¿Quién ganó en Colombia?
Normalmente, cuando uno se pregunta quién ganó unos comicios y pasa a elaborar una compleja interpretación de los resultados electorales, quiere decir que nadie ganó. Eso está pasando en Colombia, donde hay un intenso debate en la clase política y la “comentocracia” sobre quién fue vencedor.
Mi interpretación personal es que nadie ganó en los comicios que acaban de celebrarse en Colombia para elegir representantes y senadores. Y eso dice mucho sobre lo que va a suceder en la política colombiana en los próximos meses y años, donde la polarización, la capacidad de los contrarios para neutralizarse entre sí y la atomización de lo que se suele llamar en discutible castellano la “agenda” están garantizadas. Ello, en medio -nada menos- de una negociación con la narcoguerrilla de las Farc que si algo requiere es mucha claridad, tanto en la fase actual como en la ejecución de lo que allí se resuelva.
Para ver las cosas un poco más claras, digamos que había tres candidaturas simbólicas en contienda. Una era Juan Manuel Santos, que no estaba en esa campaña legislativa porque está en la otra: la presidencial del 25 de mayo. Otra era la de Alvaro Uribe, pero no la del candidato a senador -que lo era-, sino la de una idea que él encarna: la de convertir a Colombia en un bastión contra lo que llama el “castro-chavismo”, en el que incluye a las Farc y por tanto, al proceso de negociación que tiene lugar en La Habana desde hace año y cuatro meses. La tercera “candidatura” era la institucionalidad, es decir, aquello de lo que ese país legalista, cuya república fue en parte formada por el apego de Santander a la juridicidad, se precia tanto.
Dicho de otro modo: estaban en campaña una administración, una ideología y, podríamos decir, una manera de hacer las cosas. Ninguna de estas tres candidaturas salió lo bastante reforzada como para poder proclamarse ganadora. De allí mi conclusión general. Lo cual no quiere decir que, sobre el papel, quienes representaban estas cosas no obtuvieran un espaldarazo reconfortante. Puede decirse que algo de eso obtuvieron pero aquello que representan, no. Extraña paradoja.
Veamos. Santos obtuvo, mediante su coalición de tres partidos, la mayoría absoluta en la Cámara de Representantes. Aunque no la consiguió en el Senado, no tendrá una excesiva dificultad en sumar votos de Alianza Verde (ambidextro) y el Polo Democrático (izquierda), que apoyan la negociación con las Farc. Tampoco puede descartarse que algunos senadores del Partido Conservador, otrora miembro de la coalición oficialista, se inclinen por el presidente en los momentos decisivos. Todo esto indicaría, en principio, que Santos sale bien parado.
Puede decirse que sale, en efecto, relativamente incólume: por angas o por mangas, sus fuerzas conquistaron cerca de un 40 por ciento del voto. Sin embargo, su administración y su liderazgo no salen fortalecidos. No sólo han pasado del aplastante 80 y pico por ciento de 2010 a menos del 51 por ciento de la “torta” en el Congreso, sino que el Partido de la U, precisamente el del mandatario, registró un resultado declinante. El fantasma de la segunda vuelta planea sobre Santos de cara al 25 de mayo. Si se considera que sólo el 36 por ciento del país votó por alguien -o para decirlo de otro modo, que la alta abstención y los votos blancos o nulos sumaron un porcentaje muy superior-, la administración Santos no afronta el reto de la reelección y de la negociación con las Farc con el tipo de consenso que Casa Nariño quiere y necesita ni mucho menos.
Veamos ahora el caso de Uribe. Como Santos, él tiene argumentos para demostrar que salió bien parado pero la idea que encarna fue bastante menos validada por el electorado de lo que se podía esperar. Sí, fue el senador más votado y su partido, el Centro Democrático, consiguió, con apenas dos años de vida, la hazaña de colocar 20 senadores y totalizar el equivalente a la sexta parte del Congreso. En el Senado su fuerza es indiscutible y le hará la vida difícil a Santos si, como es de esperar, una parte de la bancada del Partido Conservador hace causa común con él (no serán muchos los que lo hagan porque se trata de una organización muy vinculada a la vieja práctica clientelista que exige una cercanía al poder). Si Uribe-crítico-de-Santos ya era atronador desde el Twitter, cómo lo será al mando de sus “19 alfiles”, como dicen en Colombia, desde el Senado.
Pero la cruzada contra el “castro-chavismo” necesitaba mucho más que esto para lograr el objetivo de paralizar la negociación con las Farc, deslegitimar la posición de Santos y convertir a Colombia en el bastión contra la ideología ponzoñosa que emana de Venezuela. No hay aquí datos que permitan, a priori, anticipar un renacimiento de la candidatura presidencial uribista, la de Oscar Iván Zuluaga. Si él o Marta Lucía Ramírez, la candidata del Partido Conservador, o eventualmente Enrique Peñalosa, el candidato de los “verdes” que es muy cercano al ex presidente, no alzan vuelo muy espectacularmente, no se ve cómo pueda esa corriente ideológica que promueve el ex presidente derrotar al mandatario que aspira a la reelección. Ponérsela difícil, sí, pero ¿derrotarlo? Improbabilísimo.
