El “acreedorismo”, la otra cara del estatismo rebelde
La vida pública es un manifiesto de principios y valores vigentes. Podemos definirnos como sociedad por lo que hacemos (que es más honesto que definirnos por lo que decimos que somos). Pues en nuestra vida pública algo esencial son los reclamos. Que son grupales y enfocados a la autoridad (a diferencia del trabajo individual de personas o empresas, enfocados a los clientes y exigidos en eficiencia). Lo dicho no es trivial: los más reclamantes buscan fuera de sí lo que los menos reclamantes procuran lograr desde dentro de sí. Hay países en los que prevalecen los que ofrecen (productos, prestaciones, innovaciones, servicios y hasta caridad), mientras que en otros prevalecen los peticionantes.
Etimologiza el diccionario la palabra “privilegio” como la conjunción de privus (de uno mismo) y legalis (la ley): una ley especial y para alguno en particular. Nosotros conocemos bien la potencia de numerosos agrupamientos basados en intereses (algunos más espurios y otros más nobles) que demandan y obtienen privilegios –que han imperado muchas veces contra los derechos individuales–.
Todos conocemos ejemplos de reclamos. Hace poco, una gran marcha reclamó por el presupuesto estatal para las universidades. Y semanas antes hubo una movilización con demandas por más subsidios sociales (llamados “planes”). No hace tanto se exigieron fondos estatales para el cine. Y organizaciones empresariales objetaron la eliminación de obstáculos vigentes contra las importaciones. Ya es crónico que gobernadores insistan ante el gobierno federal por transferencias presupuestarias. Y ciertas agremiaciones se oponen a la supresión de aportes compulsivos de los trabajadores en su favor. Y hasta asociaciones de médicos rechazaron la decisión que prevé recetas médicas por genéricos.
Suele considerarse que todo interés parcial –detrás de un reclamo– es espurio, pero eso es un error: muchos intereses son nobles. Lo cuestionable es obligar a que el deseo de una parcialidad sea impuesto por la autoridad creando costos no elegidos a terceros. Una cosa es el propósito y otra el método para lograrlo. En el análisis socioeconómico, el estatismo se define como el exceso de acción estatal. Proviene de una formula mussoliniana: “tutto nello stato” (todo en el Estado, nada fuera del Estado). Un efecto mediato de él son los incentivos para que los agentes económicos y sociales internalicen la costumbre de reclamar al Estado lo que pretenden para sí. Lo que contraría una enseñanza de A. Lincoln: no se puede crear prosperidad haciendo por los otros los que los otros pueden hacer por sí mismos.
Todo eso lleva a que el problema de la oferta política devenga un problema de demanda política. Y a que la línea recta que une una necesidad con su prestación satisfactoria se transforme en un triángulo en el que aparece por encima la (usualmente estorbante) autoridad pública. Ya constatamos que el estatismo es caro y empobrecedor. Pues, así, un gran perjuicio del estatismo es su consolidación fuera del Estado: genera la contracara de su moneda, que es el “acreedorismo”. Muchos se acostumbran a reclamar a la autoridad por lo que pretenden que se les asigne, sin destinar mayor (o mejor) esfuerzo para obtener autónomamente –directamente– lo deseado por medio de intercambios virtuosos y recíprocos con terceros. Decía el soviético Mikhail Gorvachov que el mercado no es un invento del capitalismo, sino que es un invento de la civilización.
Nosotros estamos rodeados de autopercibidos acreedores. Quizá sea un efecto del mito que nos inocularon desde la escuela: nos inculcaban los maestros que “somos un país rico” (luego, si somos ricos y yo no lo soy, es muy probable que me concentre más en pedir mi parte que en producirla). Por eso se nos ha impuesto la energía social distributiva (ESD) que se basa en la costosa intervención de la autoridad para quitar y reasignar, debilitando la energía social conmutativa (ESC) fundada en productivos intercambios directos ente los particulares cuando se contratan y asisten recíprocamente.
Todo esto ha pasado a desuso aquellos buenos viejos refranes que nos ayudaban a definir el mérito: al que quiere celeste, que le cueste; ganarás el pan con el sudor de tu frente; el ojo del amo engorda el ganado; el ahorro es la base de la fortuna.
Agrava todo que, mientras el estatismo es inicial, político y jurídico, el “acreedorismo” es consecuente, cultural y social. Este es creación de aquel. Pero es más sencillo cambiar una ley que una creencia. Habiéndose generado alguna vez los incentivos, la respuesta fue naturalmente adaptativa: la práctica se convirtió en un sistema y el populismo no proviene de un partido, sino de creencias esparcidas. Y lo subsidiario devino preeminente. El calefón quemó la biblia. Y llega un momento en que la culpa ya no es solo del que le da de comer, sino también del chancho.
Pero nada es gratis, y aun llegados una crisis presupuestaria o un agotamiento sobrerregulativo –debidos a los efectos de las conductas seguidas tras los perniciosos incentivos estadocéntricos–, muchos agentes siguen acudiendo embanderados a gritar ante la oficina pública. Otra acepción de “estatismo” es la “prevalencia de lo estático” (lo uno lleva a lo otro): puede cerrarse la oficina pública, pero mucha gente seguirá por un buen tiempo formando fila ante sus puertas. Hay ocasiones en que la ultraactividad es peor que la actividad. “Triste época la nuestra, es más fácil destruir un átomo que un prejuicio”, renegaba Albert Einstein.
Sin embargo, contrario sensu, como aprendizaje, con solo mirar un poco más lejos en la geografía, podemos ver (en sociedades exitosas) que muchos logran lo que quieren sin pedirle demasiado a la autoridad para que ella se lo conceda (proclamaba Julián Marías que son muchas las porciones de la vida que han de quedar fuera de la política).
En España, la educación superior de gestión privada recauda casi 3000 millones de euros por los servicios que presta, y desde que comenzó el siglo la cantidad de casas de estudio privadas creció 170% (mientras que no creció el número de las estatales). En México, las empresas pueden competir con un arancel promedio en frontera que es 80% menor que el argentino y logran exportar hasta 7 veces lo que exporta la Argentina. El federalismo canadiense no se basa en centralización recaudatoria y posterior distribución del gasto (como nuestro oxímoron del federalismo antifederal), sino que está enriquecido fortaleciendo un reparto de competencias para que cada Estado subnacional genere ingresos descentralizadamente. El cine global recauda en la taquilla 35.000 millones de dólares. Y, dicho sea de paso, el reclamo por la caridad para los pobres emergido en el origen del cristianismo se dirigía a conmover éticamente el corazón (y el bolsillo) de cada persona pudiente y no al fisco del delegado del emperador romano (aquello de la viga en el ojo propio y la paja en el ajeno).
Nuestro “acreedorismo” nos ha limitado la capacidad de advertir que lo que es bueno puede conseguirse a través de la suma de pactos libres entre los agentes sociales (los contratos) y no necesariamente a través del pernicioso lobby ante la autoridad oficial para exigir fondos públicos (fondos creados por privados y transformados en públicos). Pues, para que el “acreedorismo” fenezca, no solo hay que debilitar el estatismo activo (el del que da), sino también el pasivo (el del que recibe). Y aquel se cambia más fácil. Menuda tarea queda por delante. Sobre todo, si los que deben emprenderla se enredan entre causas y efectos. Como enseña Rita McGrath, aprender requiere desaprender.
El autor es especialista en negocios internacionales, profesor Universitario.
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