Lentamente, pero de un modo bastante preocupante, los gobiernos latinoamericanos están regresando ahora a los malos hábitos intervencionistas que tuvieron en pasadas décadas. No se trata solamente de los intentos socializantes de Chávez en Venezuela -que en las últimas semanas ha estatizado las compañías productoras de cemento, ha decidido la vuelta a manos del estado de la acería SIDOR y ha propiciado la “toma” de más de treinta haciendas azucareras- ni de lo que hacen sus émulos, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador o el sandinista Daniel Ortega en Nicaragua.

Se trata de algo más: hay preocupación por el ascenso de los precios de los combustibles y de los alimentos y, por todas partes, se toman medidas o se trazan planes para controlar precios, otorgar subsidios o extender el control del estado hacia nuevas ramas de actividad económica. En Argentina el gobierno, siempre insaciable en sus gastos, ha querido aprovechar la coyuntura de los altos precios de la soya para aumentar los impuestos a los exportadores, llevándolos hasta el 44%; en varias naciones de Centroamérica se han aumentado los subsidios al transporte urbano o se discuten planes para fijar precios a varios artículos de primera necesidad mientras que, en México, tropiezan con una desenfrenada oposición los planes de eliminar el monopolio estatal de la petrolera PEMEX. Es como si, ante la nueva coyuntura mundial, se disparasen los reflejos condicionados hacia el estatismo de épocas pasadas.

Durante cinco años las economías latinoamericanas han disfrutado de una desusada bonanza. Las exportaciones de materias primas, principal fuente de divisas de la región, han ido aumentando a la par de una demanda creciente, que ha impulsado a su vez precios cada vez más altos. La pujante economía china y el despertar de la India, junto con la debilidad de dólar frente a las otras monedas de importancia mundial, han hecho que los precios del petróleo, de los minerales y de los productos agrícolas suban de un modo casi constante, llegando en muchos casos a niveles jamás alcanzados anteriormente. Gracias a esta expansión de las exportaciones las economías de América Latina han crecido sin cesar en el último lustro, recuperándose de crisis pasadas y alentando una expansión de casi todos sus sectores.

Los gobiernos, por su parte, también se han beneficiado de este período de auge. Con una producción y un ingreso nacional en aumento han podido recolectar más dinero por vía de los impuestos, eliminando o reduciendo los déficits fiscales y obteniendo más dinero disponible para realizar otros proyectos. Pero, lamentablemente, estos mayores ingresos no se han empleado en crear las condiciones para que el crecimiento económico resultase mayor o para hacer frente a los inevitables momentos de crisis. Latinoamérica ha crecido a la mitad de la velocidad del gigante chino, no ha reducido sus impuestos ni ha realizado obras de infraestructura que pudiesen favorecer una mayor expansión económica. El dinero público se ha ido en burocracia, en programas sociales de dudosa eficacia, cuando no en gastos directamente políticos, como los que hace todavía Hugo Chávez, aspirante a crear una especie de imperio socialista en buena parte de nuestro continente.

Ahora, sin embargo, la bonanza de los precios ha comenzado a mostrarnos la otra cara de la moneda. El ingreso de los habitantes ha subido, aunque no demasiado, debido a las limitaciones que posee el crecimiento económico de la región; pero los altos precios de las materias primas han comenzado a golpear ya, con bastante fuerza, la escasa capacidad adquisitiva de las personas más pobres.

Por todos lados se oye hablar ahora de inflación, de precios en constante alza, y se exige a los gobiernos que hagan algo, cualquier cosa, para combatirla. Y a los políticos, acostumbrados a décadas de intervencionismo económico y a los discursos populistas o socialistas con los que tratan de congraciarse con sus electores, se les ocurre siempre lo mismo: imponer más controles, tratar de gobernar la economía desde algún ministerio, aumentar los gastos en subsidios e imponer más cargas fiscales. Nadie se atreve a proponer la rebaja de los pesados impuestos que pagan los ciudadanos y a cambio de los cuales muy poca cosa reciben. No hay seguridad pública en la mayoría de nuestras ciudades, los programas sociales se politizan por completo y casi nunca llegan a las zonas rurales y un ejército de burócratas que se la pasan hablando de combatir la pobreza reciben en definitiva la mayor parte de los ingresos públicos. Los capitales privados locales, siempre amenazados por discursos o por medidas populistas, huyen de la región, buscando ambientes más serenos, con lo que se dificulta el crecimiento.

América Latina necesita comprender que no será volviendo a las fracasadas medidas del pasado como alcanzaremos un mayor desarrollo económico. No será controlando precios o estatizando industrias, ni será invadiendo propiedades o aumentando los impuestos como se logrará salir del subdesarrollo. Con esas medidas populistas, como ya lo señala la experiencia, sólo se llegará a un mayor desabastecimiento, una creciente inflación y el retorno a las crueles crisis que hemos tenido que soportar en otros tiempos.


Carlos Sabino es asociado de la Fundación Francisco Marroquín en Guatemala, director en CEDICE, un instituto de políticas públicas en Venezuela, y autor de varios libros sobre el desarrollo.