Cuando comencé a leer libros serios sobre política y gobierno, allá por los años 60, sentí mucha admiración por los escritos del sociólogo de la Nueva Izquierda C. Wright Mills. Probablemente él sea mejor recordado por su variante de la teoría de la élite, según lo presentado en su libro The Power Elite (Oxford University Press 1956), pero me influenció mucho por lo que escribió en The Sociological Imagination (Oxford University Press 1959). Entre esos dos volúmenes, sin embargo, escribió un pequeño libro llamado The Causes of World War Three (Simon and Schuster 1958). En ese apasionado e ideológicamente inspirado folleto, Mills explicaba un concepto que me ha venido a la mente de manera frecuente a través de los años—sin embargo nunca tanto como durante el último año y medio—: el concepto del «realismo descabellado.»
Para Mills, este significaba un marco de la mente característico de aquello que otro teórico de la élite, Thomas R. Dye, ha denominado «la gente seria» de los círculos gobernantes. Tales individuos deben ser distinguidos de los estrechadores de manos, de los bufones chupa medias que buscan y ganan la elecciones para los cargos públicos. Los buscadores de cargos electorales son especialistas: saben cómo conseguir los votos, pero como regla no saben nada sobre cómo «operar un ferrocarril,» ya sea que ese ferrocarril sea una empresa, una agencia gubernamental, o cualquier otra clase de gran organización operativa. Por lo tanto, tras la elección, los funcionarios públicos electos buscan a la gente seria para llevar a cabo el show—los Dick Cheneys y los Donald Rumsfelds, para no escoger tan aleatoriamente entre los planteles actuales.
La gente seria finge siempre ser adulta, como opuesta al resto de nosotros los soñadores, quienes no podríamos hacer funcionar a Halliburton o a G. D. Searle & Co. si nuestras vidas dependiesen de ello. Estos son la clase de ejecutivos que se encuentran tentados, y a veces realmente lo hacen, a poner sus ojos en blanco ante las tontas preguntas que los periodistas les formulan en las conferencias de prensa. Visiblemente dolidos por la necesidad de explicar los hechos de la vida, declaran que cosas infantiles, tales como mantener al país en paz, no harán simplemente que la tarea sea realizada. A veces, el público debe reconocer que como una respuesta sin sentido a la difícil situación que enfrentamos, la gente seria tiene que dejar caer algunas bombas aquí y allá a fin de restablecer una coordinación apropiada de los asuntos mundiales actualmente desordenados. A la gente seria se la encuentra frecuentemente «estabilizando» alguna cosa u otra.
El problema es, explicaba Mills, que esta gente seria son imbéciles. Parecen saber qué es lo que está ocurriendo, y cómo encaminar lo que está equivocado en el mundo, sólo si uno acepta su propia opinión de cómo el mundo funciona. Tan «práctica» es esta gente seria, sin embargo, que no comprenden nada más allá de sus narices y fuera del círculo de su propia comprensión y experiencia estrecha. Es raro decirlo, pero la élite del poder no se percata de mucho—recuérdese el primer asombro del Presidente Bush cuando él, un ex director de la Central de Inteligencia, visitó un supermercado y encontró por vez primera la tecnología alucinante de un lector de códigos de barras en el mostrador de pago. Especialmente cuando estos proponedores y agitadores se ocupan de las cuestiones de la guerra y de la paz, continúan tomando las mismas clases de desastrosas decisiones una y otra vez, desperdiciando constantemente las oportunidades de mantener la paz, casi invariablemente enredándose en vericuetos de su propia fabricación, y demasiado a menudo todos deciden que la única opción que tiene sentido en su predicamento es bombardear su salida.
A medida que mi educación continuaba, dejé atrás a muchas de las lecciones que había aprendido de Mills, cuyo propio entendimiento de la ciencia social estuvo viciado de distintas maneras. No obstante, tuvo algunos discernimientos poderosos, especialmente sobre la sociología política, y aún en la actualidad no vacilo en recomendar que los académicos jóvenes lean sus principales trabajos. Entre el más atemporal de sus enfoques, creo, se encuentra su comprensión del realismo descabellado. Extraigo unas pocas líneas aquí para ilustrar su pensamiento sobre esta cuestión (tomados de las Págs. 86-88 de The Causes of World War Three). A medida que usted lea estos pensamientos, considere si los mismos podrían ser tan aplicables hoy como lo fueron cuarenta y cinco años atrás.
