La riqueza envenenada
Por Carlos Alberto Montaner
El Nuevo Herald
Los países, como la gente, pueden morir de obesidad. Panamá corre ese riesgo: pudiera matarlo la abundancia. El Canal, admirablemente administrado por los panameños, y hoy en medio de un oportuno proceso de ampliación, en los próximos años podría traerle a la nación un chorro incontrolable de varias decenas de miles de millones de dólares generados por el peaje abonado por los grandes buques de transporte.
¿Cómo puede afectar negativamente a los panameños semejante bendición económica? De varias maneras. Como el Canal es una propiedad pública, hasta hoy bajo una responsable gerencia autónoma, se convertiría en el deseado botín de cualquier gobierno con vocación populista. Esto fue lo que sucedió con PDVSA, la gran compañía petrolera venezolana. Fue una excelente empresa pública mientras se mantuvo alejada del control de los políticos, hasta que Hugo Chávez se apoderó de ella, la puso a su servicio, y la convirtió en su cofre privado para financiar las fantasías expansionistas de su socialismo del siglo XXI.
Un Canal que genere ingresos multibillonarios sería para los panameños algo parecido al petróleo para los jeques del desierto: la tentación de desarrollar un Estado rentista en el que los ingresos producidos por esos vitales servicios marítimos se utilicen para subsidiar empresas ruinosas, generalmente explotadas por cortesanos deshonestos coludidos con políticos corruptos, pagar por gastos extravagantes, aumentar exponencialmente el número de empleados públicos innecesarios, y sostener a una multitud de clientes políticos que le temen al trabajo más que al diablo y se acostumbran a malvivir de las dádivas del Estado.
Generalmente, los Estados ricos mantienen en la miseria a las sociedades a las que supuestamente sirven. Ese es el caso de Nigeria, Irak, Libia, Irán, y fue el de la URSS y sus satélites mientras existió la pesadilla comunista en Occidente. Y la razón es muy simple: el Estado rico, y mucho más si es un Estado-empresario, suele ser secuestrado por las élites del poder que lo colocan a su servicio. En alguna medida, este fenómeno ocurrió en la Venezuela anterior a Hugo Chávez, aunque posteriormente el teniente coronel multiplicaría por cien los disparates y atropellos cometidos en ese desdichado país durante los cuarenta años de democracia venezolana.
¿Cómo una nación puede utilizar provechosamente una inesperada lluvia de recursos? La respuesta es bastante clara: invirtiendo en todo aquello que propicie la creación de empresas sanas capaces de sobrevivir y prosperar sin respiración artificial. La única riqueza duradera en cualquier sociedad es la que deriva del trabajo. Invertir en educación y salud, por ejemplo, es siempre acertado. Mientras mejores sean la educación y la salud de las personas, más riqueza podrán crear con su trabajo. Invertir en infraestructuras (carreteras, puertos y aeropuertos, comunicaciones) y en seguridad también es conveniente: atrae inversiones. Pagar las deudas y equilibrar las cuentas mantiene la inflación bajo control y sostiene el valor de la moneda, elementos imprescindibles para contar con una atmósfera económica confiable.
Esto no quiere decir que deba olvidarse el llamado gasto social, sino que hay que entender que la pobreza sólo se elimina cuando la sociedad es capaz de segregar un tejido empresarial denso y sofisticado, como sucede en los treinta países más prósperos del mundo, según la relación del Indice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas. Todos ellos, por cierto, son democracias dotadas de economías abiertas, altamente globalizadas, que protegen la propiedad privada y el mercado. En esas sociedades, es cierto, el Estado ha desarrollado políticas públicas encaminadas a ayudar a los más necesitados, pero ha podido hacer esto por el sostén de las empresas exitosas, por los puestos de trabajo que éstas crean y, naturalmente, por los impuestos que sus actividades generan.
Lo sensato y productivo no es tener un Estado fuerte, sino una sociedad fuerte que alimente a un Estado eficiente al que controla, vigila y somete a constantes auditorías. Lo sensato es un Estado que reciba, en calidad de impuestos, digamos, el 20% de los beneficios de un inmenso parque empresarial, y no un Estado tercamente empeñado en desarrollar actividades contrarias a su esencia y funciones. Si los panameños se equivocan, les va a suceder lo que a los venezolanos: van a tirar al mar el maná que pronto les caerá del cielo.
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