Dinero
Por Jaime Bayly
El Nuevo Herald
Cuando era niño, robaba dinero de la billetera de mi padre, mientras él se duchaba. No lo hacía porque necesitase el dinero. Robaba por puro placer.
Mi padre no era un hombre rico pero vivía como si lo fuera porque así lo habían acostumbrado desde niño sus padres, que tenían mucho dinero. Vivíamos en una mansión de película en las afueras de la ciudad, una casa de jardines interminables que mi padre no había comprado, pues le fue regalada por su padre. Antes habíamos vivido en un departamento frente al club de golf, que mi abuelo también le regaló.
Cuando me preguntaban en el colegio a qué se dedicaba mi padre, yo decía: »Es gerente». Lo decía porque sonaba bien y era verdad. Fue gerente de una compañía de autos norteamericana, una compañía sueca, un banco y un club hípico.
No siendo mi padre un hombre de espíritu empresarial, pues carecía de confianza en sí mismo para correr riesgos y fundar un negocio propio, era honrado, disciplinado y laborioso, virtudes que sus jefes no tardaban en reconocer, y contaba con un apellido de prestigio en el mundo de los negocios, que le había sido legado por su padre, que se llamaba como él.
Al morir su padre, no pudo recibir, como hubiera querido, la parte de la herencia que le correspondía. Tuvo que esperar a que su madre, una mujer bondadosa, muriese también. Recién entonces pudo heredar el dinero que necesitaba para sentirse más tranquilo y no tener que ir a trabajar todas las mañanas.
Nadie esperó que hiciera lo que hizo: dividió la mitad de su herencia en diez partes iguales, la repartió entre sus diez hijos y anunció que seguiría trabajando como gerente porque no quería quedarse todo el día en la casa. Sus hijos, sorprendidos, recibimos ese dinero como »adelanto de herencia», así lo llamó mi padre.
En aquel momento yo vivía en Washington, estaba escribiendo mi primera novela y no quería saber nada de él. Sin embargo, depositó en mi cuenta la herencia anticipada. No le agradecí.
Tiempo después, mi novela salió publicada. Gracias al dinero que me regaló mi padre, pude terminar de escribirla. Irónicamente, él fue uno de los principales damnificados. Sin leerla, me había pedido que no la publicase. Sabía que sería un escándalo que él quería ahorrarle a la familia. Quería salvar el prestigio del apellido que yo estaba a punto de mancillar.
Cuando la novela se convirtió en un éxito de ventas en España y empecé a recibir las regalías, decidí devolverle el dinero. Lo dejé en su casa con una nota que decía: »Creo que no merezco esta plata. Es tuya». No me agradeció.
Años más tarde, fue acusado, como gerente del Jockey Club, de firmar facturas sobrevaluadas. Lo enjuiciaron. Negó que hubiera hecho algo indebido. Enterado de sus dificultades, le ofrecí la ayuda de mi abogado. Aceptó. Le dije que yo pagaría los honorarios del abogado, durase lo que durase su defensa legal. Me agradeció, conmovido. No nos abrazamos. Nunca nos abrazamos.
El juicio fue largo y lleno de ramificaciones complicadas. Al final, mi padre fue absuelto de todos los cargos. Fue un gran triunfo para él.
Ya no recuerdo cuál fue la naturaleza del escándalo que volvió a distanciarnos. Lo cierto es que, tras largo tiempo sin hablarnos, me escribió contándome que había vendido la mansión de mi infancia y preguntándome si quería que me devolviese el dinero que le había pagado al abogado.
Debí decirle que no tenía que devolverme nada. Pero, como estaba ofuscado con él, le dije que me parecía justo que me devolviese la mitad y le entregase esa suma a la madre de mis hijas.
A los pocos días, me escribió diciéndome que mi madre no estaba de acuerdo, pues ella pensaba que los honorarios del abogado no habían sido un préstamo sino una donación de mi parte. Desde entonces, y hasta los días previos a su muerte, dejamos de hablarnos.
Ahora creo que fue una mezquindad pedirle la mitad de lo que le había pagado al abogado. No necesitaba ese dinero. Sólo quería que, en ese largo forcejeo de orgullos que fue nuestra historia, él, por una vez, cediera ante mí.
Tres días antes de morir, en la cama de una clínica, mi padre pidió un helado. Bajé a comprárselo y lo llevé a su cama. Mientras lo saboreaba, me miró con cariño y me preguntó: »¿Te debo algo?». No me debía nada, por supuesto. Era yo quien le debía el abrazo que nunca pude darle.
- 25 de noviembre, 2013
- 25 de marzo, 2015
- 14 de septiembre, 2015
- 13 de mayo, 2025
Artículo de blog relacionados
- 13 de noviembre, 2017
Por Danny O'Brien Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ) SAN FRANCISCO....
3 de mayo, 2011ABC, Madrid José María Aznar, Mario Vargas Llosa y Mariano Rajoy, ayer en...
29 de marzo, 2016- 23 de agosto, 2017