Tanto los demócratas como los republicanos están deseando llevarse el crédito por la «histórica» reforma del sistema de bienestar social. Mejor que celebren ahora, porque la proclamada reforma pronto será reconocida como un fracaso. Fracasará debido a que su objetivo principal choca con las numerosas barreras para el empleo de trabajadores no calificados erigidas por los gobiernos, las juntas encargadas de otorgar licencias, y los sindicatos. Cuando el fracaso se vuelva tan evidente como para ignorarlo u ocultarlo, los políticos improvisarán parches para reparar el fallido sistema.
Uno debe observar el resultado de individuos que no son discapacitados que viven del bienestar social de una manera muy racional. No carecen totalmente de alternativas. Pero las alternativas que se les presentan son menos atractivas que la circunstancia de recibir beneficios sociales y seguir desocupados. En la sucinta frase de los analistas políticos Michael Tanner y Stephen Moore, el bienestar compensa.
Pese a que la situación difiere enormemente según el estado, una típica madre no calificada que recibe los beneficios del bienestar tendría que conseguir un empleo que pague de $10 a $12 la hora para mejorar su condición financiera, según los cálculos realizados por Tanner y Moore. En ocho estados, un típico paquete de beneficios sociales para una madre con dos hijos representa más de $20.000 por año.
El objetivo central de la reforma es que la gente se pase del bienestar al trabajo. El gobierno federal ya no le otorgará dinero en efectivo indefinidamente a todos los solicitantes que reúnan los requisitos. Los estados establecerán sus propias reglas pero se les exigirá que reduzcan los beneficios a aquellos beneficiarios que se rehúsen a trabajar. En un plazo de cinco años, los estados deben tener al menos a la mitad de sus beneficiarios del bienestar trabajando un mínimo de 30 horas semanales. Si fallan en cumplir con esta exigencia, un estado puede perder hasta el 21 por ciento de sus subsidios federales.
El resultado es que más de 2 millones de jefes de más de 4 millones de familias que actualmente viven del bienestar deben conseguir un empleo. Desdichadamente, la reforma del bienestar no opera en abstracto. Un montón de otras políticas gubernamentales y practicas sindicales virtualmente garantizan que pocos de los millones empujados al mercado laboral hallarán empleos en el sector privado.
Varios beneficiarios del bienestar han asistido a horribles escuelas públicas. A pesar de que han pasado de 9 a 12 años en la escuela, son escasamente instruidos. Muchos no pueden resolver la aritmética básica, comprender instrucciones escritas, o realizar tareas sencillas como dar un vuelto. Los gobiernos que ahora les exigen trabajar los han preparado tan pobremente que su trabajo tiene poco valor.
Incluso aquellas personas no calificadas que buscan empleo podrían hallar uno si los empleadores fuesen libres de pagar salarios proporcionados con el bajo valor de esa mano de obra. Pero gracias a las leyes de salarios mínimos, los empleadores no pueden abonar salarios lo suficientemente bajos como para justificar la contratación de esos trabajadores de alto riesgo. Vergonzosamente, el mismo Congreso que sancionó la reforma al sistema de bienestar social también elevó el salario mínimo en 90 centavos la hora, asegurando de esa forma que cientos de miles de personas que buscan trabajo y que de otra forma hubiesen conseguido un empleo no puedan hacerlo.
Los trabajadores tienen la alternativa de desempeñarse por cuenta propia, pero aquí también los gobiernos los han entorpecido. Los gobiernos locales y estaduales exigen licencias para cientos de ocupaciones corrientes tales como la de peluquero, la instalación de cercas, la operación de un taxi, o la limpieza de tanques sépticos. Las juntas encargadas de otorgar las licencias, compuestas por quienes practican las distintas profesiones- ansiosos por restringir el ingreso de competidores-, exigen extensos entrenamientos, largos períodos de residencia, o la aprobación de un examen, cerrándole así las puertas a aquellos individuos que procuran ser autosuficientes.
