Washington, DC—Hace once años, la Asambla General de Naciones Unidas se fijó como objetivo “eliminar o reducir de manera significativa” los cultivos y el comercio de droga “para el año 2008”. Según los datos de la Oficina de la ONU contra las Drogas y el Delito, el empeño ha sido un perfecto fracaso. La producción de opio y cannabis se ha duplicado; la de cocaína ha aumentado ligeramente. La misma proporción de adultos —cinco por ciento— consume drogas hoy, en especial el cannabis, que en 1998.
Ahora que se están reuniendo en Viena funcionarios de todas partes para trazar la política antidrogas de los próximos diez años, es hora de dar un verdadero bandazo.
Como en tiempos de la Ley Seca en los Estados Unidos, la ilegalidad ha dado pie al surgimiento de imperios del crimen organizado que para mantener el suministro de narcóticos socavan la paz y las instituciones de muchos países. El ejemplo más reciente es México, donde el Presidente Felipe Calderón ha lanzado la ira del Estado contra los barones de la droga. La guerra entre el Estado y los carteles, y entre las propias mafias, ocurre principalmente en Ciudad Juárez, Tijuana y Culiacán. Diez mil personas han sido asesinadas y ha quedado al descubierto una corrupción vinculada a las drogas en las más altas esferas, incluida la Procuraduría General.
El presupuesto mundial antidrogas es descomunal: sólo en los Estados Unidos se destina a este barril sin fondo más de 40 mil millones de dólares al año. Cuando los esfuerzos por limitar la oferta logran encarecer algo el precio en determinado país, el precio baja en otras partes: en Europa, el precio de la cocaína se ha reducido a la mitad desde 1990. Las políticas persecutorias han reducido la pureza de la cocaína, perjudicando la salud de los consumidores. Según la policía, en Gran Bretaña la pureza ha caído del 60 al 30 por ciento en una década.
Y qué decir de los perjuicios para la libertad individual. Quienes prohibieron el alcohol en los Estados Unidos en 1920 se vieron obligados a enmendar la Constitución. Ninguna enmienda constitucional fue presentada jamás para legitimar lo que Richard Nixon llamó “guerra contra las drogas” por pimera vez en 1971. Los excesos cometidos en su nombre han creado toda clase de estigmas sociales, incluido el hecho de que el 30 por ciento de los adultos de raza negra en los Estados Unidos pasan algún tiempo en la cárcel debido en gran medida a delitos relacionados con las drogas.
Tres ex presidentes latinoamericanos —el brasileño Fernando Henrique Cardoso, el mexicano Ernesto Zedillo y el colombiano César Gaviria— publicaron hace poco un informe condenando la guerra contra las drogas por ser un fracaso contraproducente, proponiendo un enfoque basado en la salud pública en vez de la represión. La última edición de la revista The Economist, la biblia de muchas autoridades actuales y aspirantes a serlo, dedicó su tapa, una encuesta y un editorial a defender la causa de la legalización en vísperas del encuentro de Viena. Durante años, publicaciones conservadoras como The Wall Street Journal han publicado artículos expresando la misma opinión, incluidos los de su experta en América Latina, Mary O´Grady. Líderes de derecha (Henry Kissinger) y organizaciones de centro-izquierda (el Open Society Institute de George Soros) se han expresado en el mismo sentido.
Nadie sabe exactamente qué efecto tendría la despenalización sobre el consumo de drogas. En países donde es severamente castigado, el consumo es más alto que en otros, lo que podría significar que con la legalización se estabilizaría e incluso caería, como sucedió en Holanda, país en el cual el número de consumidores frecuentes disminuyó. Machos países europeos —España, Portugal, Italia y varios cantones suizos— aplican políticas extremadamente benignas; el consumo en esos países (excepto España) no es muy elevado. Pero aun asumiendo que hubiera un aumento moderado del consumo, la despenalización eliminaría o disminuiría de manera sustancial los horripilantes efectos secundarios de esta guerra inútil.
En los Estados Unidos existe desde hace muchos años un movimiento a favor de la legalización. Por estar asociado, en el imaginario de ciertas generaciones, a los conflictos culturales y la estética de los años 60, su impacto ha sido pequeño. Pero el debate continúa. En muchos estados, la policía no persigue la posesión de cannabis para el consumo personal y California está evaluando un proyecto de ley que legalizaría la marihuana. Pero el puritanismo dogmático —que el genial H. L. Mencken describió como el “el odio del hombre inferior hacia el hombre que la está pasando mejor”— ha dificultado la apertura de un debate serio en todo el país.
Hoy día consideramos un disparate las Guerras del Opio del siglo 19, mediante las cuales los británicos castigaron a China por restringir las importaciones de opio. Dentro de un siglo y medio, la gente leerá con auténtico pasmo cuánta sangre y tesoro fueron desperdiciados en la fallida persecución de un vicio privado que un porcentaje relativamente pequeño de la población no estaba dispuesto a abandonar.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
¿Llegó la hora de despenalizarla?
