La complejidad del problema boliviano
Por Manuel Mora y Araujo
Infolatam
Buenos Aires – Para comprender lo que sucede en Bolivia es conveniente mirar simultáneamente dos planos distintos: el de la política y el de la sociedad. En el plano de la política se observa un país dividido. Un gobierno, elegido con algo más del 50 por ciento de los votos y que hoy posiblemente representa a algo menos de la mitad de los bolivianos, quiere gobernar como si tuviese un mandato absolutista para imponer su voluntad a toda la sociedad. La otra mitad, mezclando ánimos opositores con expectativas y demandas que no encuentran canales representativos para ser planteadas, busca hacerse oír de algún modo. El resultado es una confrontación en la que no solo falta diálogo; falta sobre todo la capacidad de imaginar soluciones viables para construir un orden político estable sobre un consenso mínimo asegurado.
El gobierno central acusa a sus opositores de no dialogar -además, habla y actúa como si fuesen muchos menos de lo que son-. La oposición acusa al gobierno de cambiar las reglas permanentemente, de no escuchar y de ser avasallador y prepotente. Quien esto escribe tiende a dar la razón a los opositores al gobierno de Morales; pero en el juego de la política, quién tiene la razón es siempre poco relevante. En un sentido, el gobierno de Morales ya ha perdido, aunque pueda vencer en esta vuelta (lo que, por lo demás, parece difícil): ya perdió porque su desgaste es inevitable y porque la erosión ha comenzado a carcomer sus propias filas, mientras -en gran parte gracias a su forma de encarar los problemas- sus opositores están más unidos que nunca.
En el plano de la sociedad, Bolivia es también un país dividido, pero en fragmentos históricamente más profundos. Hay, de partida, dos Bolivias: nunca se sintieron una sola. La Bolivia de lo que fue el Alto Perú durante los siglos de la colonia es esencialmente indígena, quechua o aymara, la Bolivia colla. De hecho, cuando los españoles llegaron allí, ese territorio aymara estaba dominado por los quechuas, provenientes del Perú; en buena medida, el dominio español se ejercitó sustituyendo a los dominadores. La cabeza política de esa sociedad residía en Charcas, o Chuquisaca, hoy Sucre, tan ligada al Perú como al Río de la Plata. Declarada la independencia de España, la percepción de la inviabilidad del nuevo país llevó a sucesivos, y siempre frustrados, proyectos de anexión al Perú. Si hay una tradición separatista en Bolivia -algo de lo que hoy se acusa a la sociedad cruceña- a La Paz no le faltan credenciales para sentirse parte.
La otra Bolivia es la de las regiones orientales, geográficamente chaqueñas o amazónicas, étnicamente mezcla de indios guaraníticos y de europeos. Es la Bolivia camba. Durante la colonia su vínculo con el Alto Perú fue más que débil. Dominantes en su desarrollo social y cultural fueron los jesuitas -quienes ni siquiera eran españoles- cuyo dominio se extendía por igual sobre la Chiquitania hoy boliviana, sobre el Paraguay y sobre una parte marginal del territorio hoy argentino. Los vínculos con Asunción del Paraguay y con el Río de la Plata fueron tanto o más importantes que con Lima. En cuanto a los pueblos originales, no hay trazos de que alguna vez los quechuas y aymaras hayan entrado en contactos relevantes con los guaraníticos. El flujo migratorio moderno, que ha llevado a millones de collas a establecerse en Santa Cruz o allende las fronteras del país -en la Argentina, el Brasil, España y hasta en los Estados Unidos- es un fenómeno reciente. En los hechos, socialmente, Bolivia era hasta hace poco dos países, unidos por un gobierno centralista succionador de los recursos de la sociedad.
El ensamble entre el plano social y el político ha generado dos culturas y fenómeno recurrente en la vida política: la inestabilidad, la dificultad de gobernar institucionalmente a esa sociedad heterogénea. Inestabilidad cuyas raíces están menos en la dualidad cultural, étnica y geográfica del territorio que en la debilidad de los consensos políticos dentro de cada uno de los dos grandes fragmentos sociales.
El gobierno del presidente Morales plantea un ideal de reconstitución indigenista, un modelo político sustentado en comunidades étnicamente homogéneas, una reivindicación frente a los siglos de opresión que sufrió el pueblo al que representa. Su debilidad mayor reside en que más de dos millones de las personas que pretende representar se han ido de allí, buscando no sus raíces precolombinas sino insertarse en el mundo actual, aspirando a la movilidad social que de hecho encuentran en el oriente de su país y en otros lugares del mundo.
Las fuerzas políticas autonomistas, dominantes en Santa Cruz y otros departamentos del oriente boliviano, plantean un ideal de integración nacional federal y rechazan el centralismo de La Paz; quieren un modelo apropiado a la realidad de una nación vasta y heterogénea. Su mayor debilidad reside en que esa causa ha estado teñida de elementos de racismo anti colla, que han dejado una impronta en la vida social. Por eso no faltan quienes ven en su proyecto algo parecido a un nuevo appartheid en este continente -aunque por cierto no lo es-. Esa debilidad explica, entre otros factores, que la causa autonomista no haya podido hasta ahora instalarse en todo el país. Hasta ahora.
Una consecuencia notable de los sucesos de este año es que, tal vez por primera vez, se ha visto compartir actos y fiestas políticas a cambas y collas, unidos por su aspiración común a los estatutos autonómicos, tal vez más aun por su aspiración común a una sociedad abierta. Ha sido novedoso escuchar al alcalde de Potosí -el más emblemático bastión del dominio español sobre las sociedades indígenas del altiplano- defender la autonomía de Santa Cruz y coincidir con sus dirigentes de piel blanca y nombres europeos (kharas para los collas); el alcalde de La Paz no le va en zaga.
Es probable que el desenlace del conflicto político e institucional actual sea, finalmente, una constitución más federal. Me parece más probable aun que un efecto perdurable de todo esto sea una mayor integración más plena en la vida social de personas de distintos orígenes étnico, cultural y geográfico. Más que una constitución federal, lo que habrá resultado en definitiva será una sociedad más abierta, un espacio de mejor calidad para la vida de quienes lo habitan.
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