¿Hubiese usted invertido en la Guerra contra Irak si George W. Bush le hubiese hecho una oferta sincera? Esta pregunta es una variante reveladora de una que la gente a menudo se formula y responde: “¿Vale la pena la guerra?”
Los políticos y los funcionarios gubernamentales no son ajenos a tales interrogantes, y a través de los años han ofrecido algunas respuestas sorprendentes y francamente impactantes. Así, cuando el General Curtis LeMay respondió a cuestionamientos acerca de las bombas incendiarias estadounidenses en los vecindarios residenciales de Tokio en los momentos finales de la Segunda Guerra Mundial, declaró: “Sabíamos que íbamos a matar a muchas mujeres y niños cuando incendiamos esa ciudad. Tenía que hacerse.” Es decir, el precio era algo aceptable para él.
En 1996, la reportera de la cadena CBS Lesley Stahl, preguntando acerca de las sanciones económicas contra Irak lideradas por los Estados Unidos, le dijo a la Secretaria de Estado Madeleine Albright: “Hemos escuchado que medio millón de niños han muerto. Es decir, ese es un número mayor al de los niños que fallecieron en Hiroshima. ¿Y—usted sabe—valió la pena?” Albright replicó: “Considero que es una elección muy difícil, pero el precio—creemos que vale el precio.”
Desde que la administración Bush lanzó su invasión de Irak en marzo de 2003, organizaciones dedicadas a las encuestas le han estado preguntando al público de vez en cuando si consideraban que esta guerra valía la pena. Al comienzo, como siempre, una gran mayoría contestó que si, pero con el transcurso del tiempo, con el cúmulo de victimas estadounidenses y el desgraciado devenir de los acontecimientos en el terreno durante la prolongada ocupación estadounidense de Irak, más estadounidenses han empezado a considerar al precio de la guerra como demasiado alto. En octubre de 2003, después de que una encuesta de CBS News/New York Times hubiese encontrado que “el 53 por ciento creía que la guerra no justificaba sus costos, mientras que sólo el 41 consideraba que sí,” el presidente desechó las revelaciones del sondeo, declarando que “No tomo decisiones en base a las encuestas. Tomo decisiones basado en lo que considero que es importante para la seguridad del pueblo estadounidense.”
Cuando el presidente apareció como invitado en el programa de Tim Russert “Meet the Press” en la cadena NBC, el 8 de febrero de 2004, Russert preguntó: “Se justifican la pérdida de las vidas de 530 estadounidenses y los 3.000 lesionados y heridos, simplemente para remover a Saddam Hussein, aún cuando no había armas de destrucción masiva alguna?” Pese a que el presidente evadió la pregunta y replicó con una serie de declaraciones electoreras y aseveraciones descaradamente falsas, se esforzó por dejar la impresión de que, sí, el precio merece ser pagado.
Los costos han seguido subiendo. Miles de millones de dólares fluyen constantemente desde los contribuyentes al Tesoro y de éste a los proveedores militares y civiles de los bienes y servicios bélicos—la tasa actual de los gastos para propósitos militares y de la ocupación, específicamente relacionados con Irak, es de aproximadamente 5 mil millones de dólares por mes. Dos apropiaciones de emergencia previas para la Guerra en Irak han proporcionado $149 mil millones y un reciente complemento agregó $25 mil millones, pero este total de $174 mil millones falla seguramente en incluir algunos costos de la guerra contenidos en el presupuesto regular del Departamento de Defensa. Las estimaciones para tan sólo la ocupación de Irak en 2005 corren tan alto como $75 mil millones, y los gastos reales bien pueden volverse mayores—los desbordes en los costos gubernamentales no son inusuales, especialmente en el complejo militar-industrial. Si los verdaderos costos de la guerra hasta la fecha ascienden a ,digamos, $200 mil millones, entonces el costo es equivalente a aproximadamente $1.850 por grupo familiar, digamos, $2.000 en números redondos (si aún no alcanzó esa cifra, lo hará pronto).