Washington, DC—Hace once años, la Asambla General de Naciones Unidas se fijó como objetivo “eliminar o reducir de manera significativa” los cultivos y el comercio de droga “para el año 2008”. Según los datos de la Oficina de la ONU contra las Drogas y el Delito, el empeño ha sido un perfecto fracaso. La producción de opio y cannabis se ha duplicado; la de cocaína ha aumentado ligeramente. La misma proporción de adultos —cinco por ciento— consume drogas hoy, en especial el cannabis, que en 1998.
Ahora que se están reuniendo en Viena funcionarios de todas partes para trazar la política antidrogas de los próximos diez años, es hora de dar un verdadero bandazo.
Como en tiempos de la Ley Seca en los Estados Unidos, la ilegalidad ha dado pie al surgimiento de imperios del crimen organizado que para mantener el suministro de narcóticos socavan la paz y las instituciones de muchos países. El ejemplo más reciente es México, donde el Presidente Felipe Calderón ha lanzado la ira del Estado contra los barones de la droga. La guerra entre el Estado y los carteles, y entre las propias mafias, ocurre principalmente en Ciudad Juárez, Tijuana y Culiacán. Diez mil personas han sido asesinadas y ha quedado al descubierto una corrupción vinculada a las drogas en las más altas esferas, incluida la Procuraduría General.
El presupuesto mundial antidrogas es descomunal: sólo en los Estados Unidos se destina a este barril sin fondo más de 40 mil millones de dólares al año. Cuando los esfuerzos por limitar la oferta logran encarecer algo el precio en determinado país, el precio baja en otras partes: en Europa, el precio de la cocaína se ha reducido a la mitad desde 1990. Las políticas persecutorias han reducido la pureza de la cocaína, perjudicando la salud de los consumidores. Según la policía, en Gran Bretaña la pureza ha caído del 60 al 30 por ciento en una década.
Y qué decir de los perjuicios para la libertad individual. Quienes prohibieron el alcohol en los Estados Unidos en 1920 se vieron obligados a enmendar la Constitución. Ninguna enmienda constitucional fue presentada jamás para legitimar lo que Richard Nixon llamó “guerra contra las drogas” por pimera vez en 1971. Los excesos cometidos en su nombre han creado toda clase de estigmas sociales, incluido el hecho de que el 30 por ciento de los adultos de raza negra en los Estados Unidos pasan algún tiempo en la cárcel debido en gran medida a delitos relacionados con las drogas.
Tres ex presidentes latinoamericanos —el brasileño Fernando Henrique Cardoso, el mexicano Ernesto Zedillo y el colombiano César Gaviria— publicaron hace poco un informe condenando la guerra contra las drogas por ser un fracaso contraproducente, proponiendo un enfoque basado en la salud pública en vez de la represión. La última edición de la revista The Economist, la biblia de muchas autoridades actuales y aspirantes a serlo, dedicó su tapa, una encuesta y un editorial a defender la causa de la legalización en vísperas del encuentro de Viena. Durante años, publicaciones conservadoras como The Wall Street Journal han publicado artículos expresando la misma opinión, incluidos los de su experta en América Latina, Mary O´Grady. Líderes de derecha (Henry Kissinger) y organizaciones de centro-izquierda (el Open Society Institute de George Soros) se han expresado en el mismo sentido.
Nadie sabe exactamente qué efecto tendría la despenalización sobre el consumo de drogas. En países donde es severamente castigado, el consumo es más alto que en otros, lo que podría significar que con la legalización se estabilizaría e incluso caería, como sucedió en Holanda, país en el cual el número de consumidores frecuentes disminuyó. Machos países europeos —España, Portugal, Italia y varios cantones suizos— aplican políticas extremadamente benignas; el consumo en esos países (excepto España) no es muy elevado. Pero aun asumiendo que hubiera un aumento moderado del consumo, la despenalización eliminaría o disminuiría de manera sustancial los horripilantes efectos secundarios de esta guerra inútil.
En los Estados Unidos existe desde hace muchos años un movimiento a favor de la legalización. Por estar asociado, en el imaginario de ciertas generaciones, a los conflictos culturales y la estética de los años 60, su impacto ha sido pequeño. Pero el debate continúa. En muchos estados, la policía no persigue la posesión de cannabis para el consumo personal y California está evaluando un proyecto de ley que legalizaría la marihuana. Pero el puritanismo dogmático —que el genial H. L. Mencken describió como el “el odio del hombre inferior hacia el hombre que la está pasando mejor”— ha dificultado la apertura de un debate serio en todo el país.
Hoy día consideramos un disparate las Guerras del Opio del siglo 19, mediante las cuales los británicos castigaron a China por restringir las importaciones de opio. Dentro de un siglo y medio, la gente leerá con auténtico pasmo cuánta sangre y tesoro fueron desperdiciados en la fallida persecución de un vicio privado que un porcentaje relativamente pequeño de la población no estaba dispuesto a abandonar.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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