Tal vez la revelación más sorprendente del actual escándalo de Clinton sea la de que Newsweek se contuvo de publicar la historia de Mónica Lewinsky basándose en su desvelo por la «ética periodística.» Solamente después de que las alegaciones se difundieran en Internet, los medios prestigiosos levantaron la historia.
De esta manera, «ética periodística» significa dos cosas contradictorias: no solo un conjunto de procedimientos para evitar que el prejuicio y las idiosincrasias de los escritores sea incorporado a las historias, sino también un conjunto de prejuicios institucionalizados entre los medios prestigiosos respecto de qué clases de relatos son legítimos para su publicación en primer lugar.
Internet está minando ambas clases de éticas periodísticas–la del tipo que previene al prejuicio y la del tipo que institucionaliza al prejuicio—y a pesar del predecible estremecimiento de los medios tradicionales, todo esto no resulta en un desarrollo insalubre.
El presentar una historia como esta, aún hace cinco años atrás, hubiese requerido de un staff de apoyo, de un departamento de publicidad, y de una imprenta o de un estudio de televisión. Pero Internet ha permitido que una nueva raza de periodistas guerrilleros alcance grandes audiencias sin ninguna de estas barreras de ingreso—un gran cambio con relación a los días en los cuales las únicas fuentes de información confiables a nivel nacional eran los departamentos de noticias de las tres grandes cadenas y un par de periódicos influyentes.
La vieja cultura de los medios no era en ningún sentido una clase de monopolio, pero era más parroquial y menos fragmentada que la de la actualidad. Y fue en este medio ambiente compuesto por cárteles en el que surgió el concepto de «ética periodística.»
Cuando una relativamente pequeña casta de reporteros y directores tiene que decidir lo que el resto del país conocerá, bueno, mejor que lo hagan bien. Vean la película «Todos los Hombres del Presidente» y verán que el mayor desafío de los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein no fue el de descubrir las sucias tretas nixonianas, sino en cambio el de persuadir a las dos fuentes de que dejaran constancia de cada instancia.
Sin duda alguna, tales reglas periodísticas sólidas evitaron los errores. Pero las mismas pueden también vetar a muchas historias veraces. Hay aquí una suerte de toma y daca: los altos estándares pueden garantizar pocas equivocaciones en la imprenta (los estadísticos llaman a esto el error del «tipo I»), pero los mismos dan lugar también a más oportunidades perdidas (error del «tipo II».) La confiabilidad compite con la disponibilidad.
Internet es un desarrollo verdaderamente revolucionario por dos razones. La primera, del lado de la oferta, porque Internet quiebra el cártel de los medios prestigiosos sobre la producción y distribución de la información. Al proporcionar un inagotable conjunto de alternativas, Internet resalta, y de esa manera socava, los prejuicios institucionalizados de esta casta elite.
La segunda razón, del lado de la demanda en esta ecuación, es la de que Internet democratiza a las decisiones éticas, las cuales previamente les eran confiadas a la elite de los directores de los medios. No solamente la gente puede curiosear acerca de la vida privada de las figuras públicas y satisfacer esa demanda sin la interferencia de la censura de los directores. Ellos ahora son quienes determinan el propio balanceo entre la confiabilidad y la disponibilidad. Después de todo, ¿cuál es el estándar adecuado? ¿La confiabilidad total, tal como los medios prestigiosos exigen de sus historias, o alguna mezcla de rumor y hechos? No hay ninguna respuesta correcta a este interrogante; la gente tiene ahora que decidir por sí misma.
Con los sitios de Internet convirtiéndose rápidamente para muchos individuos en las fuentes primarias de la información, las marcas prestigiosas están actuando de manera creciente como una especie de Informes del Consumidor, para ayudar a realizar un corte secundario respecto de lo que es creíble. Esta tendencia se acelerará en la medida que las Linda Tripp del futuro comiencen a entender este toma y daca y se vuelvan deseosas de pasarle información a marcas un poco menos conocidas, las que imprimirán la totalidad de la misma sin demora alguna.
Indudablemente, este proceso es confuso y susceptible de manipulación debido a que nadie sabe exactamente cómo reducir a toda la nueva información. ¿Debería creérsele a los chismes de Internet en una 80 por ciento de las veces, en un 50 por ciento, en un 20 por ciento de ellas, o no creérsele en absoluto? El Presidente Clinton se ha beneficiado enormemente de la incertidumbre que esta nueva tecnología ha causado: Si JFK fue el primer presidente fruto de la televisión, Clinton es el primer presidente de la era de Internet. Veinticinco años atrás, con los medios llamándolo un mentiroso, una estrategia de alto riesgo de una completa negación podía no resistir. Hoy día, una estrategia así es viable en razón de que la gente está aún tratando de darse cuanta a quien descontarle más—si a Clinton o a los medios –y debido a que, a pesar de Watergate, el presidente de los Estados Unidos es una marca sólida, edificada durante muchas generaciones por nombres como el de Washington, Lincoln y Roosevelt.
Si la confusión se disipará alguna vez, es una pregunta que queda abierta. El de alguna manera desactualizado concepto de «ética periodística,» que en gran medida es sinónimo de control central de la información, puede simplemente dar lugar a una postura de escepticismo permanente.
Mientras esto puede que ayude a sobrevivir a Clinton, puede también ser el presagio de una era en la cual los individuos desconfíen tanto de la política que el tipo de partidarios del que alguna vez disfrutaron los presidentes y los editores se vuelva imposible. Resumiendo, eso puede ser una noticia bienvenida por todos excepto por aquellos en el poder.