Los costos en términos de perdidas de vidas y de extremidades también continúan incrementándose a diario. A la fecha, las autoridades militares han reconocido más de mil muertos y unos 7.000 individuos seriamente heridos o lesionados entre las fuerzas estadounidenses (según algunas estimaciones no oficiales, tantas como 12.000 personas han sido heridas o lesionadas). Muchos soldados han quedado ciegos o han perdido sus extremidades o han sufrido de severos traumas psicológicos de los cuales nunca se recuperarán.
No obstante ello, el presidente y sus voceros, defensores, y simpatizantes insisten obstinadamente en que el precio vale la pena. El problema básico es que, cuando se formula la pregunta de la manera usual, las respuestas carecen de significado.
Considere su situación cuando visita un salón de ventas para comprar un nuevo automóvil. El vendedor le informa que el modelo de su agrado tiene un precio, digamos, de $25.000. Para reflexionar sobre si este es un “precio que merece pagarse,” usted no lleva a cabo una encuesta de la opinión pública. Usted no le pregunta a su vecino o a su cuñado. Usted nunca pensaría en llamarlo a Karl Rove para obtener la respuesta. Solamente usted puede responder a esa pregunta de una manera que tenga sentido, porque solamente usted disfrutará de los servicios del vehículo y solamente usted soportará los sacrificios ocasionados por su decisión de comprarlo
Las decisiones que los funcionarios gubernamentales toman respecto de cómo gastar nuestro dinero, ya sea al llevar a cabo una guerra o en cualquier otro emprendimiento gubernamental similar, poseen un carácter completamente diferente. En estos casos, el gobierno suministra un denominado “bien público,” el cual equivale a decir, un estado de cosas que, para bien o mal, es el mismo para todos. Los economistas solían sostener que debido al “problema del free-rider o usuario gratuito,” solamente el gobierno puede proporcionar dichos bienes públicos, y que por lo tanto los procesos políticos deben ser empleados para decidir cuales proyectos encarar y cuánto dinero gastar en cada uno de ellos.
Más recientemente, sin embargo, los economistas han empezado a entender que las situaciones que involucran a bienes públicos pueden ser tratadas con más racionalidad mediante el uso de un acuerdo conocido como un contrato contingente. Este es un acuerdo por el cual cada miembro de un grupo—en este caso, cada ciudadano de los Estados Unidos—es invitado a realizar una cierta contribución en aras de la provisión de los recursos requeridos para llevar a cabo un proyecto de todo o nada, detallado en su totalidad, con la condición de que nadie debe soportar su parte proporcional de los costos a menos que un número suficiente de otros miembros acepte la misma obligación (51 por ciento, 75 por ciento, 100 por ciento de los miembros del grupo—lo que sea juzgado como necesario para asegurar la concreción del proyecto a la vez que preserve la equidad entre sus beneficiarios esperados.
En el caso de la Guerra de Irak, por ejemplo, el gobierno estadounidense, absteniéndose de la falsa publicidad, podría haberle hecho el siguiente ofrecimiento a cada adulto que vivía en los Estados Unidos a comienzos de 2003. Desencadenaremos un cierto estado de cosas en Irak para septiembre de 2004: Saddam Hussein estará encarcelado y su gobierno derribado; prolongados combates entre las topas de los EE.UU. y las fuerzas de la resistencia; gran desorden público, creciente criminalidad e inseguridad personal, un gobierno autocrático y ausencia de libertades civiles; amplia falta de los servicios públicos básicos, tales como una confiable provisión de agua, cloacas, y suministro eléctrico; un hervidero de discordia política entre facciones tribales, étnicas y religiosas luchando por controlar al país después de que hayan desplazado a las fuerzas de ocupación estadounidenses y a sus aliados. Eso es lo que usted obtendrá por su contribución.
A cambio, usted y el resto de los habitantes del país, deberán estar todos de acuerdo con el contrato y cada uno realizará una contribución financiera proporcional de $2.000 por cada grupo familiar. Además, acordarán asumir su parte proporcional de las víctimas mediante la participación en una lotería en la cual todo aquel que posea un boleto colocará a miembros de su familia en riesgo de muerte, lesiones o daños. La probabilidad de que un miembro de su entorno familiar sea asesinado es de aproximadamente una en 108.000, y la probabilidad de que alguien de su familia sea herido de gravedad es de aproximadamente una en 15.000.
