Washington, DC—Los gobiernos europeos están consternados por el rechazo de los votantes irlandeses al Tratado de Lisboa, el nuevo intento, tres años después del colapso de la Constitución europea, de avanzar decisivamente hacia la integración política. El único país, de un total de 27, en el que la ratificación está siendo sometida a votación ha dejado a los eurócratas desesperados por encontrar la manera de sortear sus propias reglas.

No hay aquí nada sorprendente. Desde que Europa dio el salto de la integración económica a la política con el Tratado de Maastricht de 1992, muchos ciudadanos desprecian los esfuerzos por imponer sobre ellos instituciones supranacionales. Cada vez que los votantes rechazan un tratado –los daneses en 1992, los franceses y holandeses en 2005, los irlandeses en 2008—, se renueva el esfuerzo por avanzar hacia la integración política sin tomar muy en cuenta la sensibilidad de los pueblos.

Parte del motivo es que detrás del voto por el “No” hay una confusión de razones y pasiones. En algunos casos, los votantes parecen protestar contra su propio gobierno, expresar su desaliento por la desaceleración económica o simplemente dar curso a instintos nacionalistas. En otros, tienen reservas más principistas, a izquierda y derecha. En el caso del “No” irlandés, el espectro del rechazo al Tratado de Lisboa va desde el Sinn Fein, el partido de izquierda que solía ser una fachada del IRA, hasta grupos de centro-derecha como el “think tank” Libertas, cuyo Presidente, el empresario Declan Ganley, desempeñó un papel fundamental en el referendo. En medio de toda esta confusión, una cosa queda clara: la enajenación de un número extraordinario de europeos con respecto a la apisonadora de Bruselas aun si disfrutan y aprovechan la libre circulación y el libre comercio.

La Unión Europea está recreando, más de dos siglos después, la polémica entre los federalistas que propugnaban una Constitución para los Estados Unidos y los anti-federalistas que se oponían al surgimiento de un Leviatán político. Existen, por supuesto, muchas diferencias—motivo por el cual no es seguro que los europeos serán capaces de alcanzar el entendimiento al que llegaron los estadounidenses.

La oposición ideológica al federalismo era más nítida en los Estados Unidos del siglo 18 que en la Europa del siglo 21(donde a la integración política no se la denomina federalismo). A pesar de que algunos grupos anti-federalistas estaban más preocupados por la pérdida de la protección que recibían del gobierno de sus estados una vez que surgiera una entidad federal que por poner frenos al estatismo en general, en términos generales el movimiento fue consistente en la defensa de los derechos individuales y su temor a la burocracia. Los anti-federalistas perdieron, pero obligaron a los federalistas a incluir una Declaración de Derechos en la Constitución que acotó severamente la capacidad de intromisión del gobierno federal. Más tarde, parte de la causa anti-federalista se convirtió en el Partido Demócrata de Thomas Jefferson, perpetuando la presión sobre el gobierno federal para éste respetara los límites al poder (no siempre con éxito).

Las aguas son mucho más turbias en Europa porque elarco de los anti-federalistas europeos o “euroescépticos” va de los globalifóbicos a los libertarios. Además, los federalistas o “eurófilos” convirtieron a sus adversarios una vez que llegaron al poder y se volvieron parte del club (con excepciones como la del Presidente checo Vaclav Klaus, cuyo puesto es ceremonial). Forza Italia, partido de centroderecha que tendía a expresar reservas frente a la burocracia europea, es ahora aliado de Bruselas. Nicolas Sarkozy, el presidente francés de centroderecha que alguna vez prometió reformas, no es menos eurófilo que el presidente socialista de España: dejó su huella en el Tratado de Lisboa en el artículo que degrada las salvaguardas al libre comercio porque cree en los “campeones nacionales”. El hecho de que los partidos dominantes de Europa de izquierdas y de derechas —con la excepción de los conservadores británicos— sean todos eurófilos significa que no existe un mecanismo democrático que permita zanjar la disputa entre la gente y la burocracia de Bruselas.

En la rivalidad entre federalistas y anti-federalistas estadounidenses, las ideas eran más importantes que los intereses; en el antagonismo entre “euroescépticos” y “eurófilos”, los intereses prevalecen sobre las ideas. Esto implica que después de cada referendo que pierde Bruselas surgen nuevas formas de centralización que hacen caso omiso de las reservas de los ciudadanos frente a la explosión de la burocracia europea. No veo como pueda surgir un entendimiento equivalente a la Declaración de Derechos norteamericana en dicho contexto.

(c) 2008, The Washington Post Writers Group


Alvaro Vargas Llosa es Asociado Senior en el Independent Institute.