La trampa de los reglamentos
En un artículo anterior veíamos cómo, según la concepción de Bastiat de lo que es y lo que debe ser la ley, a la que me adscribo, ésta se sigue pervirtiendo hoy en día, con más virulencia, a través de cuatro fenómenos: primero, la ampliación los órganos competentes; segundo, la ampliación de las competencias; tercero, la generalización de los "reglamentos ejecutivos"; y cuarto (seguramente el punto más trágico y característico del sistema actual), la renuncia al principio clásico de igualdad ante la ley (las políticas mal llamadas "de discriminación positiva" son el ejemplo paradigmático).
En este artículo y en el siguiente trataremos con un poco más de detalle la filosofía del reglamento y la otra figura que completa el panorama casi desolador: la expropiación forzosa (el uso de la ley que más se contradice con los derechos individuales).
Para entender todas las implicaciones de estas dos figuras, hay que saber antes algo de la relación entre la Administración pública y los administrados. Se trata de una relación totalmente asimétrica y desigual justificada en los principios del metafísico "interés general" (por supuesto superior a los particulares) y de "eficiencia": se supone que para que las decisiones de la Administración se implementen rápida y contundentemente (obviamente, este objetivo no surge de la nada sino que subyace toda una teoría del intervencionismo) es necesario mantener ciertas prerrogativas exorbitantes de la Administración que son, en definitiva, poderes cuasi-judiciales (lo cual debería escandalizar, no ya a cualquier liberal, sino incluso a cualquier demócrata que sienta algún tipo de aprecio por el principio de separación de poderes). Son poderes muy similares a los judiciales sobre todo en lo que atañe a la ejecutividad automática y a la presunción de validez de sus producciones: ya sean "reglas" con efectos jurídicos generales, aunque basados en hipótesis de hecho (reglamentos), ya sean "declaraciones", con efectos jurídicos específicos (actos administrativos).
El tema es mucho más complejo, pero por hacerlo más sencillo podemos centrar la crítica en que dos aspectos:
En primer lugar, los reglamentos (excepto los administrativos, que al administrado en principio le son ajenos), aun jerárquicamente inferiores a la ley, y aun siendo su papel, al menos en España, de mero desarrollo de la misma (pues en teoría sólo existen los secundum legem), son para el administrado exactamente igual de vinculantes, exactamente igual de obligatorios que la ley, y su incumplimiento conlleva en ambos casos un castigo. ¿Son acaso las sanciones económicas menos molestas para el ciudadano de a pie? ¿Acaso no está igualmente constreñido en su actividad diaria por el reglamento? De este modo nos encontramos con que, no siendo suficiente ya la perversión de la ley en el sentido antes indicado, además hay ciertas reglas que hay que cumplir como si se trataran de leyes aprobadas por un Parlamento, no siendo en realidad más que reglas aprobadas por burócratas, en el sentido más weberiano del término.
En segundo lugar, el reglamento es la forma más fácil de que alguien que no representa a nadie –un burócrata– o un Ejecutivo le dé un contenido sustantivo a una ley enunciada de forma muy general adrede para que no sea el Parlamento el que indique los detalles. ¿Es esto pragmatismo y eficiencia, como se asegura en la doctrina jurídica (en la filosofía de la "nueva política", de la "revolución de la gestión pública" que recoge por ejemplo la Ley 28/2006 de Agencias estatales para la mejora de los servicios públicos)? ¿O se trata más bien de una especie de trampa? Si ya es costoso para un liberal aceptar el principio democrático radical, según el cual lo que diga la mayoría, independientemente de que se contradiga con las reglas del juego hasta el momento existentes o los derechos individuales más básicos, va a misa, imaginemos hasta qué punto es inaceptable que sea la Administración quien se dedique a emitir normas jurídicas vinculantes a diestro y siniestro.
Se trata de un círculo vicioso: si no se hubiera ampliado tanto el espacio de lo público, entonces no tendrían por qué haberse ampliado tanto las competencias, ni los órganos competentes, ni los tipos de normas jurídicas.
La solución está en el cambio del concepto de propiedad privada: la vuelta a la mal llamada "absolutización", o como mínimo, el freno a su pisoteo alegre y sistemático: acabar con esa "flexibilidad" y "plasticidad" del régimen de propiedad y, más que nada, con esa incorrecta "concepción sectorial", como si la libertad no fuera una y general, como si pudieran desligarse en una misma persona sus deseos y decisiones económicas, políticas, familiares, sociales, etc. Por ejemplo: la decisión de invitar a un hijo al cine a ver una película sobre el Che Guevara, ¿es económica (gastar ahorro en ocio), política (el contenido de la película), familiar (pasar tiempo con un hijo) o social (¡social lo es todo!)?
En definitiva, el problema de los reglamentos es triple: desde el punto de vista simplemente democrático, la crítica está en que los reglamentos no emanan del órgano representativo que en teoría es el único legitimado para tomar decisiones vinculantes para todos. Desde el punto de vista liberal, hay otras dos críticas más: los ámbitos a los que pueden referirse (que son los de las casi todas las leyes –excepto las orgánicas–, es decir, ámbitos que se multiplican en cada legislatura) y sus efectos. ¿Es eficiente que el Estado produzca normas con más rapidez que nunca y con menos debate? ¿Es deseable que las leyes generales se detallen? ¿Es deseable que se generalice el recurso a las hipótesis de hecho, previendo casos y casos? Se ve claramente que no: juristas de todas las tendencias, en absoluto liberales, ya se quejan del muy excesivo volumen de los reglamentos –además de su desorden– y de la facilidad con la que se generan.
En el próximo artículo trataremos la figura de la expropiación forzosa que, en la misma lógica que los reglamentos, se basa, por una parte, en la supuesta eficiencia de la unilateralidad, y por otra, en el troceamiento de la propiedad y su subordinación al "interés general".
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