Los sindicatos, a pesar sus manifestaciones de compasión por los desocupados, apoyan muchas políticas y prácticas que limitan el acceso al empleo-todo desde salarios mínimos más altos a la membresía sindical obligatoria a las amenazas de violencia contra los «rompehuelgas» (individuos que desean trabajar durante una huelga).
Fuera del mercado laboral, los gobiernos aplican muchas reglas que hacen que el empleo sea más difícil para quienes carecen de habilidades. Las leyes de zonificación le dificultan a los trabajadores de bajos ingresos encontrar una vivienda accesible en las áreas suburbanas donde los empleos son más abundantes. Los códigos de edificación tienen un efecto similar. Las exigencias reglamentarias para los proveedores de guarderías infantiles excluyen eficazmente a muchas madres beneficiarias del bienestar social de una ocupación que podrían emprender fácilmente.
Con tantos obstáculos artificiales que sortear, la gran mayoría de los beneficiarios del bienestar que buscan trabajo están destinados a fallar. Frente a esta realidad, los estados exigirán ser eximidos de cumplir con sus requerimientos legales bajo el nuevo sistema o una prórroga para el cumplimiento de los mismos. Emplearán trucos contables, tal como algunos ya lo anticiparon. Presionarán políticamente al Congreso para que establezca subsidios a la contratación y una WPA (sigla en inglés para la Works Progress Administration) resucitada. Mientras tanto, los beneficiarios del bienestar terminarán en pseudo-trabajos a expensas de los contribuyentes.
El senador Paul Simon dijo la verdad cuando llamó a la reforma del sistema de bienestar social «una broma cruel para millones de familias». Pero ni él ni sus colegas en el Congreso reconocen que la crueldad no surge de la nueva exigencia de trabajar que impone el nuevo sistema sino de las penetrantes barreras para la ocupación de quienes no se encuentran preparados levantadas por los sindicatos, las juntas encargadas del otorgamiento de licencias, y los gobiernos de todos los niveles.
Traducido por Gabriel Gasave
Por qué fracasará la reforma del sistema de bienestar social
Tanto los demócratas como los republicanos están deseando llevarse el crédito por la «histórica» reforma del sistema de bienestar social. Mejor que celebren ahora, porque la proclamada reforma pronto será reconocida como un fracaso. Fracasará debido a que su objetivo principal choca con las numerosas barreras para el empleo de trabajadores no calificados erigidas por los gobiernos, las juntas encargadas de otorgar licencias, y los sindicatos. Cuando el fracaso se vuelva tan evidente como para ignorarlo u ocultarlo, los políticos improvisarán parches para reparar el fallido sistema.
Uno debe observar el resultado de individuos que no son discapacitados que viven del bienestar social de una manera muy racional. No carecen totalmente de alternativas. Pero las alternativas que se les presentan son menos atractivas que la circunstancia de recibir beneficios sociales y seguir desocupados. En la sucinta frase de los analistas políticos Michael Tanner y Stephen Moore, el bienestar compensa.
Pese a que la situación difiere enormemente según el estado, una típica madre no calificada que recibe los beneficios del bienestar tendría que conseguir un empleo que pague de $10 a $12 la hora para mejorar su condición financiera, según los cálculos realizados por Tanner y Moore. En ocho estados, un típico paquete de beneficios sociales para una madre con dos hijos representa más de $20.000 por año.
El objetivo central de la reforma es que la gente se pase del bienestar al trabajo. El gobierno federal ya no le otorgará dinero en efectivo indefinidamente a todos los solicitantes que reúnan los requisitos. Los estados establecerán sus propias reglas pero se les exigirá que reduzcan los beneficios a aquellos beneficiarios que se rehúsen a trabajar. En un plazo de cinco años, los estados deben tener al menos a la mitad de sus beneficiarios del bienestar trabajando un mínimo de 30 horas semanales. Si fallan en cumplir con esta exigencia, un estado puede perder hasta el 21 por ciento de sus subsidios federales.