¿Cuántos ciudadanos cree usted que hubiesen estado deseosos de aceptar este contrato? Intuyo que prácticamente ninguno. Incluso lejos de adivinar correctamente, no obstante, encuentro inconcebible que aún ciudadanos suficientes como para aproximarse a constituir una mayoría hubiesen celebrado de manera voluntaria este contrato. Después de todo, es una negocio extraordinariamente malo. A cambio de los $2.000 de su cuenta bancaria personal y de una probabilidad nada trivial de muerte o de lesiones entre los miembros de su familia, el mismo le ofrece—bien, escasamente algo de valor. Aún la parte positiva del trato, el derrocamiento del tirano Saddam Hussein, es improbable que tenga mucho valor para usted; incluso si usted es ese raro estadounidense que se preocupa profundamente acerca del bienestar del pueblo iraquí, no es que una vez que el viejo tirano haya sido depuesto del poder, todo será dulzura y luminosidad en Irak—recuerde, que le han ofrecido un acuerdo honesto con un pronóstico verás de lo que exactamente el gobierno estadounidense producirá, no una estafa política prometiendo un pastel celestial del Medio Oriente.
Por supuesto, ningún político se encuentra próximo a acudir a la contratación contingente para descubrir qué es lo que los ciudadanos en verdad desean y con qué urgencia lo quieren. Nuestros gobernantes ya saben todo lo que precisan saber. Han calculado sus propias ganancias y pérdidas políticas esperadas, y han tomado en cuenta las ganancias y las pérdidas que serán cosechadas—a menudo en frío dinero en efectivo—por la coalición de los grupos de intereses especiales que los apoyan para detentar el poder. El resto de nosotros puede resignarse a soportar los costo totales, para nuestras cuentas bancarias así como para nuestras vidas, extremidades, y libertades, mientras nuestros gobernantes nos alimentan con mentiras que suenan nobles y nos prometen un resultado tan encantador e inverosímil al que solamente Dios podría arribar.
Traducido por Gabriel Gasave
La guerra de Bush en Irak: Una oferta que Usted hubiese rechazado
¿Hubiese usted invertido en la Guerra contra Irak si George W. Bush le hubiese hecho una oferta sincera? Esta pregunta es una variante reveladora de una que la gente a menudo se formula y responde: “¿Vale la pena la guerra?”
Los políticos y los funcionarios gubernamentales no son ajenos a tales interrogantes, y a través de los años han ofrecido algunas respuestas sorprendentes y francamente impactantes. Así, cuando el General Curtis LeMay respondió a cuestionamientos acerca de las bombas incendiarias estadounidenses en los vecindarios residenciales de Tokio en los momentos finales de la Segunda Guerra Mundial, declaró: “Sabíamos que íbamos a matar a muchas mujeres y niños cuando incendiamos esa ciudad. Tenía que hacerse.” Es decir, el precio era algo aceptable para él.
En 1996, la reportera de la cadena CBS Lesley Stahl, preguntando acerca de las sanciones económicas contra Irak lideradas por los Estados Unidos, le dijo a la Secretaria de Estado Madeleine Albright: “Hemos escuchado que medio millón de niños han muerto. Es decir, ese es un número mayor al de los niños que fallecieron en Hiroshima. ¿Y—usted sabe—valió la pena?” Albright replicó: “Considero que es una elección muy difícil, pero el precio—creemos que vale el precio.”
Desde que la administración Bush lanzó su invasión de Irak en marzo de 2003, organizaciones dedicadas a las encuestas le han estado preguntando al público de vez en cuando si consideraban que esta guerra valía la pena. Al comienzo, como siempre, una gran mayoría contestó que si, pero con el transcurso del tiempo, con el cúmulo de victimas estadounidenses y el desgraciado devenir de los acontecimientos en el terreno durante la prolongada ocupación estadounidense de Irak, más estadounidenses han empezado a considerar al precio de la guerra como demasiado alto. En octubre de 2003, después de que una encuesta de CBS News/New York Times hubiese encontrado que “el 53 por ciento creía que la guerra no justificaba sus costos, mientras que sólo el 41 consideraba que sí,” el presidente desechó las revelaciones del sondeo, declarando que “No tomo decisiones en base a las encuestas. Tomo decisiones basado en lo que considero que es importante para la seguridad del pueblo estadounidense.”
