Masacre en Brasil

El día siete de abril último a las ocho de la mañana, un joven de veinticuatro años, bien vestido de nombre Wellington Menezes de Olivera, ingresó a la escuela Tasso de Silveira situada en Realengo, un barrio al oeste de Rio de Janeiro. Era ex alumno de esa casa y alegó al personal de vigilancia en la entrada del colegio que venia a pronunciar una conferencia como invitado a uno de los cursos. Acto seguido, irrumpió en una de las aulas donde asistían a clase cuarenta niños, desenfundó dos revólveres y asesinó a quemarropa a trece alumnos e hirió gravemente a otros dieciocho. Intentó escapar a la planta superior, pero al verse cercado se disparó un tiro en la cabeza tal como había anunciado haría en una carta que dejó escrita con la mayor sangre fría donde consignaba las instrucciones para su entierro (los cotrafácticos son difíciles de abordar pero no se sabe si el asesino hubiera dejado esa misiva si no hubiera sido reducido de inmediato por fuerzas policiales).
Una de las autoridades visiblemente compungida y alarmada por el hecho declaró a la prensa local -en imagen trasmitida inmediatamente al resto del mundo- que el sujeto en cuestión debía ser “un enfermo mental”. En esta nota me quiero detener a considerar cuidadosamente esta apreciación que no es la primera vez a la que se recurre en diversas partes del orbe frente a hechos de magnitud similar, aunque utilizada con el mejor de los propósitos y en medio de una generalizada y muy justificada conmoción.
Al día siguiente, un cable de la agencia AFP consigna que en un centro comercial holandés (Riddefhof) en la ciudad de Alphen aan den Rijn, un individuo de veinte años disparó una metralleta a mansalva y mató a seis personas e hirió a otras ocho para finalmente extraer de entre sus ropas otra arma con la que se suicidó. Otra vez, uno de los testigos del horrendo episodio concluyó que se trataría de un “enfermo mental”. Como es de público conocimiento, estas tragedias -con o sin suicidios como epílogo, especialmente eso último- han ocurrido también en otros lados en el pasado reciente y no tan reciente en las que no son pocos los que arriban al mismo diagnóstico. Aparentemente no es muy numeroso el número de personas que atribuyen responsabilidad a seres espiritualmente decrépitos, fósiles vivientes que optaron por un perpetuo invernar en sus vidas y que descargan su monstruosa malicia, degradación moral, perversión superlativa y colosal vacío existencial en personas inocentes. Al igual que Hitler (que también se suicidó cuando se vio perdido) y otros facinerosos y asesinos seriales y violadores, no es para nada conducente liberarlos de culpa y cargo cubriendo sus aberraciones con la imputación de “locura” y otras coartadas inaceptables.
Thomas Szasz ha enseñado en sus múltiples obras (la más conocida se titula The Myth of Mental Illness) que, desde la perspectiva de la patología, una enfermedad es una lesión orgánica que afecta tejidos y células tal como ocurre con la escarlatina, el cáncer o la tuberculosis y que la mente no puede estar enferma del mismo modo que las ideas no pueden estar enfermas. Escribe Szasz que se trata de una metáfora peligrosa ya que confunde conceptos importantes.
Sócrates afirmaba que el mal es consecuencia de la ignorancia del bien. Que si una persona supiera el bien que le hace la buena conducta al sujeto actuante, no obraría en dirección al mal. Esto es correcto pero también debe tenerse en cuenta la mente del malvado que siente satisfacción con el sufrimiento ajeno y pretende llevarse por delante toda norma de conducta civilizada.
Está muy difundida la idea de que todo acto que se desvíe de la media significa una manifestación de “enfermedad” en lugar de admitir que hay personas de distinta catadura moral e intelectual que deciden proceder de una manera que no se condice con los principios éticos elementales. La persona que comete un delito debe restituir a la víctima trabajando para ella, si es necesario en prisión (desde luego privada y financiada por el trabajo de los reclusos y no a costa del peculio de las propias víctimas).
Desafortunadamente en nuestros medios, se suele considerar al criminal como una víctima en lugar de admitir que se trata del victimario. Con estos razonamientos se pretende la rehabilitación compulsiva del criminal sin percibir que igual que con la educación de un adulto, el proceso es siempre interior y voluntario: si percibe su error, asistirá a las instituciones o se vinculará con personas y lecturas que reviertan sus conclusiones sobre la vida delictiva, de lo contario, si persiste en su postura, continuará con su intención de hacer daño.
La tesis del determinismo físico o materialismo filosófico hoy impregna y tiñe buena parte de los análisis de los asuntos tratados en esta nota. Se concibe al ser humano como si estuviera determinado por su herencia genética y su medio ambiente, lo cual influye pero no determina su conducta. Si el ser humano estuviera programado y, por ende, no existiera tal cosa como el libre albedrío, si hiciéramos “las del loro”, no tendrían sentido las proposiciones verdaderas y falsas, no cabría la posibilidad de revisar nuestros propios juicios, no habrían ideas autogeneradas, no sería posible concebir un agente moral, en otros términos, no cabría concebir la responsabilidad individual y ni siquiera sería posible argumentar a favor del determinismo sin incurrir en flagrante contradicción. Tal como escribe John Eccles -premio Nobel en neurofisiología- uno “no se involucra en un argumento racional con un ser que sostiene que todas sus respuestas son actos reflejos, no importa cuan complejo y sutil sea el condicionamiento”.
Entonces, una cosa es la estructura intelecto-volitiva de la mente y otra es la materia cerebral a través de la cual nos comunicamos con el mundo exterior y permite el funcionamiento del cuerpo. En este sentido, una cosa es la eventual enfermedad en el cerebro y otra bien distinta es la preferencia decidida por la mente. Si los humanos fuéramos simplemente kilos de protoplasma no habría posibilidad de libertad, lo cual, precisamente, nos distingue del resto de las especies conocidas. Y los desórdenes genéticos, las enfermedades del cerebro, sus trastornos químicos o los problemas que puedan existir en los neurotrasmisores no significan maldad aunque puedan traducirse en ciertas dosis de irresponsabilidad (tengamos en cuenta que hasta a un can se lo castiga cuando se sale de madre), pero aquello no procede de una simple afirmación gratuita por más que esté enmascarada en un pretendido lenguaje científico, sino de exámenes médicos que indiquen con pruebas empíricas manifiestas la lesión orgánica correspondiente y no surgen de apreciaciones verbales y conjeturas, ya sea de profesionales o de legos en la materia.
Fastidia en grado sumo a los psiquiatras convencionales la producción cinematográfica La verdad desnuda protagonizada por Richard Gere y Edward Norton en base a la novela de William Diehl, en la que queda al descubrimiento el error garrafal de atribuir una “enfermedad mental” al asesino con la pretendida (y lograda) idea de dejarlo impune.
La manía de atribuir enfermedades imaginarias a delincuentes y gobernantes desaprensivos con los derechos de terceros, no solo convierten en no imputables y exentos de culpa a sus tremendos desaguisados desde la perspectiva penal, sino que se traduce en una falsa interpretación de la conducta humana y en un grave peligro para la sociedad civilizada.
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