Neo-dictaduras de ayer y hoy
La línea argumental de quienes -con sus malabarismos, piruetas y requiebres académicos- se niegan a llamar y a reconocer como una dictadura, al régimen que encabeza Hugo Chávez, se asienta en que la Venezuela actual presenta algunas características que distan de ser consonantes con un régimen dictatorial, o por lo menos, con las dictaduras conocidas hasta hoy.
A saber –dicen- hay libertad de expresión, las cárceles no están llenas de presos políticos, no hay fraudes abiertos en materia electoral, no hay exiliados políticos, los partidos de oposición funcionan legalmente, la represión no es masiva; y sobremanera y fundamentalmente, hay elecciones cada cierto tiempo para escoger a nuestros gobernantes a todos los niveles.
De manera, que esto será otra cosa –aseguran- pero no una dictadura. O en todo caso –convienen- pudiera ser un nuevo tipo de régimen autoritario, que acuerdan en llamar: “neo-dictadura”. A ésta, le señalan semejanzas y diferencias, por ejemplo, con los sistemas de gobierno que encabezaron Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jimenez, para hablar sólo de las tiranías nacionales más contemporáneas, y concluyen en que no es una dictadura “pura y dura” como aquellas, la que escarnece a Venezuela.
A este respecto, y tomando en consideración los argumentos de quienes postulan la tesis de la “neo-dictadura”, me permito refrescar algunos eventos para buscar luces en torno a la tragedia venezolana de este tiempo. Y en tal sentido, considero que más allá de los lejanos ejemplos del camarada Lukashenko en Bielorrusia o del amigo Mugabe en Zimbabue; acá en Latinoamérica hemos tenido dos ejemplos muy concretos de pretensiones “neo-dictatoriales”, antes de la insurgencia del “socialismo del siglo XXI venezolano” y de sus correlatos boliviano, ecuatoriano y nicaragüense.
Aludo a las experiencias de Salvador Allende en Chile y de Alberto Fujimori en Perú. Y para hacer esta afirmación, por supuesto me guío por lo que -en mi criterio- es el signo más importante de lo que se ha dado en llamar “neo-dictadura”: la utilización de la vía electoral para acceder al poder, garantizándose la legitimidad de origen, y la posterior utilización de esa legitimidad para destruir al sistema democrático desde la democracia misma; es decir, utilizando para ello las instituciones del estado democrático, secuestradas y puestas al servicio de una pretensión totalitaria y hegemónica del poder.
Las restantes características distintivas de estas llamadas “neo-dictaduras” (relativa libertad de expresión, existencia legal de partidos de oposición, represión selectiva y no masiva, etc.), son los adornos necesarios para apuntalar la ilusión de que por la vía eleccionaria normal, pudiera garantizarse la alternancia en el poder. Esto, mientras se avanza en el proceso de confiscación definitivo de la libertad, y hasta que se considere conveniente, necesario y útil al propósito de perpetuación en el poder. Cuando las realidades políticas objetivas aconsejen posponer los eventos electorales, dejarlos de lado, o recomienden –sencillamente- desconocer sus resultados, la legitimidad de desempeño no será un obstáculo para que las instituciones secuestradas por las “neo-dictaduras” intenten salvaguardar sus deleznables intereses.
Ahora bien, al establecer este paralelo entre la “neo-dictadura” que nos escarnece y las superadas experiencias chilena de Salvador Allende y peruana de Alberto Fujimori, considero que hay que hacer algunas precisiones al respecto, para no caer en apreciaciones injustas.
En primer lugar, es cierto que Allende no llegó a personificar en toda su magnitud al “neo-dictador”, como si lo hizo ayer Fujimori y lo hace ahora Chávez; pero ello se debió más a la imposibilidad que tuvo de mantenerse en el poder por un mayor tiempo, que a la no intencionalidad de hacerlo. Su pretensión de utilizar el camino democrático para destruir desde adentro a la democracia chilena, fue un hecho más que evidente. Sólo que su radicalismo inicial presionado por los sectores más ultrosos de la izquierda chilena y la presencia cubana en las instancias de decisión oficial, que aunadas a un cúmulo de elementos económicos, políticos y sociales del Chile de ese tiempo, no le permitieron asentarse definitivamente en el poder, lo que desembocó en la asonada militar que lo depuso cruentamente del poder.