Cuando el presidente apareció como invitado en el programa de Tim Russert “Meet the Press” en la cadena NBC, el 8 de febrero de 2004, Russert preguntó: “Se justifican la pérdida de las vidas de 530 estadounidenses y los 3.000 lesionados y heridos, simplemente para remover a Saddam Hussein, aún cuando no había armas de destrucción masiva alguna?” Pese a que el presidente evadió la pregunta y replicó con una serie de declaraciones electoreras y aseveraciones descaradamente falsas, se esforzó por dejar la impresión de que, sí, el precio merece ser pagado.
Los costos han seguido subiendo. Miles de millones de dólares fluyen constantemente desde los contribuyentes al Tesoro y de éste a los proveedores militares y civiles de los bienes y servicios bélicos—la tasa actual de los gastos para propósitos militares y de la ocupación, específicamente relacionados con Irak, es de aproximadamente 5 mil millones de dólares por mes. Dos apropiaciones de emergencia previas para la Guerra en Irak han proporcionado $149 mil millones y un reciente complemento agregó $25 mil millones, pero este total de $174 mil millones falla seguramente en incluir algunos costos de la guerra contenidos en el presupuesto regular del Departamento de Defensa. Las estimaciones para tan sólo la ocupación de Irak en 2005 corren tan alto como $75 mil millones, y los gastos reales bien pueden volverse mayores—los desbordes en los costos gubernamentales no son inusuales, especialmente en el complejo militar-industrial. Si los verdaderos costos de la guerra hasta la fecha ascienden a ,digamos, $200 mil millones, entonces el costo es equivalente a aproximadamente $1.850 por grupo familiar, digamos, $2.000 en números redondos (si aún no alcanzó esa cifra, lo hará pronto).
Los costos en términos de perdidas de vidas y de extremidades también continúan incrementándose a diario. A la fecha, las autoridades militares han reconocido más de mil muertos y unos 7.000 individuos seriamente heridos o lesionados entre las fuerzas estadounidenses (según algunas estimaciones no oficiales, tantas como 12.000 personas han sido heridas o lesionadas). Muchos soldados han quedado ciegos o han perdido sus extremidades o han sufrido de severos traumas psicológicos de los cuales nunca se recuperarán.
No obstante ello, el presidente y sus voceros, defensores, y simpatizantes insisten obstinadamente en que el precio vale la pena. El problema básico es que, cuando se formula la pregunta de la manera usual, las respuestas carecen de significado.
Considere su situación cuando visita un salón de ventas para comprar un nuevo automóvil. El vendedor le informa que el modelo de su agrado tiene un precio, digamos, de $25.000. Para reflexionar sobre si este es un “precio que merece pagarse,” usted no lleva a cabo una encuesta de la opinión pública. Usted no le pregunta a su vecino o a su cuñado. Usted nunca pensaría en llamarlo a Karl Rove para obtener la respuesta. Solamente usted puede responder a esa pregunta de una manera que tenga sentido, porque solamente usted disfrutará de los servicios del vehículo y solamente usted soportará los sacrificios ocasionados por su decisión de comprarlo
Las decisiones que los funcionarios gubernamentales toman respecto de cómo gastar nuestro dinero, ya sea al llevar a cabo una guerra o en cualquier otro emprendimiento gubernamental similar, poseen un carácter completamente diferente. En estos casos, el gobierno suministra un denominado “bien público,” el cual equivale a decir, un estado de cosas que, para bien o mal, es el mismo para todos. Los economistas solían sostener que debido al “problema del free-rider o usuario gratuito,” solamente el gobierno puede proporcionar dichos bienes públicos, y que por lo tanto los procesos políticos deben ser empleados para decidir cuales proyectos encarar y cuánto dinero gastar en cada uno de ellos.
