Economía y hermenéutica
Por Alberto Benegas Lynch (h)
Las clases de mi amigo Don Lavoie,
prematuramente muerto en su plenitud, suscitaban gran atracción entre los
alumnos de George Mason University por su teoría hermenéutica aplicada a la
economía. Su fuente principal de inspiración era el economista Ludwig Lachmann
profesor en la London School of Economics (a su vez influido por escritos de
Max Weber) y el hermeneuta Hans-Georg Gadamer, profesor y Rector de la Universidad
de Leipzig.
Lavoie apuntaba
a instalar su tesis en el contexto de la Escuela Austríaca retomando la tradición
subjetivista que partió con Carl Menger y la extrapolaba no solo a los
fundamentos de toda transacción comercial sino a toda comunicación
intraindividual. Con razón mantenía que todo es materia de interpretación:
cuando se observa una obra de arte, cuando se lee un texto, cuando se mira un
paisaje, cuando se conversa etc. Pero de allí concluía que toda manifestación
subjetiva enriquecía y alimentaba lo interpretado. Esta forma de ver las cosas
está íntimamente emparentada con el posmodernismo y la adulteración de textos a
través de interpretaciones que nada tienen que ver con lo que el autor ha
consignado.
Una cosa es la valorización subjetiva en el
sentido del me gusta o no me gusta que establece los precios de mercado y otra
bien diferente es la objetividad de las cosas que son independientes de las
opiniones que de ellas se pueda tener. Esta diferencia epistemológica resulta
central para no caer en el dadaísmo cultural.
Es muy cierto que en la apreciación de muy
diversos mensajes incluyendo la conversación, la mente no opera como un scanner
que toma lo dicho tal cual el emisor lo trasmitió (aún prestando debida
atención como aconseja Tom Peters en uno de los capítulos de su Thriving on Chaos titulado muy
acertadamente “Become Obsessed with Listening”). Hay un bagaje cultural y un
contexto que el esqueleto conceptual del receptor incorpora, lo cual hace que
haya diversas interpretaciones, incluso malentendidos de distinta naturaleza,
pero de allí no se sigue que todas la interpretaciones sean legítimas: unas se
acercarán más a la verdad de lo expuesto que otras, del mismo modo que ocurre
con la interpretación de textos y otras manifestaciones de la vida en sociedad.
Todo esto es de naturaleza distinta de cuanto ocurre en el mercado, en este
proceso es irrelevante la verdad de la interpretación puesto que lo importante
son las preferencias de compradores y vendedores.
Otro autor de peso que ha influido en Lavoie es
Paul Ricoeur. En una oportunidad formé parte del tribunal de tesis doctoral en
economía en la Universidad Francisco Marroquín que versaba sobre una aplicación
de Ricoeur a la ciencia económica. No recuerdo quien era el doctorando, si
tengo presente que su director de tesis era nada menos que Peter Boettke y que
otro de mis colegas en el tribunal era Lawrence White. En todo caso, si bien
tengo desdibujado el esqueleto central de ese trabajo, tengo presente que la
disertación y las respuestas a nuestras preguntas resultaron satisfactorias.
Precisamente, el libro más conocido de Ricoeur es Hermeneutics & the Human Sciences en el que sostiene que dado
que las palabras no son unívocas se abre la posibilidad de interpretaciones
varias pero que la faena del caso consiste en trabajar la recepción de lo dicho
o escrito, lo cual presenta sin duda una serie de problemas a resolver.
En este sentido, es pertinente aludir a las
trifulcas que produce la traducción puesto que en definitiva todo es traducción
incluso dentro del mismo lenguaje en la simple conversación en cuanto a la
secuencia interpretativa. También aquí de lo que se trata es de acercarse lo
mejor posible a lo dicho (o escrito) en otro idioma. Traduttore-traditore es un lugar común que ilustra los riesgos de
la traducción sin pretender nunca un texto definitivo como decía Borges, en
todo caso puede ser lo mejor por el
momento, hasta que aparezca una versión más precisa, del mismo modo que nos
enseña Popper ocurre con la ciencia. Pero ya que lo mencionamos a Borges, es de
interés señalar que ha subrayado que una traducción puede ser mejor que el original
(puesto que en otro idioma puede emplearse un vocablo más pertinente)…hasta
escribió en una boutade que “un
original puede ser infiel a su traducción” (y, por otra parte, decía esta autor
que hay expresiones intraducibles como que fulana “estaba sentadita”).
