El reciente triunfo de Michelle Bachelet en Chile, la victoria electoral de Evo Morales en Bolivia en diciembre pasado y la fuerza con que ha avanzado en las encuestas Ollanta Humala en el Perú, completan el giro a la izquierda que, salvo algunas excepciones, está dando nuestra región. Todo se ha hecho democráticamente pero, para este observador, eso no alcanza para disipar las dudas respecto a las posibilidades de éxito de nuestro actual liderazgo: la democracia es frágil en América Latina, como decíamos en un artículo anterior, y no nos parece que los nuevos dirigentes estén a la altura de los desafíos propios del siglo XXI. Las oportunidades de crecimiento se alejan cuando los líderes políticos abrazan un discurso de izquierda, a veces nacionalista o populista, en un mundo que se modifica y avanza velozmente, creando un escenario muy diferente al del siglo anterior.
Bachelet ganó la segunda vuelta de las elecciones chilenas como parte de una coalición moderada que gobierna al país desde hace ya década y media, y que ha comprendido con lucidez que el progreso económico de Chile no podía lograrse si no se mantenía la economía de mercado que se había logrado construir durante el anterior régimen autoritario de Augusto Pinochet. Nada entonces debería preocuparnos, pues el proceso de desarrollo chileno ha proseguido constante durante todo este tiempo y ha dado los frutos sociales que, lo sabemos bien, siempre acompañan a la estabilidad política y al crecimiento económico: una perceptible reducción de la pobreza y de la desigualdad, mayores oportunidades para todos –especialmente para los menos favorecidos- y un aumento en los índices de calidad de vida que se manifiesta en indicadores tan importantes como la reducción de la tasa de mortalidad infantil, el aumento de los años de escolaridad y el creciente bienestar material de todos los habitantes de la nación sureña. Chile, sin duda alguna, va a la cabeza de nuestra región en todas estas importantes materias.
¿Qué es lo que nos preocupa, entonces? ¿No es acaso la presencia de una mujer en la presidencia de Chile -y de un indígena en la de Bolivia- el mejor signo de que hemos avanzado en superar los prejuicios del pasado y que nuestros países se encaminan por la senda de la igualdad social? ¿No es alentador que, en todas partes, se hable de favorecer a los más necesitados, de emprender programas sociales y de acabar con la pobreza que todavía nos agobia? Las respuestas, a pesar de algunos signos positivos, no dejan a nuestro juicio demasiado lugar para el optimismo.
La preocupación por los pobres, en la que tanto insiste nuestra izquierda latinoamericana, no pasa en realidad de una actitud declarativa que, en la práctica, poco aporta a quienes viven en peores condiciones: se aumenta el gasto público y se lo destina –aparentemente- a la resolución de problemas sociales, pero ese gasto social se convierte en consumo burocrático que casi nunca llega a los sectores sociales a los que se pretende favorecer; se habla hasta el cansancio de la pobreza, pero no se toman las medidas necesarias para impulsar el crecimiento económico que es el único motor que, en definitiva, podrá superar este flagelo: porque en países de escaso desarrollo, como los nuestros, las medidas redistributivas del ingreso sólo producen el resultado de igualar hacia abajo la calidad de vida, como el ejemplo venezolano nos muestra hoy con absoluta nitidez. Lo peor no es eso: lo más grave es que esas medidas amenazan por lo general el derecho de propiedad y los intercambios libres entre los particulares, creando un clima de inseguridad jurídica que desalienta las inversiones y que entonces retarda el crecimiento.
No pensamos que la doctora Bachelet vaya a alinearse con el socialismo del siglo XXI que promueve el teniente coronel Hugo Chávez y que ahora tiene un ardiente seguidor en el boliviano Evo Morales: los chilenos parecen recordar todavía que una economía libre y un marco de seguridad jurídica son los elementos básicos que les han permitido avanzar en el camino del crecimiento económico y el bienestar social. Pero, aún así, existen riesgos. El clima de confrontación política que vive nuestro continente, la tentación del revanchismo político y la amplia difusión de ideas socialistas que, no por fracasadas, se asumen hoy con menos entusiasmo, nos hacen temer que Chile pueda detener su marcha hacia el progreso y sumarse ahora, aunque de un modo parcial, a la oleada de políticas demagógicas que propugna la izquierda en toda la región.
Tal vez el giro socializante que hoy presenciamos no sea más que una liquidación final de cuentas con nuestro pasado dictatorial y un rechazo hacia las formas del capitalismo mercantilista –plagado de privilegios y vacío de incentivos- que tanto daño nos han hecho. Quizás, en unos años, retorne la cordura y retomemos el camino de las reformas que necesitamos. Pero entretanto nuestra región seguirá estancada, perdiendo las oportunidades que el crecimiento mundial podría ofrecernos, pasivos espectadores del espectacular avance que registran países como la India, China y hasta varias naciones del continente africano.
