El drama de Bélgica
Por Armando Alonso Piñeiro
La Nación
En los últimos tiempos se viene agudizando un serio conflicto separatista en una de las más prósperas naciones de Europa Occidental. Es Bélgica, país que, contra lo se cree, tiene menos años que la Argentina como Estado independiente.
Para comprender este fenómeno es necesario, en primer término, recordar que en el siglo IX el emperador Carlomagno dividió las distintas porciones del Imperio Germánico. De allí surgió la unión de principados belgas con los Países Bajos. Eran, en efecto, una sola nación, hasta su separación en los siglos XVI y XVII. La seudo proclamación de los Estados Belgas Unidos, en 1790, no sirvió más que para el dominio austríaco durante los siete años siguientes, hasta que Francia se apoderó de esos territorios. En 1815, el famoso Congreso de Viena conformó los llamados Países Bajos, uniendo Bélgica y Holanda. Sólo en 1830 los belgas pudieron obtener la soberanía, veinte años después que la Argentina. Pero hondos conflictos étnicos –con su inevitable secuela de diferencias lingüísticas– fueron debilitando la estructura nacional, llegando a acuerdos de convivencia siempre provisionales.
Un hecho prácticamente olvidado es que, en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, el presidente Franklin Delano Roosevelt planeó crear un país que se llamaría Valonia. Iba a comprender la parte valona de Bélgica, Luxemburgo, Alsacia-Lorena y una parte del norte de Francia. El proyecto no funcionó, por la oposición de Winston Churchill y, especialmente, de Charles de Gaulle.
Ahora el problema se centra en el propósito de un grupo numeroso de flamencos que desea independizar a su distrito del resto de Bélgica, uniendo a unas veinte ciudades, entre las que se encuentra nada menos que Amberes. Es necesario aclarar que Flandes está integrado por la citada Amberes, Bravante, Flandes occidental, Flandes oriental y Limburgo que, en conjunto, totaliza 5.600.000 habitantes, más de la mitad del total de la población belga, que es actualmente de 10.500.000 personas.
Ciertamente, la parte flamenca es más progresista que la francófona, caracterizada esta última por problemas sociales más o menos severos, aunque cuenta con una sólida estructura social, algo dañada por un alto desempleo.
Bélgica cuenta oficialmente con tres idiomas: flamenco, francés y alemán, siendo éste una absoluta minoría: el 0,7%. Pero aunque las divisiones étnicas y lingüísticas parezcan severas, el análisis de su historia permite suponer que difícilmente se llegue a una ruptura nacional. Han existido problemas serios, es cierto, como cuando en 1930 se prohibió el empleo del francés en la prestigiosa Universidad de Gante, quedando la lengua de Voltaire reducida solamente a dos ciudades: Bruselas y Lovaina. Pero el tiempo fue limando algunas diferencias.
La escisión de Bélgica sería una catástrofe para la totalidad de sus habitantes y un problema para la Unión Europea, por más que alguna que otra nación se sintiera complacida por esta debilidad.
Obsérvese, sin embargo, que ya en 1965 Bélgica se encontraba en el sexto lugar de las potencias nucleares, inmediatamente después de Estados Unidos, la entonces Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y Canadá. En 1948, juntamente con Holanda y Luxemburgo, había formado el Benelux, exitosa unión aduanera y económica. Al año siguiente integró la OTAN. En 1957 se unió al Mercado Común Europeo.
La expansión económica belga había comenzado hacia 1885, cuando las exploraciones en el Congo concluyeron en la posesión de este territorio africano a título de colonia.
Los fenómenos políticos de la posguerra mundial –caracterizados por un lento pero seguro derrumbe del colonialismo– llevaron a la independencia del Congo en 1960 y a la de Ruanda-Burundi dos años más tarde.
Pero ni la prosperidad belga ni la pérdida de su status colonial impidieron que continuaran las hondas divergencias internas, lingüísticas y étnicas, ya personificadas en problemas políticos cada vez más candentes.
Es de esperar, sin embargo, que aquellos fantasmas del pasado, iniciados en el siglo IX, no tengan una resonancia negativa en el presente y en el futuro de una nación digna y civilizada.
El autor es director de la revista Historia .
- 23 de junio, 2013
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- 17 de agosto, 2020
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