En el realismo descabellado, una retórica moral de alto-vuelo se une con un arrastrarse oportunista entre una gran dispersión de temores y demandas sin foco. De hecho, el contenido principal de la «política» es actualmente una lucha entre hombres igualmente expertos en los siguientes pasos prácticos—los cuales, sumariamente, constituyen el empellón hacia la guerra—y en principios grandiosos, redondos y exhortativos. (p. 86)
. . . La expectativa de la guerra resuelve muchos problemas de los realistas descabellados; la misma también los enfrenta con muchos problemas nuevos. No obstante éstos, los problemas de la guerra, a menudo parecen más fáciles de manejar. Se encuentran conocidos: producir más, planear cómo matar a más enemigos, trasladar miles de materiales por millas. . . . Por ende, en vez del temor a lo desconocido, de la ansiedad sin fin, algunos hombres en los círculos más altos prefieren la simplificación de la catástrofe conocida. (p. 87)
. . . No conocen ninguna solución para las paradojas del Oriente Medio y de Europa, del Lejano Oriente y de África a excepción del desembarco de los infantes de marina. Estando deslumbrados, y estando muy cansados también de ser deslumbrados, han llegado a creer que no existe salida—a excepción de la guerra—la cual removería todas las paradojas desconcertantes de sus tediosos y actualmente equivocados intentos de construir la paz. En lugar de a estas paradojas, prefieren a los brillantes y claros problemas de la guerra—como solían serlo. Ellos todavía creen que «ganar» significa algo, aunque nunca nos dicen qué. (p. 88)
. . . Algunos hombres desean la guerra por razones sórdidas, otros por idealistas; algunos por el provecho personal, otros por el principio impersonal. Pero la mayoría de aquellos que desean conscientemente la guerra y la aceptan, y de esa manera ayudan a crear su «inevitabilidad,» la desean para cambiar a sus problemas de lugar. (p. 88)
Además de los propios escritos de Mills, aquellos lectores interesados en sus ideas podrían también estar deseosos de leer la bien recreada biografía de Irving Louis Horowitz, C. Wright Mills: An American Utopian (The Free Press 1983).
Traducido por Gabriel Gasave
Sobre el realismo descabellado: Un homenaje a C. Wright Mills
Cuando comencé a leer libros serios sobre política y gobierno, allá por los años 60, sentí mucha admiración por los escritos del sociólogo de la Nueva Izquierda C. Wright Mills. Probablemente él sea mejor recordado por su variante de la teoría de la élite, según lo presentado en su libro The Power Elite (Oxford University Press 1956), pero me influenció mucho por lo que escribió en The Sociological Imagination (Oxford University Press 1959). Entre esos dos volúmenes, sin embargo, escribió un pequeño libro llamado The Causes of World War Three (Simon and Schuster 1958). En ese apasionado e ideológicamente inspirado folleto, Mills explicaba un concepto que me ha venido a la mente de manera frecuente a través de los años—sin embargo nunca tanto como durante el último año y medio—: el concepto del «realismo descabellado.»
Para Mills, este significaba un marco de la mente característico de aquello que otro teórico de la élite, Thomas R. Dye, ha denominado «la gente seria» de los círculos gobernantes. Tales individuos deben ser distinguidos de los estrechadores de manos, de los bufones chupa medias que buscan y ganan la elecciones para los cargos públicos. Los buscadores de cargos electorales son especialistas: saben cómo conseguir los votos, pero como regla no saben nada sobre cómo «operar un ferrocarril,» ya sea que ese ferrocarril sea una empresa, una agencia gubernamental, o cualquier otra clase de gran organización operativa. Por lo tanto, tras la elección, los funcionarios públicos electos buscan a la gente seria para llevar a cabo el show—los Dick Cheneys y los Donald Rumsfelds, para no escoger tan aleatoriamente entre los planteles actuales.
La gente seria finge siempre ser adulta, como opuesta al resto de nosotros los soñadores, quienes no podríamos hacer funcionar a Halliburton o a G. D. Searle & Co. si nuestras vidas dependiesen de ello. Estos son la clase de ejecutivos que se encuentran tentados, y a veces realmente lo hacen, a poner sus ojos en blanco ante las tontas preguntas que los periodistas les formulan en las conferencias de prensa. Visiblemente dolidos por la necesidad de explicar los hechos de la vida, declaran que cosas infantiles, tales como mantener al país en paz, no harán simplemente que la tarea sea realizada. A veces, el público debe reconocer que como una respuesta sin sentido a la difícil situación que enfrentamos, la gente seria tiene que dejar caer algunas bombas aquí y allá a fin de restablecer una coordinación apropiada de los asuntos mundiales actualmente desordenados. A la gente seria se la encuentra frecuentemente «estabilizando» alguna cosa u otra.
