El Estado Leviatán moderno: ¿qué límites respeta?
Hace casi 375 años, el filósofo político Thomas Hobbes publicó Leviatán. Hobbes usa como metáfora de la mancomunidad al monstruo bíblico Leviatán. El libro de Job (41) describe una serpiente marina que está cubierta con impenetrables escamas y escupe fuego. Teológicamente, Leviatán puede interpretarse como el poder invencible del Creador, o, alternativamente, como el mal que tienta a los frágiles humanos. Hobbes habla de la bestia en el contexto político. La mancomunidad instituye un Estado fuerte y absoluto para guardar el orden. Mediante dicho contrato social, los seres humanos escapamos del estado natural caótico en el cual lobo come lobo.
El economista James M. Buchanan, padre del análisis de las decisiones públicas o public choice, desmontó la idea del Estado como un actor benevolente. Hace 50 años, Buchanan publicó Los límites de la libertad, entre la anarquía y el Leviatán. Las personas queremos dos cosas contradictorias, escribe Buchanan: vivir en libertad y en orden, es decir, nos batimos entre la anarquía y el gobierno todopoderoso. Ser gobernados es un mal necesario que aceptamos con ciertas condiciones. Cuando el Estado toma control sobre nuestros asuntos personales, se vuelve intolerable: “Cuando el gobierno toma una vida propia e independiente, cuando Leviatán vive y respira, toda una gama de controles adicionales entran a funcionar”, escribe Buchanan. Advierte que los gobiernos se desbordan porque los políticos buscan votos, mientras que los burócratas buscan estabilidad y presupuesto. Se expande constantemente el aparato público, y cosecha resultados ineficientes. La gestión se torna opaca.
Tanto los Estados modernos como muchas organizaciones internacionales están en crisis, en parte porque se convirtieron en Leviatanes vivos, aparatos gigantescos y poco ágiles. Además, cayeron de nuestros ojos las escamas románticas que nos hacían percibir al poder gubernamental como algo ejercido en función del interés general por dictadores benevolentes. Al suponer que nos gobernaban auténticos benefactores, los votantes les concedimos más poder discrecional y les permitimos expandir la burocracia. En casi todos los países, el número de empleados públicos aumentó a través de los años, y los presupuestos generales y déficits fiscales también crecieron.
Hoy reconocemos las complejidades de la administración pública en la vida real, en estructuras que van desde la Organización de Naciones Unidas (ONU) hasta la pequeña municipalidad. Algunos llaman “Estado administrativo” a ese Leviatán moderno que se carcome las libertades personales. La burocracia gubernamental se ha desligado de los votantes. Se financia mediante déficits presupuestarios e ignora hasta las directrices emanadas del Ejecutivo.
Los límites ideados para impedir la tiranía fueron violados. Pocas constituciones fueron tan exitosas como la Constitución de la república federada de Estados Unidos, cuyos autores innovaron un sistema político que dividía el poder regionalmente y mediante pesos y contrapesos, evitando así el centralismo y el absolutismo. El Estado administrativo moderno borró esas barreras constitucionales que anteponían los derechos a la vida, la libertad y la propiedad de los individuos gobernados a los intereses de los gobernantes de turno.
Ante este panorama, el liberalismo nos ofrece un camino. Tenemos que reformar las instituciones gubernamentales y alinear los incentivos correctamente. Necesitamos constituciones realistas, centradas en derechos negativos y en la separación de poderes. Debemos fortalecer la responsabilidad individual y descentralizar el poder político.
La autora es miembro del Consejo Directivo del Centro de Estudios Económico-Sociales (CEES), presidente del Instituto Fe y Libertad (IFYL). y catedrática de la Universidad Francisco Marroquín (UFM).
- 12 de julio, 2025
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