El giro hacia la izquierda en América Latina
El reciente triunfo de Michelle Bachelet en Chile, la victoria electoral de Evo Morales en Bolivia en diciembre pasado y la fuerza con que ha avanzado en las encuestas Ollanta Humala en el Perú, completan el giro a la izquierda que, salvo algunas excepciones, está dando nuestra región. Todo se ha hecho democráticamente pero, para este observador, eso no alcanza para disipar las dudas respecto a las posibilidades de éxito de nuestro actual liderazgo: la democracia es frágil en América Latina, como decíamos en un artículo anterior, y no nos parece que los nuevos dirigentes estén a la altura de los desafíos propios del siglo XXI. Las oportunidades de crecimiento se alejan cuando los líderes políticos abrazan un discurso de izquierda, a veces nacionalista o populista, en un mundo que se modifica y avanza velozmente, creando un escenario muy diferente al del siglo anterior.
Bachelet ganó la segunda vuelta de las elecciones chilenas como parte de una coalición moderada que gobierna al país desde hace ya década y media, y que ha comprendido con lucidez que el progreso económico de Chile no podía lograrse si no se mantenía la economía de mercado que se había logrado construir durante el anterior régimen autoritario de Augusto Pinochet. Nada entonces debería preocuparnos, pues el proceso de desarrollo chileno ha proseguido constante durante todo este tiempo y ha dado los frutos sociales que, lo sabemos bien, siempre acompañan a la estabilidad política y al crecimiento económico: una perceptible reducción de la pobreza y de la desigualdad, mayores oportunidades para todos –especialmente para los menos favorecidos- y un aumento en los índices de calidad de vida que se manifiesta en indicadores tan importantes como la reducción de la tasa de mortalidad infantil, el aumento de los años de escolaridad y el creciente bienestar material de todos los habitantes de la nación sureña. Chile, sin duda alguna, va a la cabeza de nuestra región en todas estas importantes materias.
¿Qué es lo que nos preocupa, entonces? ¿No es acaso la presencia de una mujer en la presidencia de Chile -y de un indígena en la de Bolivia- el mejor signo de que hemos avanzado en superar los prejuicios del pasado y que nuestros países se encaminan por la senda de la igualdad social? ¿No es alentador que, en todas partes, se hable de favorecer a los más necesitados, de emprender programas sociales y de acabar con la pobreza que todavía nos agobia? Las respuestas, a pesar de algunos signos positivos, no dejan a nuestro juicio demasiado lugar para el optimismo.
La preocupación por los pobres, en la que tanto insiste nuestra izquierda latinoamericana, no pasa en realidad de una actitud declarativa que, en la práctica, poco aporta a quienes viven en peores condiciones: se aumenta el gasto público y se lo destina –aparentemente- a la resolución de problemas sociales, pero ese gasto social se convierte en consumo burocrático que casi nunca llega a los sectores sociales a los que se pretende favorecer; se habla hasta el cansancio de la pobreza, pero no se toman las medidas necesarias para impulsar el crecimiento económico que es el único motor que, en definitiva, podrá superar este flagelo: porque en países de escaso desarrollo, como los nuestros, las medidas redistributivas del ingreso sólo producen el resultado de igualar hacia abajo la calidad de vida, como el ejemplo venezolano nos muestra hoy con absoluta nitidez. Lo peor no es eso: lo más grave es que esas medidas amenazan por lo general el derecho de propiedad y los intercambios libres entre los particulares, creando un clima de inseguridad jurídica que desalienta las inversiones y que entonces retarda el crecimiento.
No pensamos que la doctora Bachelet vaya a alinearse con el socialismo del siglo XXI que promueve el teniente coronel Hugo Chávez y que ahora tiene un ardiente seguidor en el boliviano Evo Morales: los chilenos parecen recordar todavía que una economía libre y un marco de seguridad jurídica son los elementos básicos que les han permitido avanzar en el camino del crecimiento económico y el bienestar social. Pero, aún así, existen riesgos. El clima de confrontación política que vive nuestro continente, la tentación del revanchismo político y la amplia difusión de ideas socialistas que, no por fracasadas, se asumen hoy con menos entusiasmo, nos hacen temer que Chile pueda detener su marcha hacia el progreso y sumarse ahora, aunque de un modo parcial, a la oleada de políticas demagógicas que propugna la izquierda en toda la región.
Tal vez el giro socializante que hoy presenciamos no sea más que una liquidación final de cuentas con nuestro pasado dictatorial y un rechazo hacia las formas del capitalismo mercantilista –plagado de privilegios y vacío de incentivos- que tanto daño nos han hecho. Quizás, en unos años, retorne la cordura y retomemos el camino de las reformas que necesitamos. Pero entretanto nuestra región seguirá estancada, perdiendo las oportunidades que el crecimiento mundial podría ofrecernos, pasivos espectadores del espectacular avance que registran países como la India, China y hasta varias naciones del continente africano.
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