Hablándole a la audiencia en una universidad de Cleveland, el Juez de la Suprema Corte Antonin Scalia dijo recientemente que los derechos individuales pueden y serán probablemente restringidos en tiempo de guerra. Explicando su posición, afirmó que “la Constitución tan solo establece mínimos” y que “la mayoría de los derechos que [los estadounidenses] gozan van más allá de lo que la Constitución requiere.” La guerra en Irak significará probablemente que “[los derechos] las protecciones serán reducidas gradualmente al mínimo constitucional.”
Es cierto que la Constitución fija mínimos, pero la visión no especificada de Scalia de dónde residen esos mínimos es inquietante.
Los mínimos de libertad personal prescritos de la Constitución emergen de sus máximos enumerados de las facultades del gobierno. Si Scalia leyera al Bill of Rights correctamente, entendería que las libertades que los estadounidenses actualmente disfrutamos no “van más allá de lo que requiere la Constitución.” En ausencia de alguna facultad gubernamental específica constitucionalmente autorizada que pueda interferir legalmente con estas libertades, las cotidianas libertades estadounidenses se encuentran garantizadas bajo el paraguas de la Novena y de la Décima Enmiendas, las cuales protegen los derechos no garantizados específicamente en la Constitución y reservan a los estados y al pueblo todas los poderes no concedidos al gobierno federal.
De hecho, hay un número de derechos mencionados en la Constitución no respetados actualmente de manera plena porque el gobierno ha actuado “más allá de lo que la Constitución requiere.” La libertad de expresión, el derecho a portar armas, la libertad ante un allanamiento y una incautación no razonables, y el derecho a un juicio por jurados ha un sufrido una fundamental y severa erosión durante los años, y hasta la fecha.
Que Scalia piense que la libertad que actualmente poseemos se encuentra por encima y más allá del mandato constitucional es lo suficientemente perturbador. Su predicción de que esas libertades declinarán en épocas de guerra a ese mandato—dondequiera que él imagina que sea—es absolutamente aterrador.
La historia nos demuestra lo que ocurre cuando los políticos “gradúan” las libertades estadounidenses “disminuyéndolas al mínimo constitucional [percibido].”
Durante la Guerra Entre los Estados, Abraham Lincoln suprimió y clausuró a más de cien periódicos de la Unión, implementó la conscripción, deportó a los enemigos políticos, y suspendió la garantía del habeas corpus, encarcelando a miles de disidentes sin juicio. La Suprema Corte se opuso, pero Lincoln simplemente los ignoró.
Durante la Primera Guerra Mundial, Woodrow Wilson reclutó a 2.8 millones de estadounidenses, el idioma alemán fue prohibido en las escuelas públicas, y el Congreso aprobó un número de leyes repugnantes incluyendo la Ley de Sedición, la cual hacía de la simple crítica al gobierno de los EE.UU., a su bandera, a sus uniformes militares, o a sus aliados una ofensa altamente punible.
La ley fue brutalmente aplicada: el activista socialista Eugene V. Debs fue a prisión por diez años por un discurso pacifista, y el productor de películas Robert Goldstein fue sentenciado a diez años de prisión por su película patriótica Spirit of ’76 sobre la Revolución Estadounidense, en la cual caracterizaba a Gran Bretaña—aliada de los EE.UU. en la Primera Guerra Mundial, y enemiga estadounidense en la Revolución—desfavorablemente. La Suprema Corte mantuvo estas violaciones absurdas de la libre expresión, explicando que la guerra hacía necesarias dichas medidas extremas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la conscripción regresó para reclutar a diez millones de jóvenes. Esta vez, la Suprema Corte no solamente mantuvo a la misma sino que sostuvo que muchas otras cosas que el gobierno deseaba hacer debían también ser constitucionales—debido a que tales ejercicios de poder eran claramente más benignos que la autoridad de forzar a los estadounidenses a combatir. Las libertades civiles estadounidenses alcanzaron un punto bajo absoluto en la Segunda Guerra Mundial cuando Franklin Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066, que mandaba a 110.000 americanos-japoneses a campos de internación—una orden que la Corte también permitió.
A propósito de ello, los conservadores que consideran justificadas tales usurpaciones contra las libertades civiles en épocas de guerra deberían mirar en dónde se originaron sus estorbos predilectos: altos impuestos y gobierno grande. La Guerra Entre los Estados vio el comienzo del dinero fiduciario y del impuesto a las ganancias. La Primera Guerra Mundial trajo la nacionalización masiva de las industrias y alícuotas máximas del impuesto a las ganancias del 77 por ciento. La Segunda Guerra Mundial significó aún más planificación centralizada, alícuotas máximas del impuesto a las ganancias del 94 por ciento y el nacimiento de la retención en concepto de dicho tributo.
La Constitución—y especialmente el Bill of Rights—fue establecida con el preciso propósito de restringir al gobierno de interferir con los derechos absolutos, especialmente en los momentos más precarios para la libertad, tal como son las épocas de guerra.
Uno debe preguntarse si Scalia podría justificar todos los antedichos ejemplos históricos de erosiones a la libertad como cabiendo dentro de los mínimos del sistema de libertad en la Constitución, tal como él la lee. De ser así y si alguna de las nuevas, y cada vez más amenazadoras de la libertad, medidas de la Guerra contra el Terrorismo van a la Suprema Corte, esperanzadamente los ocho togados colegas de Scalia tendrán más de una estricta interpretación y compresión construccionista de la Constitución.