En segundo término, y en cuanto a Fujimori, hay que resaltar que sus pretensiones hegemónicas y dictatoriales no contemplaban la implantación de un modelo totalitario comunista, como si lo consideraban ayer Allende en Chile, y hoy Hugo Chávez en Venezuela. Además, Fujimori luego de derrotar electoral y sorpresivamente a Mario Vargas Llosa, no sólo logró evidentes avances económicos luego del desastre que protagonizó Alan García en su primera presidencia, sino que derrotó al terrorismo izquierdista de Sendero Luminoso y los Tupac Amaru, que tenían ensangrentado al Perú. Eso explica su permanencia en el poder aún después del “fujimorazo”, con un apoyo importante en todos los sectores de la vida nacional peruana.
Pero como vimos en su momento, en ninguna de esas experiencias “neo-dictatoriales” se logró desplazar del poder por la vía electoral a quienes gobernaban a contrapelo de la constitucionalidad de esos países. En el caso chileno, un cruento golpe militar derrocó la “neo-dictadura” comunista en ciernes de Salvador Allende y produjo la larga dictadura castrense de Augusto Pinochet. Y en el caso de Fujimori, fue extrañado del poder después de un proceso electoral fraudulento, pero no por los resultados comiciales, que oficialmente le dieron una victoria –incluso reconocida por la OEA- para mantenerse en el poder. Sino que fue la abstención de Alejandro Toledo de participar en una segunda vuelta electoral, organizada y convocada por el mismo órgano electoral al servicio de la “neo-dictadura”, y que seguramente le concedería otra “victoria” a Fujimori, lo que produjo la chispa necesaria para encender a un país hastiado de tanta desverguenza y criminalidad oficialistas.
Claro está, para ese momento ya Toledo, los partidos políticos de oposición y la sociedad democrática peruana estaban conscientes de la naturaleza dictatorial del régimen, y estaban decididos a utilizar –como en efecto ocurrió- la campaña electoral para agitar, organizar y movilizarse –corriendo todos los riesgos- en la defensa de su libertad. No creyó el pueblo peruano en los “pajaritos preñados” de encuestas amañadas que hablaban de la popularidad de Fujimori y de la supuesta mayoría de un régimen que estaba haciendo aguas por todas partes. Ni mucho menos esperó en que serían los militares –buchones como estaban con el “neo-dictador” y su Montesinos- quienes los sacarían de ese tremedal de inmundicias. Confiaron en su esclarecida vanguardia opositora, alejada de estrategias dogmáticas, cálculos ideológicos y de intereses miserables y enanos, y lograron su propósito libertario.
Como vemos, a las “neo-dictaduras” se les puede derrotar de diferentes maneras, pero conviene acotar que también se puede “colaborar” con ellas y contribuir a su permanencia –ya de manera intencional o de manera culposa- si no tenemos claridad en torno a lo que nos enfrentamos, si no sabemos lo que queremos y si no poseemos la confianza suficiente en nuestras propias fuerzas, o –sencillamente- porque priven otros intereses o cálculos más allá del rescate de la libertad y del estado de derecho democrático.
En el caso particular venezolano conviene además señalar, que existe el antecedente de que ya derrotamos a la “neo-dictadura” de Chávez y lo aventamos temporalmente del poder, por una vía distinta a la electoral, pero tan constitucional como ésta. Que un grupo de militares y de civiles se hayan apropiado de la gesta libertaria de abril de 2002, y confiscaran esa victoria popular para ponerla al servicio de sus deleznables intereses, es harina de otro costal. Como también lo es, el que otro grupo de civiles y militares, al no sentirse parte del nuevo grupo de poder que emergió de aquellos episodios, hayan trabajado para devolver al mandón al poder, argumentando apegos y respetos a la constitucionalidad que violaron ayer -y que luego volvieron a transgredir- de manera grotesca e inmoral.
Conste que no califico de “colaboracionista” a todo quien considere acertado participar de los eventos electorales para enfrentar la “neo-dictadura”. Al contrario, me cuento entre quienes postulan la necesidad de articular una estrategia política de enfrentamiento radical al régimen, alrededor de la ruta electoral. Eso si, asumiéndola no como un fin dogmático, sino como un medio para desarrollar una política.
Porque una cosa es utilizar las campañas electorales para agitar, organizar y movilizar al pueblo disidente, en procura de hacer músculo, agrupar factores disímiles de oposición y consolidar una fuerza que pueda retar, enfrentar, derrotar y sustituir al régimen, incluso por la vía electoral; y otra cosa distinta es, postular que sólo cuando el CNE chavista . .
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