La lengua mechada de un censor ecuatoriano
Si había alguna duda sobre el rumbo de Rafael Correa Delgado en su segundo término quedó despejada durante su ceremonia de toma de posesión: el primer mandatario ecuatoriano va por el sendero de una mayor radicalización consistente con su adhesión a un proyecto socialista, modelo siglo XXI, en el que él, como ganador electoral tiene todo el derecho, según indicara en su discurso inaugural, de coartarle los derechos, entre éstos, el de la libertad de expresión, a todos los que discrepen de la postura oficialista, en particular, la prensa.
Correa Delgado se puso al lado de su homólogo venezolano, Hugo Chávez Frías, al pedir a los demás gobiernos de la región presentes, casi todos, en la ceremonia de investidura presidencial, de que ha llegado el momento de establecer “formas de control a los excesos de la prensa”.
“Debemos perder el miedo y a nivel de países plantearnos formas de controlar los excesos de la prensa. Tenemos que tomar cartas en el asunto, somos nosotros los que ganamos las elecciones, no los gerentes de esos negocios lucrativos que se llaman medios de comunicación”, dijo en su alocución que más parecía una arenga de barricada que un discurso de labios de un estadista. “El mayor adversario que hemos tenido en estos treinta un meses de gobierno ha sido una prensa con un claro rol político, aunque sin ninguna legitimidad democrática”.
Hablar, expresar una opinión, plantear una alternativa, disentir son derechos fundamentales que salvaguarda un Estado en el que se respetan los derechos, tanto los de la mayoría como los de la minoría. Esas mismas libertades que fueron, precisamente, en las que se apoyó la candidatura de Rafael Correa Delgado al encabezar un proyecto político insurgente que llegó al poder a través de las urnas y que, ahora, en su segundo mandato, tras cambiar la Constitución, pretende que nadie que piense distinto a él, que cuestione la gestión pública en pro de mejorar su funcionamiento para, con ello, garantizarle a la sociedad mayor transparencia y rendición de cuentas al pueblo sobre la administración de los recursos nacionales, cuente con vehículos de expresión que jueguen el papel de observadores del desenvolvimiento nacional.
Qué triste es oír a un joven presidente latinoamericano abogar por la censura o sanción —previa, posterior, implícita o explícita— de voces variopintas en sociedades que tanto han luchado por la creación y preservación de instituciones democráticas. Más triste es oírle decir que sólo aquellos que ganan elecciones tienen el derecho de opinar. Peor es que ninguno de los otros mandatarios asistentes a la trágica toma de posesión no tuviera ni la valentía, ni la integridad de decirle a Correa Delgado que ese rumbo que tanto él persigue es una negación de lo que los pueblos latinoamericanos llevan siglos reclamando: la igualdad en libertad. Mientras tanto, todos nos dejan con un gran sinsabor por la lengua mechada de un censor ecuatoriano.
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