Escuchamos su voz casi ahogada en el sollozo. Una voz en la que el asombro se confundía con el llanto y la felicidad. Era la voz de María Corina Machado. Una voz que llegaba de lejos, desde algún lugar indescifrable, pero al mismo tiempo una voz que los venezolanos, en primer lugar, reconocen en todas las circunstancias y la asocian con la protesta, la disidencia y la defensa de los valores más trascendentes de la humanidad: la libertad y la justicia.
Del otro lado de la línea, uno de esos impasibles funcionarios que suelen integrar la corte de la burocracia habilitada para otorgar el Premio Nobel, también tuvo un inesperado balbuceo. Es que ciertas emociones cuando son intensas y justas son inevitablemente contagiosas, tocan esa zona íntima de sensibilidad que en más de un caso no podemos controlar.
Desde algún lugar de Venezuela, Corina Machado se enteraba que contra toda especulación o pálpito, había sido designada Premio Nobel de la Paz, una de las honras consideradas más trascendentes en el mundo, incluso para quienes la critican.
Por supuesto, todos registramos la noticia. Para muchos fue un acto de justicia que se confundía con la felicidad y la esperanza; para otros, una decisión manipulada por una Academia comprometida con lo que la izquierda suele denominar el “eje del mal”, es decir, el imperialismo y la globalización neoliberal. Para estos sicofantes de la política, Corina Machado es una terrorista, una agente de la Cia y una manifestación obscena de la ultraderecha.
En breve la ceremonia de entrega de premios se celebrará en Noruega, en el ayuntamiento de Oslo, pero Corina Machado no estará presente porque no pueden, no la dejan o no debe salir de Venezuela en donde vive en la clandestinidad, en donde su libertad y su vida corren riesgo.
Pocas veces un Premio Nobel de la Paz es tan elocuente con la narrativa biográfica de la persona honrada. Nada más elocuente, nada más certero a la hora de evaluar la decisión de la Academia, que esta ausencia, una ausencia que posee el valor de un manifiesto.
Desde hace casi treinta años que Corina es perseguida, padece cárcel y apremios ilegales, es amenazada de muerte, acusada de las culpas más horribles y obscenas por un dictador que ha hecho de lo horrible y lo sórdido el recurso preferido de ejercicio del poder. Estos riesgos contra su libertad y su vida no son relatos del pasado, por el contrario mantienen un riguroso presente.
Si Luther King al momento de otorgarle el premio, insinuaba que su fin sería violento, como efectivamente lo fue cuatro años después; si a Nelson Mandela las llagas de las cadenas de su cautiverio estaban frescas; si Narges Mohammadi es un testimonio viviente de la discriminación y la barbarie de la teocracia de los ayatolas; si Dmitri Murátov le otorga dignidad al periodismo ruso ejerciendo la crítica a los excesos y los abusos de un dictador que se supo heredero de los zares, cuando no una versión actualizada de Stalin, la señora María Corina Machado es la expresión palpitante, dolorosa, pero asistida de esa dignidad que nace del coraje y las convicciones, de un país devastado por una narcodictadura, corrupta, criminal y fraudulenta, una dictadura que solo tiene para exhibir los estragos de la represión, la inmundicia del narcotráfico y la “honra” de que siete millones de venezolanos han sido expulsados por cometer el pecado de disentir con el régimen o de afirmar los valores de la libertad. Siete millones de personas apartados de su tierra, de su patria, víctimas de lo que desde la antigüedad se consideraba la condena más grave después de la pena de muerte.
La distinción a Corina es al mismo tiempo -qué duda cabe- una condena sin atenuantes a la dictadura de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, y un repudio a los regímenes de Cuba y Nicaragua, verdaderas satrapías políticas en donde todos los recursos para humillar, martirizar, someter y corromper, encontraron la posibilidad de realizarse.
La palabra “paz” este caso incluye diversos valores, diversas tradiciones humanistas: la resistencia a la dictadura, a los déspotas, a las maquinarias de poder portadoras de muerte; la apuesta a favor de una transición pacífica desde el despotismo a la democracia; la valorización de la democracia y el estado de derecho; el respeto incondicional de los derechos humanos.
Todos estos atributos sin los cuales la vida civilizada no sería posible o se parecería a un infierno, han sido condensados en la decisión de la Academia, cuya palabra es una de las más escuchadas del mundo.
Venezuela ha sufrido y sufre mucho. Su historia es una travesía entre la libertad y el despotismo. La atroz dictadura que padece desde hace un cuarto de siglo se contradice con experiencias políticas más justas y con un mandato histórico a favor de la libertad y la dignidad nacional, cuyos nombres más destacados son Francisco Miranda. Simón Bolívar, José Antonio Páez, Antonio José de Sucre, Francisco de Paula Santander. Ese mandato, forjado con dolor y esperanzas, esa aspiración de libertad ahora tienen un rostro curtido en las adversidades, una sonrisa que a pesar de los rigores de la política es capaz de transmitir alegría, una voz que no vacila, que no tiembla a la hora de denunciar a canallas y falsarios, unos ojos que miran de frente, ojos que se indignan al contemplar las injusticias a la que está sometida su patria, ojos capaz de humedecerse de ternura porque nunca han renunciado a la esperanza. Ese rostro que necesita Venezuela, que necesita América latina, que tal vez necesite el mundo, hoy es el de Corina Machado.
El autor es profesor de Historia (UNL), periodista y escritor.
@ralanizok