Trump y los bonobos
Pronto hará un mes desde que Donald Trump tomó posesión de su cargo como presidente de Estados Unidos. Es poco tiempo, pero, tratándose del republicano, pareciera que ya ha transcurrido un año, y no cualquier año, sino uno vertiginoso y por momentos delirantes. Desde luego, no hay sorpresas –él nunca ha ocultado sus verdaderas intenciones– pero sí un sentimiento de fatiga, por no decir profunda preocupación, entre quienes temían lo peor si regresaba al poder: la celeridad de sus acciones por destruir lo que le precede y señalar enemigos, aunque sean imaginarios, a los que culpar de todo. Es una característica de quienes aspiran a la autocracia.
Fue acabar la ceremonia de investidura y ponerse a firmar órdenes ejecutivas a un ritmo frenético. Trump se presentó como un dinamitero en 2016 y ahora, tras obtener la reelección después de una derrota contra Joe Biden que nunca aceptó, su plan es el de acabar de quebrar la democracia estadounidense y las leyes, rodeado de corifeos como Elon Musk (sus aspiraciones tampoco tienen límites) y de conspiraonicos que contravienen la Ciencia como Robert Kennedy Jr. Su particular gabinete del Doctor Caligari –en el célebre film expresionista alemán el doctor Caligari simboliza a un gobierno que hipnotiza al pueblo para que acabe matando– está compuesto por elementos ultra que secundan los innecesarios y peligrosos dislates del magante neoyorkino.
Son muchos y diversos los frentes que ha abierto Trump desde el pasado 20 de enero: desde su empeño en comprar Groenlandia y que Panamá le devuelva el Canal que en 1977 pasó a estar bajo el control del país centroamericano, a la guerra arancelaria que ha desatado con importantes socios comerciales como Canadá, México y China. Más que los resultados, al mandatario estadounidense lo que le importa es sentirse poderoso en un tira y afloja en el que se exhibe bravucón y repartiendo amenazas como bofetadas. Los gobiernos a los que ataca, sobre todo los tradicionales aliados de Estados Unidos, hacen malabares para mantener la calma y responder de modo racional a lo que a todas luces es irracional. El Wall Street Journal, que no es precisamente un medio “woke” (ese término con el que juegan los MAGA para echar tierra a cualquier avance social que obstaculice la agenda de extrema derecha), en un editorial ha criticado estos chantajes arancelarios: “Es la guerra comercial más tonta de la historia”, añadiendo: “Autarquía no es el mundo en que vivimos o en que queramos vivir”.
El súmmum del disparate se produjo este martes con motivo del encuentro en Washington entre Benjamín Netanyahu y Trump. Ya se sabía que esta nueva administración apoyaría totalmente las acciones militares del mandatario israelí en la Franja de Gaza. Lo que nadie esperaba es que en la rueda de prensa Trump anunciara una suerte de promoción inmobiliaria de una imaginaria Gaza (rebautizada por el republicano como “Riviera de Oriente Medio”), como paraíso turístico para “gente de todo el mundo”, que, por supuesto, no incluye a los dos millones de palestinos que pretende “desplazar”. El plan de Trump, con la entusiasmada anuencia de Netanyahu, es repoblar ese territorio con cualquiera menos con sus habitantes, condenados a un destierro que pretende diseñar a su antojo y sin importarle un comino las leyes internacionales. O sea, Estados Unidos transformado en dueño y gestor de esas tierras. De acuerdo a sus palabras (horas después hasta sus asesores marcaron distancias), de los escombros y la desolación en Gaza podría surgir un lujoso resort. Al mandatario estadounidense sólo le faltó sacar planos de un piso piloto en el que no habría cabida para una familia gazatí.
¿Es posible que se materialicen las insensateces de un líder oportunista que no tiene en su ADN los elementos básicos de la empatía? Lamentablemente, Trump conseguirá algunos de sus objetivos. Le sobran sicofantes en su corte y la multinacional del populismo que abandera avanza en otras partes del mundo. No es menos cierto que muchos de sus descabellados pronunciamientos se quedarán en eso, humo, pero sus efectos son contaminantes y los daños que producen pueden ser irreparables.
A la vez que leo acerca de los exabruptos que cada día lanza Trump y el enemigo de turno que escoge (los inmigrantes ocupan el primer puesto en su lista negra), me llama la atención una noticia sobre los bonobos, esos primos cercanos a nuestra especie que no dejan de maravillar a los científicos por sus destrezas sociales. Un grupo de investigadores de la Universidad de John Hopkins ha descubierto que, como los humanos, estos simios tienen la habilidad de percibir carencias de conocimiento en los demás. Según el estudio, cuando intuyen la ignorancia de un miembro del grupo, estos animales se comunican de inmediato para resolver algo que puede afectar a la comunidad. Me temo que a Trump le falta la presencia de un socorrido y sabio bonobo en ese gabinete Caligari que ha armado con mucha furia y ningún sentido común.
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