Calvo-Sotelo, la OTAN, el golpe
Por Dario Valcárcel
ABC
Entre decenas de artículos mortuorios, laudatorios, recordatorios, pocos abordan dos procesos, evidentes, en la presidencia de 20 meses de Leopoldo Calvo-Sotelo. El nuevo jefe del Gobierno acababa de suceder a Adolfo Suárez. La situación recibida era difusa. En plena guerra fría, España necesitaba integrarse en las democracias occidentales. Había, no sólo en la izquierda, extrañas esperanzas. Ejemplo, la ilusión, el sueño, de que España encabezara a los no alineados: todo el mundo es bueno, nosotros somos mejores.
Calvo-Sotelo se fijó tres objetivos: ingreso en la Comunidad Europea; convenio con Estados Unidos; ingreso en la Alianza Atlántica. Empecemos por éste: el nuevo gobierno anunció que abriría consultas para saber si contaba con suficiente apoyo parlamentario. Fue la última vez (noviembre 1981) en que UCD votó en bloque: ganó por 186 votos a 146. El responsable de cada paso -político u organizativo- fue un ministro de Asuntos Exteriores de gran saber, duro de pelar, José Pedro Pérez-Llorca.
Visto a 27 años de distancia, aquel gobierno, tan corto de flujo sanguíneo, tuvo un acierto estratégico: el convenio bilateral con Estados Unidos no permitía nuevas prórrogas. El ingreso en la Alianza, combinado con el pacto EEUU-España, resolvería decenas de problemas políticos y técnicos que de otro modo el gobierno de Madrid, aliado modesto, hubiera debido negociar con el primer poder mundial: objetivos comunes, órganos comunes, fueron como una tabla de salvación para los intereses españoles.
La política exterior, indisociable de la política, no surge de la nada -escribe uno de sus protagonistas- ni se desarrolla en el vacío. Un ministro de AA EE ha de, como se dice hoy, priorizar. La Alianza resolvió graves problemas bilaterales al multilateralizar la relación. El tratado otánico, común a los 15 miembros, establecía desde 1949 cómo decidir sobre bases, tropas, sistemas de armas, buques, aviación, tribunales… Tres cabezas muy unidas, Calvo-Sotelo, Pérez-Llorca y un gran embajador en Washington, José Lladó, lograron que la doble prioridad española, Otan y CE, prevalecieran. Los tanteos exteriores se hicieron entre febrero y junio; los interiores en junio y julio. El senado americano aprobó por los dos tercios requeridos el ingreso español aquel mismo verano. Permanecer en lo esencial, seguir el hilo conductor, mantener la línea: en el caso español, antigua de cinco siglos, Fernando V de Aragón.
El doble éxito, Otan-convenio USA, se vinculó al ingreso en la Comunidad Europea. Desde años atrás todo avanzaba con desesperante lentitud. Francia, también en fin de r_gne, sólo quería negociar sobre la negociación. De pronto se cerraron seis de los 17 capítulos pendientes. Al cabo de los años, la coherencia y la tenacidad saltan a la vista. Lo dice George Clooney en Syriana, todo está conectado: Otan, EEUU y Comunidad Europea fueron las tres patas de la inserción de España en las democracias occidentales. Helsinki establecía la nueva codificación en el orden de la guerra fría.
La otra gran decisión de Calvo-Sotelo sería recurrir, en 1982, la sentencia del 23-F. El teniente coronel Tejero no era un payaso, sino un criminal, dependiente de la minoría más reaccionaria de las fuerzas armadas (la encabezaba el general Alfonso Armada). Esa minoría fue desautorizada y expulsada por el Rey y por el propio ejército. Calvo-Sotelo rechazó la sentencia, que aducía la obediencia debida, en el caso del capitán Muñecas y otros oficiales amotinados. La obediencia debida no puede apreciarse, leemos en las Ordenanzas de Juan Carlos I, cuando se incurre en un acto contra la Constitución. La repugnante cobardía de entrar a tiros en un parlamento, con las armas confiadas a unos militares por la nación, debía ser castigada.
El lunes, al abrir la puerta de los Leones para dar paso al féretro de Leopoldo Calvo-Sotelo, a hombros militares, escoltado por la Guardia Civil, el gobierno mandaba un mensaje. Recordamos a tres hombres de pie en medio de los disparos, Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo. Ellos, más visibles, y todos los diputados del hemiciclo, salvaron el honor de la nación. Fueron horas no fáciles, dicho sea en honor de la verdad: otro español, casi aislado, solo, habló por televisión desde las afueras de Madrid, a medianoche.
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