Sin duda que la traducción “no puede
administrarse a puro golpe de diccionario” como ha expresado Victoria Ocampo.
Por su parte, Umberto Eco advierte que las traducciones literales resultan en
tremendos mamarrachos (como cuando se traduce “it is raining cats and dogs”
como “está lloviendo gatos y perros”). Resulta clave el contexto y el sentido
en el que se usa una palabra en el texto original. Enrique Pezzoni denomina la
traducción literal “servil”. Como apunta Alfonso Reyes “cuando se trata de
nombres propios, la adaptación es repugnante”. Tengo muy presente la
oportunidad en la que la Universidad de Buenos Aires le entregó un doctorado honoris causa a Friedrich Hayek,
mientras bajábamos las escaleras de la Facultad de Derecho (donde tuvo lugar el
acto), el homenajeado me señaló su diploma en el que se leía Federico y me dijo con un dejo de
disgusto: “you never do this”.
Lachmann, Lavoie y sus numerosos discípulos
entienden que las interpretaciones libres constituyen una manifestación del orden
espontáneo en economía, primero expuesto por la Escuela Escocesa y luego
afinada por Hayek, pero esto es otra extrapolación ilegítima. El orden
espontáneo significa que cada una de las personas que persiguen sus intereses
particulares en una sociedad abierta contribuyen a formar un orden que no
estaba en la mente de aquellos sujetos actuantes, pero para nada implica la
tergiversación de los fenómenos observados bajo el pretexto de una mal
concebida subjetividad.
En su ensayo titulado “Understanding Differently:
Hermeneutics and the Spontaneus Order of Communicative Processes”, Don Lavoie
escribe con razón que “ El giro subjetivista que él [Menger] le dio a la
economía, destaca que lo que le interesa al economista no son las
circunstancias objetivas como tales sino el
significado que tienen para el agente correspondiente”, pero de esto no
puede inferirse que la subjetividad se aplique a cualquier interpretación de
las propiedades de las cosas sino, como queda dicho, a las valorizaciones de lo
que se intercambia según satisfaga deseos. Una cosa es concluir la perogrullada
de que todo es materia de interpretación y otra bien diferente es afirmar que
todo es lo que cualquiera dice que es.
Ya bastantes problemas existen en el seno de la
economía como para introducir una visión posmoderna. Mark Blaug en “Disturbing
Currents in Modern Economics” resume bien el asunto que venimos comentando: “El
posmodernismo en la economía adopta formas diferentes pero siempre comienza con
la ridiculización de las pretensiones científicas de la economía tirando agua
fría a las creencias de que existe un sistema económico objetivo”.
Por último, una nota breve sobre la
interpretación de la historia de los acontecimientos económicos que en no pocos
casos también sufre de malformaciones hermenéuticas debido principalmente
(aunque no exclusivamente) a una concepción errada de la noción de la filosofía
de la historia. Robin Collingwood, en The
Idea of History, explica que es inconducente entenderla como envuelta en
leyes inexorables (como Spengler), como la historia universal (como
Hegel) ni en cierto sentido como la versión de la historia en la que se
enfatizan grupos en bloque (como Toynbee) y mantiene que Voltaire -quien acuñó
la expresión “filosofía de la historia”- fue el pionero en estudiarla con
criterio independiente y no simplemente reproduciendo noticias consignadas por
otros. Collingwood agrega a esta crítica de la reproducción sin más (la técnica
“de las tijeras y el engrudo” en sus palabras) la concepción del primer término
del binomio como un ejercicio de no solo escudriñar el objeto estudiado sino
hurgar en el modo en que piensa el sujeto, y el segundo como la recreación del
suceso bajo estudio.
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