Traducido por Gabriel Gasave
Internet sacude a la prensa complaciente
Tal vez la revelación más sorprendente del actual escándalo de Clinton sea la de que Newsweek se contuvo de publicar la historia de Mónica Lewinsky basándose en su desvelo por la «ética periodística.» Solamente después de que las alegaciones se difundieran en Internet, los medios prestigiosos levantaron la historia.
De esta manera, «ética periodística» significa dos cosas contradictorias: no solo un conjunto de procedimientos para evitar que el prejuicio y las idiosincrasias de los escritores sea incorporado a las historias, sino también un conjunto de prejuicios institucionalizados entre los medios prestigiosos respecto de qué clases de relatos son legítimos para su publicación en primer lugar.
Internet está minando ambas clases de éticas periodísticas–la del tipo que previene al prejuicio y la del tipo que institucionaliza al prejuicio—y a pesar del predecible estremecimiento de los medios tradicionales, todo esto no resulta en un desarrollo insalubre.
El presentar una historia como esta, aún hace cinco años atrás, hubiese requerido de un staff de apoyo, de un departamento de publicidad, y de una imprenta o de un estudio de televisión. Pero Internet ha permitido que una nueva raza de periodistas guerrilleros alcance grandes audiencias sin ninguna de estas barreras de ingreso—un gran cambio con relación a los días en los cuales las únicas fuentes de información confiables a nivel nacional eran los departamentos de noticias de las tres grandes cadenas y un par de periódicos influyentes.
La vieja cultura de los medios no era en ningún sentido una clase de monopolio, pero era más parroquial y menos fragmentada que la de la actualidad. Y fue en este medio ambiente compuesto por cárteles en el que surgió el concepto de «ética periodística.»
Cuando una relativamente pequeña casta de reporteros y directores tiene que decidir lo que el resto del país conocerá, bueno, mejor que lo hagan bien. Vean la película «Todos los Hombres del Presidente» y verán que el mayor desafío de los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein no fue el de descubrir las sucias tretas nixonianas, sino en cambio el de persuadir a las dos fuentes de que dejaran constancia de cada instancia.
Sin duda alguna, tales reglas periodísticas sólidas evitaron los errores. Pero las mismas pueden también vetar a muchas historias veraces. Hay aquí una suerte de toma y daca: los altos estándares pueden garantizar pocas equivocaciones en la imprenta (los estadísticos llaman a esto el error del «tipo I»), pero los mismos dan lugar también a más oportunidades perdidas (error del «tipo II».) La confiabilidad compite con la disponibilidad.
Internet es un desarrollo verdaderamente revolucionario por dos razones. La primera, del lado de la oferta, porque Internet quiebra el cártel de los medios prestigiosos sobre la producción y distribución de la información. Al proporcionar un inagotable conjunto de alternativas, Internet resalta, y de esa manera socava, los prejuicios institucionalizados de esta casta elite.
La segunda razón, del lado de la demanda en esta ecuación, es la de que Internet democratiza a las decisiones éticas, las cuales previamente les eran confiadas a la elite de los directores de los medios. No solamente la gente puede curiosear acerca de la vida privada de las figuras públicas y satisfacer esa demanda sin la interferencia de la censura de los directores. Ellos ahora son quienes determinan el propio balanceo entre la confiabilidad y la disponibilidad. Después de todo, ¿cuál es el estándar adecuado? ¿La confiabilidad total, tal como los medios prestigiosos exigen de sus historias, o alguna mezcla de rumor y hechos? No hay ninguna respuesta correcta a este interrogante; la gente tiene ahora que decidir por sí misma.
Con los sitios de Internet convirtiéndose rápidamente para muchos individuos en las fuentes primarias de la información, las marcas prestigiosas están actuando de manera creciente como una especie de Informes del Consumidor, para ayudar a realizar un corte secundario respecto de lo que es creíble. Esta tendencia se acelerará en la medida que las Linda Tripp del futuro comiencen a entender este toma y daca y se vuelvan deseosas de pasarle información a marcas un poco menos conocidas, las que imprimirán la totalidad de la misma sin demora alguna.
Indudablemente, este proceso es confuso y susceptible de manipulación debido a que nadie sabe exactamente cómo reducir a toda la nueva información. ¿Debería creérsele a los chismes de Internet en una 80 por ciento de las veces, en un 50 por ciento, en un 20 por ciento de ellas, o no creérsele en absoluto? El Presidente Clinton se ha beneficiado enormemente de la incertidumbre que esta nueva tecnología ha causado: Si JFK fue el primer presidente fruto de la televisión, Clinton es el primer presidente de la era de Internet. Veinticinco años atrás, con los medios llamándolo un mentiroso, una estrategia de alto riesgo de una completa negación podía no resistir. Hoy día, una estrategia así es viable en razón de que la gente está aún tratando de darse cuanta a quien descontarle más—si a Clinton o a los medios –y debido a que, a pesar de Watergate, el presidente de los Estados Unidos es una marca sólida, edificada durante muchas generaciones por nombres como el de Washington, Lincoln y Roosevelt.
Si la confusión se disipará alguna vez, es una pregunta que queda abierta. El de alguna manera desactualizado concepto de «ética periodística,» que en gran medida es sinónimo de control central de la información, puede simplemente dar lugar a una postura de escepticismo permanente.
Mientras esto puede que ayude a sobrevivir a Clinton, puede también ser el presagio de una era en la cual los individuos desconfíen tanto de la política que el tipo de partidarios del que alguna vez disfrutaron los presidentes y los editores se vuelva imposible. Resumiendo, eso puede ser una noticia bienvenida por todos excepto por aquellos en el poder.
Traducido por Gabriel Gasave
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