Cuba en la era de Raúl Castro
Raúl Castro le entregó el pasaporte a Yoani
Sánchez. Personalizo la anécdota porque “el gobierno cubano” es una
entelequia. Desde hace más de medio siglo ahí se hace lo que desean y
deciden los hermanos Castro. Nadie aclaró nada sobre la larga lista de
cubanos “regulados” que no pueden salir del país. Le negaron el
pasaporte, por ejemplo, a Rosa María Payá, la hija de Oswaldo, el líder
democristiano muerto en un accidente de tránsito recientemente. Los
Castro son los dueños del rebaño. Pueden hacer lo que les da la gana con
sus súbditos.
Sin embargo, es obvio que Raúl Castro desea hacer
algunos cambios. ¿Por qué? Porque se da cuenta del horrendo desastre
provocado por la revolución. Él no es, como Fidel, un tipo cegado por
las fantasías ideológicas. Es más práctico. Tiene los pies en la tierra.
Naturalmente, no es mejor que su hermano. Fidel asesinaba u ordenaba
asesinatos por cálculos políticos. Raúl mataba como una tarea
revolucionaria. Era, creía, su sanguinario deber.
¿Por qué no
avanzan las reformas? Lo ha explicado muy objetivamente el economista
Carmelo Mesa Lago, decano de los estudios cubanos, en un excelente
libro, titulado como este artículo, publicado en España por la Editorial
Colibrí: “Las reformas estructurales, que son más complejas y
cruciales, mayormente no han logrado un claro éxito hasta ahora, en
buena parte debido a trabas y desincentivos (algunos suavizados por
ajustes posteriores), pero también por fallas de diseño y profundidad en
los cambios. La actualización del modelo económico, con predominio de
la planificación centralizada y la empresa estatal, tiene el lastre de
52 años de similares intentos fallidos”.
En Cuba –de acuerdo con
la obra de Carmelo– ha habido diez ciclos económicos y numerosas
reformas, invariablemente frenadas y revertidas por la obsesión
fidelista por el control, el colectivismo y la visión dogmática. Esta
vez no es diferente. Es verdad que gobierna Raúl, pero la sombra de
Fidel planea sobre los cambios y los impide.
Cuando Raúl les dice a
los visitantes que llegan a su despacho que “alguna gente” se opone a
los cambios y debe ir muy gradualmente para vencer esos obstáculos, es
un penoso eufemismo. “Alguna gente” es Fidel Castro. Allí no hay nadie
con autoridad o pantalones para frenar nada o para oponerse, exceptuado
el viejo y muy deteriorado Comandante.
Es al revés: entre la
clase dirigente prevalece la misma sensación de fracaso y frustración
que embarga al propio Raúl. Si mañana el general-presidente, ante la
evidencia de que no sirve para nada, se atreviera a admitir que hay que
desmontar total y rápidamente ese absurdo disparate, los aplausos lo
dejaban sordo.
Pero su subordinación intelectual y emocional a
Fidel es absoluta. Gobierna para complacerlo, aunque intuya que se está
equivocando. El discurso que Raúl acaba de pronunciar en Chile durante
la reunión de la CELAC, donde se refiere a Fidel como su “jefe”, es la
penosa demostración de esta enfermiza relación. Ahí están, encapsuladas,
todas las seculares tonterías antiamericanas y antieconómicas que
mantienen a Cuba en la miseria y a los cubanos soñando con huir de esa
pesadilla.
Lo curioso es que Raúl Castro tiene entre sus objetivos
restablecer y normalizar las relaciones con Estados Unidos, y sabe que
eso va a ser imposible si no comienza una apertura política real.
Se
lo explicó el presidente Obama al periodista José Díaz-Balart de la
cadena Telemundo: para considerar un cambio radical de la política
norteamericana hacia Cuba hay que soltar los prisioneros, aceptar la
prensa libre y el derecho a la libre asociación. Es lo mínimo.
Está
muy bien que le den el pasaporte a Yoani, pero no es suficiente. Desde
la perspectiva de Washington, es la dictadura cubana la que debe
renunciar a sus peores rasgos. Es muy interesante que en la Isla todavía
rueden autos de hace setenta años, pero es trágico que ese pobre país
siga gobernado con el espíritu y las reglas de esa época. Obama dixit.
Periodista y escritor. Su último libro es la novela Otra vez adiós.
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