El resultado es que más de 2 millones de jefes de más de 4 millones de familias que actualmente viven del bienestar deben conseguir un empleo. Desdichadamente, la reforma del bienestar no opera en abstracto. Un montón de otras políticas gubernamentales y practicas sindicales virtualmente garantizan que pocos de los millones empujados al mercado laboral hallarán empleos en el sector privado.
Varios beneficiarios del bienestar han asistido a horribles escuelas públicas. A pesar de que han pasado de 9 a 12 años en la escuela, son escasamente instruidos. Muchos no pueden resolver la aritmética básica, comprender instrucciones escritas, o realizar tareas sencillas como dar un vuelto. Los gobiernos que ahora les exigen trabajar los han preparado tan pobremente que su trabajo tiene poco valor.
Incluso aquellas personas no calificadas que buscan empleo podrían hallar uno si los empleadores fuesen libres de pagar salarios proporcionados con el bajo valor de esa mano de obra. Pero gracias a las leyes de salarios mínimos, los empleadores no pueden abonar salarios lo suficientemente bajos como para justificar la contratación de esos trabajadores de alto riesgo. Vergonzosamente, el mismo Congreso que sancionó la reforma al sistema de bienestar social también elevó el salario mínimo en 90 centavos la hora, asegurando de esa forma que cientos de miles de personas que buscan trabajo y que de otra forma hubiesen conseguido un empleo no puedan hacerlo.
Los trabajadores tienen la alternativa de desempeñarse por cuenta propia, pero aquí también los gobiernos los han entorpecido. Los gobiernos locales y estaduales exigen licencias para cientos de ocupaciones corrientes tales como la de peluquero, la instalación de cercas, la operación de un taxi, o la limpieza de tanques sépticos. Las juntas encargadas de otorgar las licencias, compuestas por quienes practican las distintas profesiones- ansiosos por restringir el ingreso de competidores-, exigen extensos entrenamientos, largos períodos de residencia, o la aprobación de un examen, cerrándole así las puertas a aquellos individuos que procuran ser autosuficientes.
Los sindicatos, a pesar sus manifestaciones de compasión por los desocupados, apoyan muchas políticas y prácticas que limitan el acceso al empleo-todo desde salarios mínimos más altos a la membresía sindical obligatoria a las amenazas de violencia contra los «rompehuelgas» (individuos que desean trabajar durante una huelga).
Fuera del mercado laboral, los gobiernos aplican muchas reglas que hacen que el empleo sea más difícil para quienes carecen de habilidades. Las leyes de zonificación le dificultan a los trabajadores de bajos ingresos encontrar una vivienda accesible en las áreas suburbanas donde los empleos son más abundantes. Los códigos de edificación tienen un efecto similar. Las exigencias reglamentarias para los proveedores de guarderías infantiles excluyen eficazmente a muchas madres beneficiarias del bienestar social de una ocupación que podrían emprender fácilmente.
Con tantos obstáculos artificiales que sortear, la gran mayoría de los beneficiarios del bienestar que buscan trabajo están destinados a fallar. Frente a esta realidad, los estados exigirán ser eximidos de cumplir con sus requerimientos legales bajo el nuevo sistema o una prórroga para el cumplimiento de los mismos. Emplearán trucos contables, tal como algunos ya lo anticiparon. Presionarán políticamente al Congreso para que establezca subsidios a la contratación y una WPA (sigla en inglés para la Works Progress Administration) resucitada. Mientras tanto, los beneficiarios del bienestar terminarán en pseudo-trabajos a expensas de los contribuyentes.
El senador Paul Simon dijo la verdad cuando llamó a la reforma del sistema de bienestar social «una broma cruel para millones de familias». Pero ni él ni sus colegas en el Congreso reconocen que la crueldad no surge de la nueva exigencia de trabajar que impone el nuevo sistema sino de las penetrantes barreras para la ocupación de quienes no se encuentran preparados levantadas por los sindicatos, las juntas encargadas del otorgamiento de licencias, y los gobiernos de todos los niveles.
Traducido por Gabriel Gasave
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