Más recientemente, sin embargo, los economistas han empezado a entender que las situaciones que involucran a bienes públicos pueden ser tratadas con más racionalidad mediante el uso de un acuerdo conocido como un contrato contingente. Este es un acuerdo por el cual cada miembro de un grupo—en este caso, cada ciudadano de los Estados Unidos—es invitado a realizar una cierta contribución en aras de la provisión de los recursos requeridos para llevar a cabo un proyecto de todo o nada, detallado en su totalidad, con la condición de que nadie debe soportar su parte proporcional de los costos a menos que un número suficiente de otros miembros acepte la misma obligación (51 por ciento, 75 por ciento, 100 por ciento de los miembros del grupo—lo que sea juzgado como necesario para asegurar la concreción del proyecto a la vez que preserve la equidad entre sus beneficiarios esperados.
En el caso de la Guerra de Irak, por ejemplo, el gobierno estadounidense, absteniéndose de la falsa publicidad, podría haberle hecho el siguiente ofrecimiento a cada adulto que vivía en los Estados Unidos a comienzos de 2003. Desencadenaremos un cierto estado de cosas en Irak para septiembre de 2004: Saddam Hussein estará encarcelado y su gobierno derribado; prolongados combates entre las topas de los EE.UU. y las fuerzas de la resistencia; gran desorden público, creciente criminalidad e inseguridad personal, un gobierno autocrático y ausencia de libertades civiles; amplia falta de los servicios públicos básicos, tales como una confiable provisión de agua, cloacas, y suministro eléctrico; un hervidero de discordia política entre facciones tribales, étnicas y religiosas luchando por controlar al país después de que hayan desplazado a las fuerzas de ocupación estadounidenses y a sus aliados. Eso es lo que usted obtendrá por su contribución.
A cambio, usted y el resto de los habitantes del país, deberán estar todos de acuerdo con el contrato y cada uno realizará una contribución financiera proporcional de $2.000 por cada grupo familiar. Además, acordarán asumir su parte proporcional de las víctimas mediante la participación en una lotería en la cual todo aquel que posea un boleto colocará a miembros de su familia en riesgo de muerte, lesiones o daños. La probabilidad de que un miembro de su entorno familiar sea asesinado es de aproximadamente una en 108.000, y la probabilidad de que alguien de su familia sea herido de gravedad es de aproximadamente una en 15.000.
¿Cuántos ciudadanos cree usted que hubiesen estado deseosos de aceptar este contrato? Intuyo que prácticamente ninguno. Incluso lejos de adivinar correctamente, no obstante, encuentro inconcebible que aún ciudadanos suficientes como para aproximarse a constituir una mayoría hubiesen celebrado de manera voluntaria este contrato. Después de todo, es una negocio extraordinariamente malo. A cambio de los $2.000 de su cuenta bancaria personal y de una probabilidad nada trivial de muerte o de lesiones entre los miembros de su familia, el mismo le ofrece—bien, escasamente algo de valor. Aún la parte positiva del trato, el derrocamiento del tirano Saddam Hussein, es improbable que tenga mucho valor para usted; incluso si usted es ese raro estadounidense que se preocupa profundamente acerca del bienestar del pueblo iraquí, no es que una vez que el viejo tirano haya sido depuesto del poder, todo será dulzura y luminosidad en Irak—recuerde, que le han ofrecido un acuerdo honesto con un pronóstico verás de lo que exactamente el gobierno estadounidense producirá, no una estafa política prometiendo un pastel celestial del Medio Oriente.
Por supuesto, ningún político se encuentra próximo a acudir a la contratación contingente para descubrir qué es lo que los ciudadanos en verdad desean y con qué urgencia lo quieren. Nuestros gobernantes ya saben todo lo que precisan saber. Han calculado sus propias ganancias y pérdidas políticas esperadas, y han tomado en cuenta las ganancias y las pérdidas que serán cosechadas—a menudo en frío dinero en efectivo—por la coalición de los grupos de intereses especiales que los apoyan para detentar el poder. El resto de nosotros puede resignarse a soportar los costo totales, para nuestras cuentas bancarias así como para nuestras vidas, extremidades, y libertades, mientras nuestros gobernantes nos alimentan con mentiras que suenan nobles y nos prometen un resultado tan encantador e inverosímil al que solamente Dios podría arribar.
Traducido por Gabriel Gasave
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