El problema es, explicaba Mills, que esta gente seria son imbéciles. Parecen saber qué es lo que está ocurriendo, y cómo encaminar lo que está equivocado en el mundo, sólo si uno acepta su propia opinión de cómo el mundo funciona. Tan «práctica» es esta gente seria, sin embargo, que no comprenden nada más allá de sus narices y fuera del círculo de su propia comprensión y experiencia estrecha. Es raro decirlo, pero la élite del poder no se percata de mucho—recuérdese el primer asombro del Presidente Bush cuando él, un ex director de la Central de Inteligencia, visitó un supermercado y encontró por vez primera la tecnología alucinante de un lector de códigos de barras en el mostrador de pago. Especialmente cuando estos proponedores y agitadores se ocupan de las cuestiones de la guerra y de la paz, continúan tomando las mismas clases de desastrosas decisiones una y otra vez, desperdiciando constantemente las oportunidades de mantener la paz, casi invariablemente enredándose en vericuetos de su propia fabricación, y demasiado a menudo todos deciden que la única opción que tiene sentido en su predicamento es bombardear su salida.
A medida que mi educación continuaba, dejé atrás a muchas de las lecciones que había aprendido de Mills, cuyo propio entendimiento de la ciencia social estuvo viciado de distintas maneras. No obstante, tuvo algunos discernimientos poderosos, especialmente sobre la sociología política, y aún en la actualidad no vacilo en recomendar que los académicos jóvenes lean sus principales trabajos. Entre el más atemporal de sus enfoques, creo, se encuentra su comprensión del realismo descabellado. Extraigo unas pocas líneas aquí para ilustrar su pensamiento sobre esta cuestión (tomados de las Págs. 86-88 de The Causes of World War Three). A medida que usted lea estos pensamientos, considere si los mismos podrían ser tan aplicables hoy como lo fueron cuarenta y cinco años atrás.
En el realismo descabellado, una retórica moral de alto-vuelo se une con un arrastrarse oportunista entre una gran dispersión de temores y demandas sin foco. De hecho, el contenido principal de la «política» es actualmente una lucha entre hombres igualmente expertos en los siguientes pasos prácticos—los cuales, sumariamente, constituyen el empellón hacia la guerra—y en principios grandiosos, redondos y exhortativos. (p. 86)
. . . La expectativa de la guerra resuelve muchos problemas de los realistas descabellados; la misma también los enfrenta con muchos problemas nuevos. No obstante éstos, los problemas de la guerra, a menudo parecen más fáciles de manejar. Se encuentran conocidos: producir más, planear cómo matar a más enemigos, trasladar miles de materiales por millas. . . . Por ende, en vez del temor a lo desconocido, de la ansiedad sin fin, algunos hombres en los círculos más altos prefieren la simplificación de la catástrofe conocida. (p. 87)
. . . No conocen ninguna solución para las paradojas del Oriente Medio y de Europa, del Lejano Oriente y de África a excepción del desembarco de los infantes de marina. Estando deslumbrados, y estando muy cansados también de ser deslumbrados, han llegado a creer que no existe salida—a excepción de la guerra—la cual removería todas las paradojas desconcertantes de sus tediosos y actualmente equivocados intentos de construir la paz. En lugar de a estas paradojas, prefieren a los brillantes y claros problemas de la guerra—como solían serlo. Ellos todavía creen que «ganar» significa algo, aunque nunca nos dicen qué. (p. 88)
. . . Algunos hombres desean la guerra por razones sórdidas, otros por idealistas; algunos por el provecho personal, otros por el principio impersonal. Pero la mayoría de aquellos que desean conscientemente la guerra y la aceptan, y de esa manera ayudan a crear su «inevitabilidad,» la desean para cambiar a sus problemas de lugar. (p. 88)
Además de los propios escritos de Mills, aquellos lectores interesados en sus ideas podrían también estar deseosos de leer la bien recreada biografía de Irving Louis Horowitz, C. Wright Mills: An American Utopian (The Free Press 1983).
Traducido por Gabriel Gasave
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