La isla del Tano
No me pregunten cómo he terminado con el Tano y su novia en una isla desierta de las Bahamas.
No sé mucho del Tano, lo conocí la otra noche en un hotel de Nassau, me pidió la laptop en el bar para leer sus correos.
Todo lo que sé del Tano es que es argentino, vive en Nueva York y alquila cincuenta departamentos amoblados en esa ciudad. Todo lo que sé del Tano es que es dueño de cincuenta departamentos de lujo en Manhattan. Está claro que el Tano es un maestro porque además me cuenta todo eso como si me estuviera contando que está resfriado.
Todo lo que sé de la novia del Tano es que es sueca y está siempre un tanto borracha y coqueteando, lo que no parece molestarle al Tano, porque el Tano es un grande y nada parece molestarle a estas alturas.
Tan grande es el Tano que se ha comprado una isla virgen en las Bahamas y me ha dicho para ir a visitarla y ahora un avión bimotor ha acuatizado frente a una isla desierta a la que hemos llegado volando cuarenta minutos sobre un mar tan transparente que podías ver los tiburones.
El Tano, la sueca y yo hemos bajado de la avioneta, saltado al mar y, con el agua rozándonos el ombligo, hemos caminado hasta la orilla de la isla del Tano y nos hemos sentado a la sombra de un árbol y era como estar en un capítulo de Lost esperando a que viniera una criatura monstruosa a devorarnos.
El Tano dijo que quería hacerse una casita rústica en esa isla, sin luz eléctrica ni agua potable, y usarla para venir con la sueca a descansar unos días, a perderse, a no ser nadie, a no ser el Tano de Nueva York, a ser uno más en esa isla despoblada de criaturas humanas y dedicarse a pescar y comer los peces dorados en el fuego de una hoguera y defecar en cuclillas al pie del árbol y dejar salir a la bestia salvaje que todos llevamos dentro.
Yo le dije al Tano que nunca más volvería a esa isla y que en poco tiempo el mar la devoraría cuando terminasen de derretirse los glaciares, pero él me dijo que nunca había fallado moviendo su dinero y con esa isla tampoco fallaría.
''Como quieras, Tano, pero vamos a comer algo'', le dije.
Entonces empezamos a caminar por la orilla de regreso al avión y el Tano se detuvo, vio algo.
''Quédense acá, ya vuelvo'', dijo, y se metió por la maleza, y yo pensé que se había vuelto loco y no regresaría más y la sueca y yo tendríamos que sobornar al piloto para escapar de la isla.
El Tano regresó con un maletín deportivo.
Sonreía como si se hubiera ganado la lotería.
''No me van a creer lo que encontré'', dijo.
Abrió el maletín y nos mostró los paquetes de cocaína. Abrió uno y la probó y dijo que era buena. Por suerte no me la ofreció, no hubiera sido bueno recaer en ella.
El Tano dijo que los narcos a veces tiraban maletas con droga en su isla y a los pocos días venía una lancha rápida y recogía la maleta y se la llevaba. Lo dijo con aplomo y naturalidad, como decía cualquier cosa el Tano, sin asustarse ni nada.
Le sugerí que dejase la maleta y nos marchásemos rápido de allí. El Tano me dio la razón pero se quedó con el paquete que había abierto y cerró el maletín y lo dejó un poco más lejos de la orilla, por si crecía la marea.
''Ya vendrán a buscarlo'', dijo. ''Y si no vienen, la vendo toda en Nassau y con esa plata me hago la casa acá en la isla'', dijo.
''No hagas eso, Tano'', le dije. «Si te robas la coca, te matarán''.
Subimos al avión. Despertamos al piloto. Como buen habitante de las Bahamas, estaba borracho y dormido, y así mismo piloteó la aeronave zumbona de vuelta a Nassau, silbando sobre las cabezas de los yates de los ricos.
La sueca se tomó tres latas de cerveza sin detenerse creo que ni a respirar y dijo que estaba segura de que ese avión achacoso se caería en dos minutos.
''No va a pasar nada, estás conmigo'', le dije, y besé su mano temblorosa.
''Eso es lo que yo les digo siempre a mis novias'', dijo el Tano y lanzó una carcajada que estalló como un trueno en el cielo de las Bahamas.
La sueca irguió el cuello y movió la cabeza como un cisne asustadizo.
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