Paraguay y Fernando Lugo

El Periódico, Guatemala
La destitución de Fernando Lugo parece irreversible. El chavismo carece de fuerza para devolverlo al poder. Los mandatarios de Alba podrán desgañitarse protestando y amenazando, incluso acompañados por Mercosur y algún otro engendro diplomático, pero difícilmente tengan éxito.
La Constitución paraguaya de 1992 legitima lo sucedido. Fue un juicio expedito, pero la ley no establece la duración. El Artículo 225 dice que las dos terceras partes del Congreso pueden pedir el enjuiciamiento político del Presidente, y las dos terceras parte del Senado, tras escuchar los alegatos en pro y en contra, pueden expulsarlo por gobernar indebidamente. ¿Por qué entonces, presidentes demócratas como el colombiano Santos y el chileno Piñera reaccionaron con sorprendente vehemencia contra una decisión soberana del Senado paraguayo?
Hay tres razones.
La primera, porque a los presidentes les pone muy nerviosos oír hablar de impeachment. Es mencionar la soga en casa del ahorcado.
La segunda es afectiva. Lugo es una persona amistosa que trataba frecuentemente en cumbres y encuentros bilaterales. En Iberoamérica la lealtad personal es fundamental.
La tercera razón es mediática: la izquierda carnívora es temible desacreditando adversarios. Ningún político quiere ser acusado de “fascista o golpista al servicio del Imperio”. Es mejor posar de “progre”. El chavismo todavía tiene la “carta brasilera” para desestabilizar al nuevo gobierno paraguayo de Federico Franco –joven y prestigioso médico vinculado al viejo partido de los liberales–, pero, aparentemente, la presidenta Dilma Rousseff limitará sus quejas al ámbito retórico.
Los brasileros ya vivieron algo parecido cuando expulsaron del poder al presidente Collor de Mello y poseen grandes intereses comunes con Paraguay, como la enorme central hidroeléctrica de Itaipú. Carece de sentido arriesgar esos vínculos por una causa injusta y, sobre todo, perdida.
¿Cómo juzgará la historia a Fernando Lugo? A mi juicio, con benevolencia. Pese a su simpatía por la Teología de la Liberación, no fue un gobernante extremista, ni afilió Paraguay al coro chavista; ni ha sido un funcionario corrupto. Además, abandonó el poder pidiendo que no se aplicasen sanciones económicas al país porque solo afectaría a los paraguayos más pobres. Eso lo honra.
Si Lugo es culpable de algo, es de absoluta falta de instinto político. Un mandatario cuya popularidad apenas rozaba el 30 por ciento, no puede enemistarse con los grandes partidos ni descuidar su relación con el Partido Liberal Radical Auténtico que lo llevó al poder. No entendió que gobernar en democracia es negociar y forjar consensos. Le faltó cintura política.
Le sobró, en cambio, la otra cintura, no por violar el voto de castidad, sino por no hacerle frente responsablemente a dos casos en los que sus amoríos tuvieron consecuencias. Especialmente en un país donde los hogares monoparentales son sinónimo de pobreza. Eso es algo muy feo.
El autor es periodista y escritor. Su último libro es la novela ‘La mujer del coronel’.
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