin de resistir. La feroz respuesta islamista a los Soviéticos en Afganistán, a los rusos en Chechenia, y a los israelíes en Palestina debería haber hecho preocupar a la administración Bush acerca de cómo sería recibido en Irak un invasor extranjero. Agravando esta dificultad, no se le ocurrió a la administración Bush que Irak era un país artificial que siempre había permanecido unido mediante la fuerza bruta y que cuando esa fuerza fuese removida, descendería a la anarquía y la guerra civil. Tampoco se le ocurrió a la administración que el caos crearía un refugio y un campo de entrenamiento para los jihadistas radicales, quienes podrían lanzar futuros ataques contra los Estados Unidos.
Si George W. Bush hubiese sido presidente cuando los japoneses atacaron Pearl Harbor y Adolfo Hitler declaraba la guerra contra los Estados Unidos, habría atacado a Rusia, haciendo mucho peor al problema.
Si el presidente hubiese honrado su promesa de campaña de llevar a cabo “una política exterior más humilde”—o de “aislacionismo” como ahora la rotula peyorativamente—la nación no padecería una hemorragia de sangre y tesoros en un pantano extranjero que está socavando la seguridad de los Estados Unidos.
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