Por último, pasa algo parecido con el tercer “candidato”: la institucionalidad. En apariencia, hay una renovación significativa del Congreso y durante la campaña se puso de relieve el grado de corrupción que, con el mecanismo conocido como la “mermelada”, implica comprar lealtades políticas mediante la distribución de partidas presupuestarias y proyectos. Los ciudadanos no dan más de un 25 por ciento de respaldo a la institución parlamentaria y ello ha supuesto, al menos en el Senado, el ingreso de figuras contestatarias contra las viejas prácticas. Pero una inspección más minuciosa presenta un panorama algo sombrío. No sólo hay una serie de denuncias por graves irregularidades en el voto y por el uso de caciques vetustos para movilizar maquinarias electorales, sino que también hay una presencia de decenas de congresistas vinculados al paramilitarismo.
Acaso más significativo que todo esto para el futuro mediato de la institucionalidad sea el grado de polarización y estridencia que existe en la política colombiana hoy y que estos comicios han potenciado aún más. Una “estrangulación del énfasis” en tierras sudamericanas propuso en su día Ortega y Gasset. El “énfasis” está fuera de proporción y nada es más riesgoso para la credibilidad, legitimidad y consolidación de las instituciones en un país latinoamericano que el debilitamiento de los consensos a propósito de la convivencia política y la orientación general de la república.
Colombia no sólo es una de las repúblicas más civilistas y legalistas de América: también una de las más exitosas. En ella bulle la vida desde que el propio Uribe fue capaz de despejar buena parte del territorio que controlaban o amenazan las Farc y dar un vuelco al modelo económico. Pero la institucionalidad se ha debilitado, en parte porque el impacto caudillista que tuvo el liderazgo de Uribe así lo determinó en su momento y en parte porque la negociación con las Farc, que Santos se sacó de la manga, partió el país en dos. El resultado electoral es un reflejo de la debilidad de una de las instituciones clave de cualquier democracia: los partidos. Miren cuántos hay, cuánto pesa cada uno individualmente y qué recientes son algunos.
Vuelvo, pues, a la idea original: las tres grandes candidaturas de estos comicios -una administración, una ideología y una idea jurídica- salen mucho menos fortalecidas de lo que esperaban. ¿Qué augura esto? No me refiero a la reelección de Santos, que es bastante probable, ni al liderazgo de la oposición que ejercerá Uribe, algo que se puede dar por descontado. Me refiero más bien al proceso de negociación con las Farc, que previsiblemente Santos querrá llevar a una conclusión durante su segundo gobierno, en caso de ser reelecto, porque él mismo ha hecho de ella la seña distintiva de toda su gestión. No por gusto se refería la noche de los comicios, otra vez, a la “coalición de la paz” en alusión a los partidos que lo respaldan.
La composición del Congreso emanada de estos comicios no permite pronosticar un consenso básico para los acuerdos que se tomen. Y sin ese consenso será extraordinariamente difícil el éxito de su ejecución. ¿Es esto bueno o malo para Colombia? Dependerá, por cierto, de la naturaleza y de la letra menuda de esos acuerdos. Aunque es previsible que Santos obtenga, eventualmente, el voto suficiente para aprobarlos, esa victoria puede ser pírrica, a juzgar por la exacerbación de la desconfianza que ha producido este proceso electoral. Uribe y sus partidarios están hablando abiertamente de fraude, mientras que Santos y los suyos se han arrogado el monopolio de la representación de la paz. La traducción de todo esto en la población es por ahora un creciente desapego a la política tradicional, como se suele decir, pero el día de mañana podría tener expresiones más inquietantes aun.
Santos, que es un hombre inteligente, tiene que saber esto mejor que nadie. Por ello, urge que maneje con un cuidado extremo la negociación en lo que queda de recorrido (ya ha habido unas veintena de rondas o “ciclos” pero faltan muchas). No está en juego solamente la justicia en la sociedad colombiana o la capacidad del Estado para acabar con la narcoguerrilla: también la convivencia pacífica entre civiles. Los ánimos están tan exaltados -a lo cual contribuye mucho por cierto lo que tiene lugar en Venezuela-, los rencores tan a flor de piel y las desconfianzas son tan hondas, que no es imposible prever un deterioro gradual de la calidad democrática en un país que se había caracterizado durante mucho tiempo por ella.
Este drama tiene, por lo demás, dimensiones internacionales. No es una discusión colombiana. Pongámonos en el caso de que la negociación con las Farc condujera a lo que Santos promete: el fin de la violencia, la justicia y el triunfo de las instituciones democráticas. El golpe para la ideología marxista sería devastador. Pongámonos ahora en el caso contrario, es decir, en el escenario que temen Uribe y un sector importante del país: un triunfo de las Farc, que ahora operarían con los mismos objetivos de siempre desde el interior mismo del sistema democrático. El golpe que esto representaría para la América Latina que va bien sería demoledor porque Colombia es, precisamente, parte de ese club exitoso.
No hay forma a estas alturas de saber qué podemos esperar del proceso. Los colombianos tienen, a juzgar por los resultados.
- 6 de octubre, 2011
- 22 de marzo, 2016
- 16 de octubre, 2023
Artículo de blog relacionados
- 11 de mayo, 2010
El Universo Esta semana se realizó en Guayaquil el seminario Universidad ElCato-IEEP. Martín...
3 de agosto, 2011Perfil La opinión generalizada es que la economía argentina parece estar rebotando...
31 de octubre, 2012Por Alfonso Cuéllar Infolatam Bogotá – El presidente Álvaro Uribe siempre ha sido...
30 de agosto, 2008