Defender la competencia y la predictibilidad empresarial

Daniel
Olmedo
En el libre mercado competir no sólo es un derecho, es una
obligación. Por eso las leyes de competencia castigan las prácticas
anticompetitivas.
La defensa de la competencia protege la
iniciativa privada, la libertad económica y el bienestar de los
consumidores. Le quita el destino de la economía al Estado (es decir, a
los políticos) y se lo entrega a quienes le corresponde: a los
empresarios y consumidores (es decir, a nosotros).
Pero si se
cruza una delgada línea la defensa de la competencia puede lesionar los
bienes que debe proteger. Esa línea es el respeto a la seguridad
jurídica y la predictibilidad.
A veces las leyes de competencia
describen las prácticas anticompetitivas utilizando muchos conceptos
indeterminados. En algunos países incluso se establece una prohibición
genérica que califica como anticompetitivo cualquier conducta cuyo
objeto o efecto sea impedir, restringir o falsear la competencia.
Tal
ambigüedad suele justificarse en el hecho de que algunos empresarios
pueden ingeniar formas innovadoras para limitar la competencia. Así, con
las cláusulas abiertas se permite que la ley se adapte rápidamente a la
dinámica del mercado. Eso equivale a suplir la lentitud de las reformas
legales otorgando un amplio margen de discrecionalidad a la autoridad
de competencia.
Cuando se acude a esa solución se cruza la línea.
El empresario desconoce si sus estrategias son lícitas. El juego deja de
tener reglas claras y previas y es el árbitro quien, a su discreción,
las va dictando en el curso de la partida.
Sin embargo hay ciertas
conductas que sí pueden describirse de manera simple y clara en la ley y
sobre las que existe un consenso internacional de su carácter
anticompetitivo. Se trata de los carteles de núcleo duro. Tales son los
acuerdos entre competidores para fijar precios, limitar la producción o
dividirse el mercado.
Una forma de mitigar el riesgo de violar la
seguridad jurídica es enfocarse en perseguir ese tipo de carteles, en
lugar de invertir recursos investigando otras conductas que adolecen de
límites difusos y tienen un cuestionable carácter anticompetitivo.
Pero
la garantía a la seguridad jurídica no se agota con sólo perseguir
estos carteles. Investigándolos también puede cruzarse la línea de la
predictiblidad.
Los carteles suelen celebrarse en secreto, por eso
es difícil demostrar su existencia. Para superar el impasse probatorio
puede caerse en la tentación de basar las investigaciones en simples
presunciones.
Esto ocurre, por ejemplo, cuando al advertirse la
existencia de un patrón común entre los competidores se colige
automáticamente la existencia de un cartel. Ese silogismo es falaz, pues
ese comportamiento uniforme puede tener otras explicaciones. Es más, en
los mercados con mayor rivalidad se llega a un punto de equilibrio en
el que los competidores uniforman los precios y las políticas
comerciales. Ese ejemplo demuestra que el uso de presunciones puede
llevar a conclusiones equivocadas.
La prueba por presunciones es
como esos espejos de feria que deforman la realidad. Al basarse
solamente en ese tipo de prueba se aumenta el riesgo de castigar a
empresarios inocentes. Eso no es justo.
Por ello la lucha contra
los carteles debe hacerse recopilando prueba directa, y no acudiendo
sistemáticamente a la prueba por presunciones. Aunque es difícil
encontrar prueba directa sí es posible hacerlo. El camino correcto no
siempre es el más fácil.
Todos necesitamos que se defienda
efectivamente la competencia, pero esta tarea debe hacerse garantizando
predictibilidad empresarial. De lo contrario la defensa de la
competencia puede transformarse en su propia antítesis: un instrumento
para que el Estado (es decir, los políticos) le arrebate el destino de
la economía a los empresarios y consumidores (es decir, a nosotros).
El autor es especialista en competencia.
- 23 de junio, 2013
- 17 de diciembre, 2017
- 15 de agosto, 2022
- 30 de diciembre, 2022
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