Traducido por Gabriel Gasave
Scalia está absolutamente equivocado respecto de los derechos absolutos
Hablándole a la audiencia en una universidad de Cleveland, el Juez de la Suprema Corte Antonin Scalia dijo recientemente que los derechos individuales pueden y serán probablemente restringidos en tiempo de guerra. Explicando su posición, afirmó que “la Constitución tan solo establece mínimos” y que “la mayoría de los derechos que [los estadounidenses] gozan van más allá de lo que la Constitución requiere.” La guerra en Irak significará probablemente que “[los derechos] las protecciones serán reducidas gradualmente al mínimo constitucional.”
Es cierto que la Constitución fija mínimos, pero la visión no especificada de Scalia de dónde residen esos mínimos es inquietante.
Los mínimos de libertad personal prescritos de la Constitución emergen de sus máximos enumerados de las facultades del gobierno. Si Scalia leyera al Bill of Rights correctamente, entendería que las libertades que los estadounidenses actualmente disfrutamos no “van más allá de lo que requiere la Constitución.” En ausencia de alguna facultad gubernamental específica constitucionalmente autorizada que pueda interferir legalmente con estas libertades, las cotidianas libertades estadounidenses se encuentran garantizadas bajo el paraguas de la Novena y de la Décima Enmiendas, las cuales protegen los derechos no garantizados específicamente en la Constitución y reservan a los estados y al pueblo todas los poderes no concedidos al gobierno federal.
De hecho, hay un número de derechos mencionados en la Constitución no respetados actualmente de manera plena porque el gobierno ha actuado “más allá de lo que la Constitución requiere.” La libertad de expresión, el derecho a portar armas, la libertad ante un allanamiento y una incautación no razonables, y el derecho a un juicio por jurados ha un sufrido una fundamental y severa erosión durante los años, y hasta la fecha.
Que Scalia piense que la libertad que actualmente poseemos se encuentra por encima y más allá del mandato constitucional es lo suficientemente perturbador. Su predicción de que esas libertades declinarán en épocas de guerra a ese mandato—dondequiera que él imagina que sea—es absolutamente aterrador.
La historia nos demuestra lo que ocurre cuando los políticos “gradúan” las libertades estadounidenses “disminuyéndolas al mínimo constitucional [percibido].”
Durante la Guerra Entre los Estados, Abraham Lincoln suprimió y clausuró a más de cien periódicos de la Unión, implementó la conscripción, deportó a los enemigos políticos, y suspendió la garantía del habeas corpus, encarcelando a miles de disidentes sin juicio. La Suprema Corte se opuso, pero Lincoln simplemente los ignoró.
Durante la Primera Guerra Mundial, Woodrow Wilson reclutó a 2.8 millones de estadounidenses, el idioma alemán fue prohibido en las escuelas públicas, y el Congreso aprobó un número de leyes repugnantes incluyendo la Ley de Sedición, la cual hacía de la simple crítica al gobierno de los EE.UU., a su bandera, a sus uniformes militares, o a sus aliados una ofensa altamente punible.
La ley fue brutalmente aplicada: el activista socialista Eugene V. Debs fue a prisión por diez años por un discurso pacifista, y el productor de películas Robert Goldstein fue sentenciado a diez años de prisión por su película patriótica Spirit of ’76 sobre la Revolución Estadounidense, en la cual caracterizaba a Gran Bretaña—aliada de los EE.UU. en la Primera Guerra Mundial, y enemiga estadounidense en la Revolución—desfavorablemente. La Suprema Corte mantuvo estas violaciones absurdas de la libre expresión, explicando que la guerra hacía necesarias dichas medidas extremas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la conscripción regresó para reclutar a diez millones de jóvenes. Esta vez, la Suprema Corte no solamente mantuvo a la misma sino que sostuvo que muchas otras cosas que el gobierno deseaba hacer debían también ser constitucionales—debido a que tales ejercicios de poder eran claramente más benignos que la autoridad de forzar a los estadounidenses a combatir. Las libertades civiles estadounidenses alcanzaron un punto bajo absoluto en la Segunda Guerra Mundial cuando Franklin Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066, que mandaba a 110.000 americanos-japoneses a campos de internación—una orden que la Corte también permitió.
A propósito de ello, los conservadores que consideran justificadas tales usurpaciones contra las libertades civiles en épocas de guerra deberían mirar en dónde se originaron sus estorbos predilectos: altos impuestos y gobierno grande. La Guerra Entre los Estados vio el comienzo del dinero fiduciario y del impuesto a las ganancias. La Primera Guerra Mundial trajo la nacionalización masiva de las industrias y alícuotas máximas del impuesto a las ganancias del 77 por ciento. La Segunda Guerra Mundial significó aún más planificación centralizada, alícuotas máximas del impuesto a las ganancias del 94 por ciento y el nacimiento de la retención en concepto de dicho tributo.
La Constitución—y especialmente el Bill of Rights—fue establecida con el preciso propósito de restringir al gobierno de interferir con los derechos absolutos, especialmente en los momentos más precarios para la libertad, tal como son las épocas de guerra.
Uno debe preguntarse si Scalia podría justificar todos los antedichos ejemplos históricos de erosiones a la libertad como cabiendo dentro de los mínimos del sistema de libertad en la Constitución, tal como él la lee. De ser así y si alguna de las nuevas, y cada vez más amenazadoras de la libertad, medidas de la Guerra contra el Terrorismo van a la Suprema Corte, esperanzadamente los ocho togados colegas de Scalia tendrán más de una estricta interpretación y compresión construccionista de la Constitución.
Traducido por Gabriel Gasave
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